10 septiembre 2007

CRÓNICA DE LOS ÚLTIMOS DÍAS (VII): EL DESENLACE

CRÓNICA DE LOS ÚLTIMOS DÍAS (I): LAS LISTAS
CRÓNICA DE LOS ÚLTIMOS DÍAS (II): UNA CIUDAD FANTASMAL
CRÓNICA DE LOS ÚLTIMOS DÍAS (III): CONCENTRADOS
CRÓNICA DE LOS ÚLTIMOS DÍAS (IV): ESPERA DESESPERADA
CRÓNICA DE LOS ÚLTIMOS DÍAS (V): LA CRÓNICA
CRÓNICA DE LOS ÚLTIMOS DÍAS (VI): LOS ITALIANOS EN ALICANTE
Inasequible al desaliento, la Comisión Internacional de Evacuación continúa haciendo desesperadas gestiones para sacarnos de la ratonera en que estamos metidos. Aunque todos sus intentos han resultado baldíos, al anochecer del 30, cuando ya los italianos han ocupado Alicante, cree que sus trabajos pueden culminar en un éxito sensacional. Por teléfono, primero y hablando personalmente con algunos miembros de la Junta, anuncian que a las once de la noche hará su entrada en el puerto un crucero francés, cuyo nombre dan, enviado como primer auxilio por el Gobierno de París. Si no ocurre nada desagradable –es decir, si los refugiados no le tomamos por asalto en un intento desesperado por escapar- vendrán tras él unos buques mercantes que nos sacarán a todos.

-En el crucero sólo podrán embarcar ciento cincuenta personas, que deberán estar preparadas para subir apenas atraque.
A las diez y media de la noche, los 150 seleccionados están con sus equipajes en un punto del muelle cercano al faro de la bocana. A 50 metros de donde esperan se levanta un parapeto con sacos y se pone vigilancia para que los demás no intenten asaltar el crucero apenas atraque, dificultando y quizá imposibilitando la salida de nadie.
Empieza entonces una noche más angustiosa y dramática aún que la precedente. Hay entre ambas extraordinarias semejanzas. La única diferencia es que han pasado veinticuatros horas, el tiempo se agota para todos, los italianos están dentro de Alicante y la desesperación y la angustia aumentan por segundos.
Durante horas enteras vemos las luces de los barcos que se mueven por la bahía.
Alrededor de las doce, tres de ellos parecen decididos a entrar en el puerto. Media hora después, han dado media vuelta para volver a las posiciones que anteriormente ocupaban. A las dos y a las cinco de la madrugada se repite la misma e incomprensible maniobra. En las tres ocasiones, uno o varios barcos se acercan a la bocana y en los muelles renace la esperanza; en las tres, vira en redondo y las esperanzas mueren.
De día ya, pasadas las siete de la mañana, los 150 seleccionados que han esperado inútilmente durante ocho horas cerca del faro, vuelven cariacontecidos a los puestos que ocupaban la tarde anterior.
Nadie acierta a comprender lo sucedido con el crucero francés y los otros barcos. Todos han desparecido ahora de nuestra vista, aunque de tarde en tarde , algunos que disponen de gemelos afirman verlos confusamente en lontananza. Ni siquiera perdemos el tiempo buscando explicaciones. Cansados por varias noches sin dormir, destrozados los nervios por horas interminables de tensión, preferimos no pensar nada.
-La verdad es que ni Dios se acuerda de nosotros, y que nos dejaran tirados para que nos muramos de asco.
Continúan los suicidios.
En la parte exterior del muelle, dos cadáveres flotan junto al rompeolas. Debieron tirarse al agua al amanecer, sin que nadie se diese cuenta. Un individuo que pasea por el muelle con aparente tranquilidad se pega un tiro en la cabeza y cae sobre una mujer tumbada y dormida que despierta con un grito de horror. Se produce al poco rato otro hecho más dramático aún: un muchacho se dispara un tiro en el pecho y la bala , después de atravesar su cuerpo, va a herir mortalmente a un viejo de pelo blanco; los dos se derrumban a un mismo tiempo.
