Alvaro García, que hace unas semanas nos envió un magnífico reportaje fotográfico sobre las inscripciones en el Castillo de Santa Bárbara, nos manda ahora un relato VERÍDICO que su padre, "pinosero" de pro, le contó hace años.
El mismo Alvaro lo dramatizó para su publicación en la revista "El Cabeçó".
Seguro que os gusta.
El “Gran Circo Internacional” lo componían media docena de viejos carromatos destartalados, una raída lona ametrallada de parches y remiendos, un equilibrista alcohólico, dos payasos sin gracia, una amazona entrada en carnes que montaba un caballo cojitranco, un mago oriental con acento de Sevilla y un domador amanerado que actuaba tan solo con una vieja leona flaca y astrosa comprada de saldo a otro circo de mayor entidad y que no había conocido la selva ni de oídas.
Llegó al pueblo una mañana de abril y después de solicitar en el ayuntamiento los permisos pertinentes izó su carpa al final del paseo, junto a la fábrica de harinas.
Los niños, los viejos y los dos tontos del pueblo acudieron a ver los trabajos de montaje y sobretodo a contemplar de cerca aquel animal que casi todos conocían solamente de las películas que los sábados pasaban en el cine de arriba y los domingos en el de abajo. Los del circo habían montado un jaulón a ras de suelo, clavado en tierra con unos espetones de hierro y allí metieron a la leona que daba vueltas en círculo con gesto de hastío y de cuando en cuando, como para complacer a la concurrencia, se arrojaba rugiendo contra los barrotes haciendo retroceder despavoridos a los curiosos.
El propietario, que ejercía al tiempo como payaso, se dirigió a la taberna más cercana para apalabrar con algún paisano el suministro de forraje para las mulas y el caballo, lo que en un pueblo agrícola normalmente no suponía ningún problema. Más laborioso resultó hallar con que alimentar a la leona y que a su vez no resultara oneroso para la magra economía del circo.
Tras desechar la compra de carne en alguna carnicería, indagó entre los parroquianos la posibilidad de que alguno tuviera o conociera a alguien que tuviera un animal viejo de buen tamaño del que quisiera desprenderse por un módico precio.
Paco pechina, que no había levantado la cabeza del mostrador hasta ese momento se quitó la colilla apagada de la boca y dijo
-El tío colchones tiene una mula con mas años que la tos y aunque está en los huesos algo se le podrá sacar, además no creo que le pida mucho.
Dicho esto, volvió a ponerse el cigarro en la boca y no dijo ni una palabra más.
El propietario preguntó si alguien podía indicarle o llevarle a la casa y de ese modo acompañado del Pechina y el tío Diablillo se dirigió a la humilde casita del anciano al que encontraron sentado a la puerta en una silla de anea con la vidriosa mirada perdida en ensoñaciones y recuerdos de un pasado lleno de barcos que zarpaban a otras tierras, mezquitas, zocos atestados de gente y moras de ojos oscuros y embriagadores.
Lo saludaron y el cirquero le expuso la cuestión.
Tras un corto regateo llegaron a un acuerdo y el tío Colchones fue a la cuadra a por el animal. Cuando salió con él, cogido del ronzal, al titiritero se le cayó el alma a los pies.
Cubierto de pupas y costrones, con cientos de tábanos zumbándole alrededor, aquel saco de huesos parecía a cada paso a punto de morirse allí mismo de pura vejez y consunción. Los omóplatos le asomaban por los ijares como dos brazos de percha, los costillares se le marcaban en el pecho que asemejaba una tabla de lavar, las patas eran cuatro cañas resecas pegadas al cuerpo y el lomo, después de treinta años de cargar serones de arena y greda, describía una curva hacia abajo de tal magnitud que parecía imposible que el animal tuviera o hubiera tenido alguna vez columna vertebral.
Resignado a mal alimentar a la fiera, el dueño del circo tomó a la bestia por el ronzal y echó a andar.
Solo pudo dar dos pasos antes de quedar bruscamente detenido. La mula se negaba a moverse y con la terquedad característica de su raza clavaba las cuatro pezuñas en tierra haciendo imposible cualquier tipo de avance. El hombre tiraba con toda su alma pero lo único que conseguía era estirar la cabeza del animal que se sacudía de un lado a otro.
