04 julio 2007

JOAQUÍN DICENTA Y LA LAYENDA DE LA CASA QUEMADA

Contó Joaquín Dicenta en una de sus leyendas que en Elche había un campo donde los granados arraigaban y donde abrían las higueras sus hojas. Una esmeralda era cada botón en los árboles y una gota de sangre, cada capullo en los granados. El aire olía a incienso, música de amor tañían las ondas de la acequia y nupciales himnos cantaban los verderones.

En dicho campo arrancaban los muros de una casería que un incendio arruinó. Mordisqueados por la llama, los muros negreaban. De un boquete, que fue ventana, descolgaban astillas a medio calcinar. Entre ellas se retorcía un clavo.
-¿Mira usted La casa quemada? -le dijo un labrador a don Joaquín.
-Sí -le contestó Joaquín Dicenta-. Serán fantasías, pero, cuanto más la contemplo, más imagino que esta casa ha de tener leyenda.
-No es leyenda. Es historia.
La casita, enjabelgada con esmero, parecía un cubo gigantesco de sal. Sobre su blancura se abrían una ventana y una puerta de color verde claro. De la azotea a la ventana se extendía una enredadera bordada de azules campanillas. En lo alto de la puerta campeaba una parra. Por entre sus hojas saltaban los gorriones.
En la casa vivían un matrimonio y un niño de seis años.
El marido, alto, cetrino, enjuto, de negros y celadores ojos, contaría veinticinco años; veinte la mujer.
Era blanca, pálida; con esa palidez de pasión que caracteriza a las valencianas. Sus ojos verdes, tenían pérfidas transparencias de ola. Su pelo era azuloso; flores de granado sus labios; sus dientes pétalos de azahar: a azahares transcendía su aliento. El talle teníalo juncal; el seno alto; la cadera potente; áurea y calzada la nuca.

Hijo de los dos, el chicuelo de los seis años, alegraba el hogar con sus voces, el jardín con sus juegos, la acequia con el chapoteo de sus pies. Cuando reía, los pájaros asomaban por el ramaje sus cabezas curiosas y quedaban inmóviles, en planta de escuchar al chiquillo
El padre se llamaba
Nelo; la madre Roseta; el chiquillo Tonet.
Además estaba el abuelo, el padre de Roseta. No habitaba con el matrimonio, pero casi todas las tardes iba al domicilio de su nieto, para recrearse con las diabluras de éste, echar un párrafo con Nelo a propósito de las campesinas labores y embobarse mirando a su hija, la moza más guapa que, según su decir, topaban los ojos desde Santa Pola a Alicante.
El señor Chimo -nombre del abuelo- residía dos kilómetros a distancia de la heredad sin otra co
mpañía que una sirvienta y un entre criado y jornalero -tan ancianos como él- en una barraca, pintarrajeada de azul (...)
Algunas veces paraba en la casería de Nelo, a echar un trago de agua o a encender un cigarro, Chaume, patrón de la más brava lancha que pescaba al bou en las aguas de Santa Pola.
Situada la finca, a medio camino, entre Elche y Santa Pola, servía de apeadero a Chaume. Amarraba éste su caballejo a un árbol, echábase a ojos la gorra de seda con botones de nácar y, remetiendo sus manos en la faja de estambre, reba
saba la puerta. Si era apetecible la frescura, asentaba con el matrimonio bajo el ancho parral.
Hacía punta Chaume entre los buenos mozos de
la marinería y era hábil en tañer la guitarra, maestro en cantares y conversador ingenioso para las gentes campesinas, fáciles a cualquier retórica. Murmurábase que, antes de Nelo, fue novio de Roseta. En ley de verdad, nunca, por lo menos a vista de personas, hizo cosa o dijo palabra que permitieran sospechar en él resquemores, del fallido noviazgo o restos de amor por la ex-novia.
Muchas tardes, tras acompañar al joven hasta el árbol donde amarraba su caballo, le veía Nelo partir e iba siguiéndole con ojos tercos carretera adelante. Luego tornaba hacia el jardín, repeinaba con sus dedos la cabellera de Tonet, atraíale con fuerza a su pecho y, al cabo de una pausa, abría su navajilla podadora y limpiaba de ramas muertas los macizos.
Entre corte y corte, solía quedar pensativo, pasando y repasando el dorso de la man
o siniestra por el filo de la navaja.
El negocio era provechoso y merecía la pena de emprenderlo, aunque ello significara un año de separación. Al cabo del año estaría bien vendido el esparto, a que obligaba la contrata y Nelo podría abandonar Orán volviendo a Elche con algunos billetes de a mil.
Bienestar presente y futuro le significaba el negocio.