-En dos días más, el fascismo no tendrá nada que hacer, porque nos habremos matado todos.
La gente comienza a mostrar una indiferencia espantable ante la muerte. En la parte central del muelle, un hombre alto y fornido que está fumando un puro , se da un profunda tajo en el cuello. Cuando algunos quieren auxiliarle, les rechaza enérgico. Sentado en el suelo, con el puro en los labios, permanece medio minuto, hasta que se derrumba muerto.
-Es el alcalde de Alcira- indica alguien que debe conocerle.
Con total escepticismo, recibimos alrededor de las diez una noticia que anuncia por enésima vez que acuden barcos en nuestro auxilio. La ha traído hasta el puerto el diputado francés que forma con los cónsules la Comisión de Evacuación. Aunque comprende y se explica que no le creamos, insiste en que los buques llegarán hoy. Incluso da una versión de lo sucedido con el crucero.
-Permaneció en los alrededores y anoche intentó entrar en varias ocasiones. Desistió cuando se le advirtió por radio que en puerto había más de 20.000 personas armadas, que había gente dispuesta a tomarle por asalto en cuanto atracase y que su llegada podía desencadenar una verdadera batalla.
-Por mucho que nos duela, forzoso es convenir en que estaba en lo cierto.
Burillo y otros miembros de la Junta han ido hace unos minutos al Consulado francés para conferenciar con la Comisión de Evacuación, y tal vez con los oficiales italianos, acerca de las posibilidades de nuestra salida. Parece que no están totalmente agotadas, aunque los barcos que esperan necesitan contar con ciertas garantías para su entrada en el puerto. Vuelven media hora después, acompañados por varios de los cónsules, para reunirse con el resto de nuestros representantes.
-¡Calma y serenidad, camaradas! Todo puede arreglase aún.
No tardamos en saber en qué consiste el posible arreglo. El general Gambara, con el que han hablado, está dispuesto a dar toda clase de facilidades y no obstaculizar en forma alguna la operación proyectada.
-A todos nos interesa –ha dicho textualmente- que puedan marcharse hoy mismo los que todavía se hallan en el puerto.
Pero la entrada de los barcos que aguardan cerca del puerto, y que podrán llevarse a varios millares de nosotros, tiene una condición sine que non, una exigencia terminante: la entrega de armas. No la imponen los italianos, ni siquiera la Comisión Internacional, aunque estén conformes con ella, sino el comandante del crucero francés y los capitanes de los buques mercantes, respaldados firmemente por el Gobierno de París.
-Sin desarme total no llegarán los barcos ni embarcará uno solo de cuantos estamos aquí.
Aunque al plantearse la cuestión algunos la rechazan de plano, por creerla una trampa burda, la aceptación está decidida antes incluso de empezarla a discutir. No sólo porque los enviados de la Junta hayan dado su conformidad inicial, sino porque no existen a todos los efectos prácticos, posibilidades de opción. La opinión de los militares consultados no dejar lugar a dudas.
Con armas o sin ellas en el puerto no tenemos defensa posible, así, qué perdemos en entregarlas, en definitiva, porque todo lo tenemos decidido ya desde el punto de vista militar.
Cuando se da la orden, algunos se guardan las pistolas. No es posible hacer lo mismo con los fusiles, pero la mayoría prefieren tirarlos al mar. Pese a todas las resistencias, diversos grupos recorren el puerto provistos de cestas y mantas y van sacando del muelle todas las armas largas.
-Ahora sólo falta que entren los barcos.
-Entrarán , aunque sólo sea para matarnos a todos.
Los barcos entran, en efecto a primera hora de la tarde del viernes 31 de marzo. Desde que empezó la recogida de armas han aparecido a nuestra vista en el horizonte lo suficientemente lejos para que no pusiésemos identificarlos. Pero dos horas después de terminado el desarme, se acercan a marcha lenta a la entrada del puerto.
- El que viene delante es un barco de guerra. Los otros deben ser mercantes.
La gente no concede en un principio ninguna importancia a que sean de guerra o mercantes, lo importante es que vengan y acaben cumpliendo las promesas que nos han hecho, podamos marcharnos todos en ello. Pero cuando el buque que viene en cabeza entra en la bocana del puerto, se produce la última y peor de las decepciones.
