20 julio 2009

EL HOMBRE Y LA LUNA: 40 ANIVERSARIO


Yo tenía 4 ó 5 años.

Todavía no iba a la escuela, pero ya sabía leer y escribir. Mi padre me llevaba a la Biblioteca de la Caja de Ahorros del Sureste de España (hoy C.A.M.) y el bibliotecario, amigo suyo, ponía sobre una silla tres tomos de la Enciclopedia Espasa, para que alcanzase la altura de la mesa, y me daban algún libro con muchas ilustraciones, para que me distrajese mientras ellos leían prensa francesa con el fin de intentar enterarse de lo que realmente pasaba en aquella triste y casposa España de Franco. Recuerdo que ese día tenía delante de mí un libro que me parecía muy grande, pero que seguramente era de un tamaño normal - el pequeño era yo -. Se traba de la novela "De la Tierra a la Luna" de Julio Verne. Al abrir las primeras páginas, observé una ilustración que me llenó de asombro, en la que se vehía una especie de tren en forma de bala de cañón que volaba por el espacio, camino de una Luna enorme y misteriosa. Ese ha sido el dibujo que más me ha influído en toda mi vida. Fue tal la impresión que me produjo, que me propuse leer el libro, y haciendo un gran esfuerzo, lo terminé en varias semanas de visitas a la biblioteca, ante la sorpresa y el regocijo de mi padre y el bibliotecario. Como es natural, dada mi temprana edad, me salté capítulos enteros, que trataban de balística y otras cuestiones científicas que no era capaz de entender; pero la aventura de Ardan, Nicholl y Barbicane ha permanecido para siempre en mi memoria.

Desde entonces fui un entusiasta seguidor de los progresos de la Astronáutica, y después astrónomo aficionado, acérrimo partidario de que, antes o despues, el ser humano pondría su pie en la Luna. Por entonces hubo mucha gente que sonreía maliciosamente cuando me atrevía a exponer mis ideas al respecto. Ninguno, después, reconoció su error. Justo 20 años después de aquella primera lectura de mi vida, en la noche del 20 de julio de 1969, estaba yo en mi casa, frente al televisor en blanco y negro, acompañado de mi hermano, hermana y madre, a los que había forzado a permanecer despiertos, para que no se perdieran ver en directo el momento histórico más impartante de la Historia de la Humanidad. Jesus Hermida, desde Huston, nos iba relatando lo que pasaba y que apenas se podía adivinar en unas borrosas imágenes trasmitidas en directo desde el Mar de la Tranquilidad. Armstrong decía frases ininteligibles en inglés mientras descendia por la escalerilla. Después se le unió Aldrin. Plantaron la bandera, instalaron instrumentos científicos y aguantaron estoicamente el rollo político del marrullero presidente Nixon, que a pesar de haber recortado el presupuesto de la NASA no perdía ocasión de ganar posibles votos. En realidad, la profecía de Julio Verne ya se había cumplido en las navidades de 1968, cuando el Apolo 8, con los astronáutas Borman, Lovell y Anders rodearon la Luna, sin descender a ella; que es lo mismo que hacían los personajes en la famosa novela, a bordo de la bala hueca disparada por el gigantesco cañón Columbia desde Florida.

Mucho tiempo después he tenido ocasión de hacer amistad con el doctor Luis Ruiz de Gopegui, que por entonces era el director de la NASA en España y jefe de la antena de Fresnedillas, por la que se manenía el contacto con el Aguila y el Columbia cuando la rotación terrestre ocultaba la Luna a los observatorios americanos. Cuando alguien sugiere que los americanos jamás estuvieron en la Luna, como ahora se ha puesto de moda entre esotéricos y demás ralea, Gopegui se ríe con sorna y dice que él sabe muy bien a qué punto del Mar de la Tranqilidad apuntaba su antena cuando hablaba con los astronautas. Es curioso, pero los mismos tontos que creen en los OVNIs, las psicofonías, las Caras de Belmez y demás sandeces, son los que dudan de que la teconología y el arrojo de unos cuantos americanos hubieran hecho posible, hace 40 años, la más grandiosa hazaña de exploración hecha jamás por el Homo Sapiens.

Y es que, como dijo Galileo: "El número de los necios es infinito".

Miguel Ángel Pérez Oca.


 
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