25 junio 2009

VICENTE FERRER Y EL SILENCIO DE LA IGLESIA

 
                        
En la India florecen los santos: Gautama Buda, Mahatma Gandhi, la madre Teresa de Calcuta y Vicente Ferrer en este enorme país lleno de espiritualidad y miseria. Buda nos enseñó a desentendernos de lar riquezas materiales si queremos alcanzar la felicidad, Gandhi que los más ambiciosos cambios políticos se pueden alcanzar sin violencia, la madre Teresa consolaba a los moribundos y Ferrer enseñaba a vivir a los pobres. Hoy se nos ha ido Vicente Ferrer, nada que ver con aquel santo medieval, predicador inflamado y milagrero, cuya presencia en las ciudades solía ir precedida o seguida de matanzas de judíos que se resistieron a la conversión. El Vicente Ferrer de nuestro siglo no pretendía convertir a nadie, no exigía penitencias ni adoraciones, su obsesión era dar al pueblo paupérrimo los medios necesarios para sobrevivir por si mismo. No se trataba de caridad, de dar limosnas, sino de facilitar herramientas, construir pozos, conceder micro créditos, que los beneficiados deberían devolver cuando les fuera bien, con el fin de perpetuar la cadena. El campo de la madre Teresa era la muerte, el de Vicente Ferrer era la vida. Gracias a él y su esposa, hijos y colaboradores, un movimiento de redención y dignidad ha ido progresando en la India emergente de hoy día, y continuará hasta la erradicación final de la pobreza congénita de ese país siempre entregado al espíritu, pero que tan mal se ha ocupado de los cuerpos vivos. Vicente Ferrer es la revolución del amor, del compromiso, del testimonio evangélico, de la reflexión serena y consecuente de las enseñanzas de un rabino judío de hace 20 siglos llamado Jesús de Nazareth.
                      
Vicente Ferrer se ha muerto longevo, rozando los 90 años, pese a todas las enfermedades adquiridas en su trabajo entre los pobres, tan frecuentemente víctimas de males contagiosos, y pese a su frágil cuerpo. Fue jesuita, hasta que se exigió a sí mismo más de lo que podía dar dentro de una orden religiosa, y sin dejar de ser cristiano, ejemplarmente cristiano, se casó, tuvo hijos e hizo su revolución. Fue muy valiente y consecuente hasta el fin de sus días. No quiso ser enterrado en España, en su Cataluña natal, sino en la India, donde se encontró a si mismo.
                                  
Y la Iglesia de los obispos antiabortistas y los papas antiprofilácticos, la Iglesia que de siempre se interesó por las almas de los infieles, pero rara vez se ha ocupado de sus condiciones de vida, calla, no pronuncia una  palabra sobre uno de los más ejemplares de sus hijos. Al parecer, no le interesa nada Vicente Ferrer. Quizá porque colgó sus hábitos y desertó de su labor evangelizadora, para preocuparse “solo” por el bien material de los indios. Aunque yo sospecho que el pecado que más le reprocha a Ferrer es que dejara el celibato para amar y reproducirse. Para mí, la madre Teresa y Vicente Ferrer son dos de esos santos que a veces da el Cristianismo en tierras de infieles, esos misioneros esforzados que, pese al desinterés de sus jefes, acaban apiadándose de los pobres, conversos o no, y se desviven por atenderlos en condiciones heroicas; pero la diferencia entre uno y otra, es que la primera permaneció virgen y el segundo practicó el sexo con naturalidad, una naturalidad que no gusta nada a los que otorgan el título de santo. 
                  
Qué obsesión tienen estos monseñores con los asuntos de la entrepierna. 
                 
Afortunadamente, la verdadera santidad que se manifiesta en veneración y reconocimiento, la otorga el pueblo, no los obispos, y para los indios que ayer despedían a Vicente Ferrer, y para el común de los mortales, cristianos, musulmanes, hinduistas, budistas y ateos, santos son Gandhi, Teresa y Ferrer. Porque santo es aquél que con su ejemplo y sacrificio contribuye a la construcción de la ética superadora de falsas morales.
               
Estoy seguro de que a Vicente Ferrer le hubiera complacido más la sonrisa de un niño indio sano y feliz que una nota oficial de reconocimiento del Vaticano.
Miguel Ángel Pérez Oca.

 
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