Aquella noche era la fijada para tomar la carretera de Alicante y embarcarse a bordo de un vapor que al amanecer haría rumbo a Orán.
Mientras Roseta, que, con Tonet, acompañaría a Nelo en la tartana, arreglaba el equipaje del marido, éste, inclinándose hacia el señor Chimo, murmuró:
-Véngase junto al pozo, que hemos de hablar a solas sin que nadie, más que las estrellas, nos escuche.
-¿Qué es?
-Allí lo sabrá.
-Andando.
Arrastrando los pies y apoyándose en la recia cayada llegó el anciano, seguido por su yerno hasta el brocal del pozo. Sentóse con auxilio de Nelo, aguardó a que éste asentara junto a él y le dijo concisamente:
-Me voy; y me voy por un año. Grande fuera mi pena siempre; pero nunca tanto como ahora. Al irme llevo una sospecha engarfiada en el corazón.
-¿Cómo?... ¿Qué sospecha es la tuya?
-A nadie acuso, porque nada sé de fijo. Oigame lo que quiero decirle. Usted es
el padre de Roseta, pero es el abuelo de mi hijo, de Tonet. La honra de este hijo no es la mía sólo, es la de usted, la de toda la sangre de usted y todas las mías revueltas, que revueltas van las dos sangres por las venas del niño. Yo no estaré aquí, abuelo, para guardar esa honra. A usted le confío su guarda.
-Ve tranquilo -respondió el viejo que se había ido deslizando por la fábrica del aljibe, hasta ponerse en pie-. Ve tranquilo. Yo quedo.
Era cierto. Tras múltiples acechos, realizados con la terquedad del árabe, el viejo tuvo segura prueba de la traición de su hija.
Grandes fueron los disimulos y las artes empleadas por los amantes para ocultar su culpa. Celebraban sus entrevistas a las horas altas de la noche, cuando los seres y las cosas dormían, cuando las tinieblas desdibujaban las imágenes y Tonet, rendido por las travesuras diurnas, dormía con profundo y reparador sueño.
El viejo lo supo. Escondido en un cañaveral vió deslizarse a Chaume por el cauce fangoso de la acequia. No quedan huellas en el agua. Desde el cañaveral le vió; pegado al muro, poniendo su oído en la ventana, recogió cuchicheos que rubricaban la perfidia. Acaso, mezclada con estos cuchicheos, llegó hasta el anciano la respiración tranquila de Tonet.
-Mira -decía el señor Chimo, conversando con su hija al pie del parral, en un mediodía de los fines de Agosto-, en cuanto caiga unas miajas el sol, me llevo a Tonet. Hay en la higuera que enfrenta mi barraca, brevas maduras ya. ¡Algunas comiste de chicuela!... Quiero que este año las primeras sean para Tonet. De suerte que viene conmigo y esta noche se queda a dormir en mi casa. Mañana, de que sean las nueve, te le traigo con un cesto de brevas que te van a saber a gloria.
-Tonet, ¿oyes al «yayo»? -preguntó Roseta al chiquillo que jugaba cerca de ella.
-Y quiero irme con él. Las brevas de «yayo» s
on las más dulces y las más gordas que hay.
-No quede por mí. Vete.
A media tarde se despidieron el anciano y el niño. Una hora después, pasaba a caballo por frente a la casa, en dirección a
Santa Pola, Chaume. Se detuvo sin apearse, saludando a Roseta que estaba al borde del camino. Ella dijo muy quedo:
-Esta noche puedes venir antes y marcharte después. El chico no vuelve hasta mañana. Estaremos solos.

Era noche de obscuridad. Nubes anchas cubrían las estrellas; el aire callaba; las aguas de las acequias, corrían en silencio.
A las doce entró Chaume por la ventan
a. Dieron las dos en los relojes de Elche.
Por entre las cañas se deslizó una sombra alta, rígida, fantasmal; llegó a la ventana y pegó el oído a sus rendijas. Un gran silencio reinaba en la vivienda. La sombra fue alejándose hasta llegar a un bosque de naranjos. Ocultos en él estaban una mula y un niño. El animal traía a lomos haces de leña sarmentosa; el chiquillo asentaba encima del latón.
-Aguarda y no hables -dijo el que llegaba al muchacho-. Aún no es tu hora.
Su voz sonaba húmeda como si la mojase el llanto. Descargó la mula de los haces y uno a uno fue transportándolos al pie de la casa. Rodeó con ellos los muros; tapiando la ventana cegando la puerta hasta el dintel. Después amontonó sarmientos contra las vigas que sustentaban el parral.
Todo lo hizo sin ruido, sin que un sarmiento restallase, sin que una astilla r
ozase la pared.
Terminada la faena, retornó al bosque de naranjos.
-Ven conmigo -dijo al muchacho-. Procura ir de puntillas, sin dar tropezones.
Y llegaron a la casa.
Alzando con sus dos brazos el latón, dio vuelta al edificio
deteniéndose de trecho en trecho. Hizo altos más largos en la puerta y en la ventana.
-¡A lo que falta! -dijo por fin a la criatura. Y llevándola hasta la puerta, cubriendo con su ancho sombrero una tea impregnada de alcohol, que ardió súbitamente, ordenó con voz perentoria:
-¡Arrima eso a la leña!
Primero fue una llama azul; después una chispeante neblina, pronto hoguera que ardió por igual, a lo largo de la pared, en el hueco de la ventana, en el quicio amurallado de la puerta. Dentro se oyeron gritos. La ventana se abrió. Las llamas entraron por ella. A su lumbre se recortaron dos imágenes angustiosas. Tendían sus brazos al incendio. Pronto se borraron entre espirales de humo.
El viejo en pie, erguido, sujetando al niño con sus manos convulsas y puestos los ojos en las llamas, seguía el viaje del incendio.
-¡Hecho! -gritó al desplomarse la techumbre.

Del vapor saltó un hombre vestido de luto. Un viejo y un niño, enlutado como él, le aguardaban junto a la plancha.
-¡Ni casa, ni mujer! -sollozó el viajero echándose en brazos del anciano.
-Queda el hijo -repuso el viejo con voz firme-.

Y queda mi barraca -añadió-. ¡Allí cabemos todos!

 
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