El tío Colchones levantó la cabeza ligeramente ladeada como para oír mejor y dijo
-Me parece que la mula está un poco terca hoy, si quiere la puedo llevar yo que ya me conoce.
Y acercándose a tientas fue tocando al animal hasta hacerse con las riendas y con un ligero tirón le dijo
-Arre mulo, al paseo.
El bicho, como movido por un secreto resorte, echó a andar con paso cansino ajeno por completo al destino que le esperaba. El curioso cortejo descendía por la calle, encabezado por la mula que llevaba a su hasta ahora dueño medio arrastrando a su lado, el nuevo propietario, pensativo, dos pasos detrás y cerrando la comitiva, Paco pechina y el tío diablillo comentando entre sí adonde acabaría todo aquello.
Conforme descendían hacia el Ayuntamiento, la gente que andaba por la calle se volvía para ver el espectáculo de tan extraña comitiva y la mayoría picados por la curiosidad comenzaron a unirse al grupo, de manera que cuando enfilaron el bulevar cerca de cincuenta personas se agolpaban divertidas tras la acémila.
El tío Colchones había trabajado como barrenero en unas canteras de Oran hasta que un accidente durante una voladura lo dejó medio ciego y aún tuvo suerte pues la explosión causó cuatro muertos. En el juicio consiguiente se dictaminó que la culpa había sido de la mala calidad de las mechas y la empresa indemnizó a las victimas con una suma que permitió al tío Colchones comprar una casita y una mula joven con la que intentar ganarse el sustento.
Durante los siguientes treinta años se había dedicado a vender greda (una arcilla blanca de alto poder desengrasante) y arena fina que extraía de un monte a las afueras del pueblo y que era muy apreciada por las mujeres para fregar ollas y sartenes.
Ahora que su vida útil era solo un recuerdo, la ya anciana mula se dirigía en loor de multitud como los viejos gladiadores a ser pasto de las fieras (en este caso de una leona casi tan vieja como ella)con ese aire despreocupado de quien ha vivido mil y una batallas.
La comitiva llegó a su destino y se detuvo ante el jaulón, abriéndose en semicírculo a ambos flancos del tío Colchones y su mula. Todos quedaron expectantes hasta que alguien dijo
-¿Y como piensa echársela a la fiera, habrá que matarla primero?
Todos miraron hacia la enjuta figura del anciano esperando una respuesta.
–Quía- dijo este, - con lo vieja que está seguro que se muere del susto al primer envite.
Así pues el domador que acababa de llegar con las llaves del candado abrió la jaula aprovechando que la leona estaba medio dormida empujaron dentro a la futura presa y cerró la reja.
Al oír el ruido la fiera abrió un ojo y vio ante sí aquel manojo de huesos y lanzo un rugido que debió de sonar amenazante pues la mula estiró las orejas y emitió un rebuzno lastimero. Al oírlo la leona se incorporó y rugió de nuevo con más fuerza, mientras afuera el público congregado contenía la respiración mientras esperaban el momento del zarpazo mortal.
Pero lo que sucedió a continuación no lo esperaba nadie. La mula pareció volverse loca y comenzó a tirar coces mientras rebuznaba como poseída. La leona se vio sorprendida por una certera patada del animal que la lanzo contra las rejas y en un momento aquello se tornó una Cafarnaum indescriptible.
El acémila arreando coces como un molino, la fiera rebulléndose como podía sin apenas espacio para contraatacar, el gentío tronchándose de risa y el domador tirándose de los pelos y gritando como un poseso-¡que me la mata!, ¡que me busca la ruina!-, al tiempo que no atinaba a abrir el candado y se le caían las llaves de las manos una y otra vez.
Por fin consiguió abrir la reja y en ese momento la mula, que tenía a la leona acogotada en un rincón, salió como alma que lleva el diablo y la vieron alejarse rumbo al monte Cabezo mientras los chiquillos la perseguían a distancia.