-Es un barco de guerra, pero no francés sino español.
Lo es, en efecto. Se trata del Armador “Vulcano” que, reduciendo su velocidad al límite, traspone la entrada del puerto. La cubierta está atestada de soldados vestidos de caqui y en la popa han desplegado un gran bandera bicolor; apuntando hace el muelle en que nos encontramos vemos emplazadas una serie de ametralladoras. Algunos estallan furiosos entre nosotros:
-¡Traiciones hasta el final!
-Todo el mundo nos engaña!...
Mientras el minador evoluciona lentamente dentro de la dársena exterior para ir a atracar a los muelles de la parte opuesta, la gente mira en silencio, con aire estupefacto. Parece como si de repente millares de personas, hubiesen perdido la voz para concentrar todos sus sentidos en la mirada. Los soldados que vienen en el minador dejan de cantar para disponerse a desembarcar. El silencio parece hacerse más denso. De pronto lo rompe un grito:
-¡Viva la república!
Muchos ojos se vuelven hacia el faro pequeño que señala la bocana del puerto. Un hombre que ha permanecido en él de servicio permanece desde que llegamos, agita los brazos en la tortea, lanza otro grito, que no llegamos a percibir con claridad, y se lanza de cabeza al vacío. Rebota su cuerpo al chocar contra las piedras del rompeolas para volver a caer de nuevo y quedar ahora definitivamente inmóvil, con el cráneo destrozado.
-¡Ha llegado el final!...
Todavía tarda un par de horas.
Las suficiente para que a los soldados que desembarcan se sumen otros que avanzan desde el otro extremo del paseo de los Mártires, emplazando armas automáticas y tomando posiciones en torno al muelle en que nos encontramos.
Para entonces ya nos han dicho que el diputado francés está detenido, en unión de alguno de los cónsules y que les han amenazado con fusilarles; que los italianos han desaparecido por completo y son españoles quienes mandan los soldados que se disponen a entrar en el muelle.
-¡Si no nos entregamos en cinco minutos, empezaran a disparar!...
Disparan, en efecto, cuando transcurren los cinco minutos. No tiran evidentemente a dar, porque las ráfagas de ametralladora silban sobre nuestras cabezas; pero aún así, caen un puñado de muertos y heridos. Cesan luego los disparos y se repite la intimidación, en vista del silencio de quienes estamos en el puerto. Nuevas ráfagas de ametralladora, que hieren a unos cuantos y fuerzan a los demás a tirarse al suelo o al agua, demuestran la inutilidad de toda resistencia, Hay muchos dispuestos a morir pero no podemos sacrificar a las mujeres y los chicos que hay entre nosotros.
A las seis de la tarde empieza la salida del puerto. En la plaza de Joaquín Dicenta esperan numerosos soldados, que forman en dos filas para encaminar hacia un campo cercano a los que abandonan los muelles. Durante cuatro horas interminables va despoblándose el puerto. Son horas de máxima desesperanza. De vez en cuando llegan a nuestros oídos disparos sueltos o ráfagas de ametralladora. Algunos de los que salen del puerto tratan de fugarse. Otros mueren antes de que tal cosa se les pase siquiera por la imaginación. Al final, pasadas las diez de la noche, deciden suspender la salida del os aún quedamos en el muelle hasta la mañana siguiente.
Debemos ser entre 1.500 y 2.000 los que pasamos la noche del 31 de marzo en los muelles de Alicante. Aunque estemos acorralados entre el mar, donde vigilan los barcos enemigos, y los soldados que guardan la entrada del puerto, quedamos en relativa libertad. Podemos movernos y hablar sin recatar nuestro pensamiento, diciendo lo que pensamos, cosa que no podremos hacer en mucho tiempo en lo sucesivo.
Encendemos hogueras para combatir el frío de la noche y más aún el frío de nuestra irremediable derrota. Pese a que llevamos muchas horas sin dormir, a nadie le apetece cerrar ahora los ojos.