Al final hubo que comprarle al carnicero un costal de restos y mondongos para alimentar a la maltrecha leona a la que nadie tomó en serio en las tres funciones que dio el circo después de haberla visto perder por KO ante la mula del tío Colchones que volvió al día siguiente a su chamizo como si no hubiese pasado nada y aun vivió dos años más para regocijo de propios y asombro de foráneos a quienes Paco el Pechina no se cansaba de relatar la anécdota enriqueciéndola cada vez con añadidos y adornos de su invención.
Así fue como la escuché yo una calurosa tarde de verano.
Llegó al pueblo una mañana de abril y después de solicitar en el ayuntamiento los permisos pertinentes izó su carpa al final del paseo, junto a la fábrica de harinas.
Los niños, los viejos y los dos tontos del pueblo acudieron a ver los trabajos de montaje y sobretodo a contemplar de cerca aquel animal que casi todos conocían solamente de las películas que los sábados pasaban en el cine de arriba y los domingos en el de abajo. Los del circo habían montado un jaulón a ras de suelo, clavado en tierra con unos espetones de hierro y allí metieron a la leona que daba vueltas en círculo con gesto de hastío y de cuando en cuando, como para complacer a la concurrencia, se arrojaba rugiendo contra los barrotes haciendo retroceder despavoridos a los curiosos.
El propietario, que ejercía al tiempo como payaso, se dirigió a la taberna más cercana para apalabrar con algún paisano el suministro de forraje para las mulas y el caballo, lo que en un pueblo agrícola normalmente no suponía ningún problema. Más laborioso resultó hallar con que alimentar a la leona y que a su vez no resultara oneroso para la magra economía del circo.
Tras desechar la compra de carne en alguna carnicería, indagó entre los parroquianos la posibilidad de que alguno tuviera o conociera a alguien que tuviera un animal viejo de buen tamaño del que quisiera desprenderse por un módico precio.
Paco pechina, que no había levantado la cabeza del mostrador hasta ese momento se quitó la colilla apagada de la boca y dijo
-El tío colchones tiene una mula con mas años que la tos y aunque está en los huesos algo se le podrá sacar, además no creo que le pida mucho.
Dicho esto, volvió a ponerse el cigarro en la boca y no dijo ni una palabra más.
El propietario preguntó si alguien podía indicarle o llevarle a la casa y de ese modo acompañado del Pechina y el tío Diablillo se dirigió a la humilde casita del anciano al que encontraron sentado a la puerta en una silla de anea con la vidriosa mirada perdida en ensoñaciones y recuerdos de un pasado lleno de barcos que zarpaban a otras tierras, mezquitas, zocos atestados de gente y moras de ojos oscuros y embriagadores.
Lo saludaron y el cirquero le expuso la cuestión.
Tras un corto regateo llegaron a un acuerdo y el tío Colchones fue a la cuadra a por el animal. Cuando salió con él, cogido del ronzal, al titiritero se le cayó el alma a los pies.
Cubierto de pupas y costrones, con cientos de tábanos zumbándole alrededor, aquel saco de huesos parecía a cada paso a punto de morirse allí mismo de pura vejez y consunción. Los omóplatos le asomaban por los ijares como dos brazos de percha, los costillares se le marcaban en el pecho que asemejaba una tabla de lavar, las patas eran cuatro cañas resecas pegadas al cuerpo y el lomo, después de treinta años de cargar serones de arena y greda, describía una curva hacia abajo de tal magnitud que parecía imposible que el animal tuviera o hubiera tenido alguna vez columna vertebral.
Resignado a mal alimentar a la fiera, el dueño del circo tomó a la bestia por el ronzal y echó a andar.
Solo pudo dar dos pasos antes de quedar bruscamente detenido. La mula se negaba a moverse y con la terquedad característica de su raza clavaba las cuatro pezuñas en tierra haciendo imposible cualquier tipo de avance. El hombre tiraba con toda su alma pero lo único que conseguía era estirar la cabeza del animal que se sacudía de un lado a otro.
El tío Colchones levantó la cabeza ligeramente ladeada como para oír mejor y dijo
-Me parece que la mula está un poco terca hoy, si quiere la puedo llevar yo que ya me conoce.
Y acercándose a tientas fue tocando al animal hasta hacerse con las riendas y con un ligero tirón le dijo
-Arre mulo, al paseo.