Nos sobrará tiempo de hacerlo muy pronto, cuando todos estemos muertos. Preferimos pasar estas horas postreras de aparente, limitada y fugaz libertad para charlar a nuestras anchas, discutiendo no sólo lo sucedido en las últimas jornadas, sino las causas de la derrota.
Cuando empieza a amanecer, la suerte de cada uno se plantea de llano como cuestión fundamental. Máximo Franco y Evaristo Viñuelas, comandante de Brigada en la 28 División el primero y comisario el segundo, luchadores ambos en los frentes desde el comienzo mismo de la guerra, exponen su pensamiento con entera crudeza:
-Nos mataremos antes de salir –dicen- ¿Qué pensáis hacer vosotros?
-Yo me mataré también –sostiene un viejo campesino andaluz- Me prometí a mí mismo no caer vivo en manos del fascismo y cumpliré mi palabra.
-Yo no- afirma Manuel Amil- Si me quieren muerto, tendrán que matarme.
Se generaliza la discusión, y pronto se marcan dos tendencias: partidarios y contrarios al suicidio inmediato. Todos partimos de nuestra situación sin hacernos engañosas ilusiones. Es tan lóbrega la suerte que nos espera, que la muerte puede ser, es en la mayoría de los casos, una liberación.
Hay bastantes opuestos al suicidio, por diversas causas. Los militares profesionales, por ejemplo entienden que su obligación es responder de su actuación durante toda la guerra. Han servido al Gobierno legalmente establecido en su opinión y no han cometido, por tanto delitos de ninguna clase. Viejos luchadores proletarios entienden que deben vivir lo más posible parar servir de lección y ejemplo a otros compañeros menos formados, ayudándoles a resistir los sufrimientos y afrontar con entereza la muerte. Los líderes políticos consideran que el tiempo que estén en campos y cárceles antes de ser fusilados serán testimonio a los ojos de muchos de que quienes ocuparon cargos más o menos elevados han permanecido en su puestos hasta el último segundo, sin abandonar, ni menos aún traicionar, a quienes confiaron el ellos.
-Todo eso está bien –dice Máximo Franco-. Pero el mejor ejemplo que podemos dar a los demás es no doblegarnos ante el enemigo ni sufrir con resignación injurias y torturas. El hombre sólo es verdaderamente libre cuando por la libertad propia y la de los otros sacrifica sin vacilaciones su existencia.
Es ya día claro y un sol brillantes inicia su recorrido por un cielo si nubes. La noche ha quedado atrás, pero las tinieblas empiezan para nosotros. Va a concluir la evacuación de los muelles. Vemos allá lejos que los soldados forman, como la noche anterior, dos filas paralelas, dejando en medio un ancho pasillo por donde hemos de pasar. Inician la salida quienes se encuentran más cerca de la plaza.
-¡Ha llegado el momento, compañeros!
Oímos unos tiros detrás de uno de los almacenes, y nos estremecemos sabiendo lo que significa. A unos pasos de nosotros, Máximo Franco y Evaristo Viñuelas, comandante de la 127 Brigada y comisario en la 28 División, respectivamente, se estrechan con fuerza la mano izquierda mientras levantan las pistolas que sostienen con la derecha a la altura de la sien.
-¡Nuestra última protesta contra el fascismo!...
Suenan a un tiempo los dos disparos. Un instante permanecen ambos en pie. Luego se hunden verticalmente como si les hubieran fallado simultáneamente los huesos y músculos. Quedan tendidos, inmóviles, con los ojos abiertos mirando sin ver, con las pistolas humeantes al lado y unidas las manos izquierdas.
Un momento los contemplamos en silencio. Luego echamos a andar hacia la salida. Camino de una manera maquinal, sin mirar dónde piso. Al fondo distingo a los soldados que nos aguardan. Pienso en las ilusiones desvanecidas, en el largo camino recorrido. Alguien murmura a mi lado.
-¡Pronto envidiaremos a los muertos!
Asiento sin palabras, porque ya he comenzado a envidiarles.
Son las ocho de la mañana del 1 de abril de 1939.
La guerra ha terminado.
La República ha muerto.
¿Cuánto viviremos nosotros?

 
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