El bicho, como movido por un secreto resorte, echó a andar con paso cansino ajeno por completo al destino que le esperaba. El curioso cortejo descendía por la calle, encabezado por la mula que llevaba a su hasta ahora dueño medio arrastrando a su lado, el nuevo propietario, pensativo, dos pasos detrás y cerrando la comitiva, Paco pechina y el tío diablillo comentando entre sí adonde acabaría todo aquello.
Conforme descendían hacia el Ayuntamiento, la gente que andaba por la calle se volvía para ver el espectáculo de tan extraña comitiva y la mayoría picados por la curiosidad comenzaron a unirse al grupo, de manera que cuando enfilaron el bulevar cerca de cincuenta personas se agolpaban divertidas tras la acémila.
El tío Colchones había trabajado como barrenero en unas canteras de Oran hasta que un accidente durante una voladura lo dejó medio ciego y aún tuvo suerte pues la explosión causó cuatro muertos. En el juicio consiguiente se dictaminó que la culpa había sido de la mala calidad de las mechas y la empresa indemnizó a las victimas con una suma que permitió al tío Colchones comprar una casita y una mula joven con la que intentar ganarse el sustento.
Durante los siguientes treinta años se había dedicado a vender greda (una arcilla blanca de alto poder desengrasante) y arena fina que extraía de un monte a las afueras del pueblo y que era muy apreciada por las mujeres para fregar ollas y sartenes.
Ahora que su vida útil era solo un recuerdo, la ya anciana mula se dirigía en loor de multitud como los viejos gladiadores a ser pasto de las fieras (en este caso de una leona casi tan vieja como ella)con ese aire despreocupado de quien ha vivido mil y una batallas.
La comitiva llegó a su destino y se detuvo ante el jaulón, abriéndose en semicírculo a ambos flancos del tío Colchones y su mula. Todos quedaron expectantes hasta que alguien dijo
-¿Y como piensa echársela a la fiera, habrá que matarla primero?
Todos miraron hacia la enjuta figura del anciano esperando una respuesta.
–Quía- dijo este, - con lo vieja que está seguro que se muere del susto al primer envite.
Así pues el domador que acababa de llegar con las llaves del candado abrió la jaula aprovechando que la leona estaba medio dormida empujaron dentro a la futura presa y cerró la reja.
Al oír el ruido la fiera abrió un ojo y vio ante sí aquel manojo de huesos y lanzo un rugido que debió de sonar amenazante pues la mula estiró las orejas y emitió un rebuzno lastimero. Al oírlo la leona se incorporó y rugió de nuevo con más fuerza, mientras afuera el público congregado contenía la respiración mientras esperaban el momento del zarpazo mortal.
Pero lo que sucedió a continuación no lo esperaba nadie. La mula pareció volverse loca y comenzó a tirar coces mientras rebuznaba como poseída. La leona se vio sorprendida por una certera patada del animal que la lanzo contra las rejas y en un momento aquello se tornó una Cafarnaum indescriptible.
El acémila arreando coces como un molino, la fiera rebulléndose como podía sin apenas espacio para contraatacar, el gentío tronchándose de risa y el domador tirándose de los pelos y gritando como un poseso-¡que me la mata!, ¡que me busca la ruina!-, al tiempo que no atinaba a abrir el candado y se le caían las llaves de las manos una y otra vez.
Por fin consiguió abrir la reja y en ese momento la mula, que tenía a la leona acogotada en un rincón, salió como alma que lleva el diablo y la vieron alejarse rumbo al monte Cabezo mientras los chiquillos la perseguían a distancia.
Al final hubo que comprarle al carnicero un costal de restos y mondongos para alimentar a la maltrecha leona a la que nadie tomó en serio en las tres funciones que dio el circo después de haberla visto perder por KO ante la mula del tío Colchones que volvió al día siguiente a su chamizo como si no hubiese pasado nada y aun vivió dos años más para regocijo de propios y asombro de foráneos a quienes Paco el Pechina no se cansaba de relatar la anécdota enriqueciéndola cada vez con añadidos y adornos de su invención.
Así fue como la escuché yo una calurosa tarde de verano.
ÁLVARO GARCÍA