ARTÍCULO DE VÍCTOR MANUEL GALÁN TENDERO
Felipe II
La corrupción nunca fue invisible.
Los medios de comunicación informan en los últimos años de casos de corrupción con gran frecuencia. Se denuncian sórdidas tramas en casi todo tipo de instituciones regidas por partidos de todo color. Se muestran penosos mapas de la extensión de la corrupción por casi toda España. Se llevan las manos a la cabeza, y a veces se mantiene que todo es una calumnia, fruto del mal perder del oponente. Cuando se busca la causa de tan deplorable panorama se esgrime el agotamiento de la galopante expansión inmobiliaria. Y aunque sea cierto, se olvida con demasiada frecuencia que la vida de los municipios españoles ha estado trufada de corruptelas desde sus inicios. Los cronistas locales le dieron de lado para no criticar a su amada patria (ni a los poderes que la controlaban). La Terreta no se salvó de ello, y padeció la mácula que afeaba nuestra república municipal, cuyos tutores, protectores y procuradores eran los jurados. Quizá nuestro primer caso de corrupción declarado sea la ejecución del alcaide Nicolás Peris en 1296, que cruzó espadas con Jaime II y terminó devorado por una jauria al no cumplir sus deberes como alcaide… según Jaime II. Toda denuncia escondía un interés poco confesable. Nosotros hablaremos hoy del combate contra la corrupción (y de su estado) en el Alicante de mediados del siglo XVI, cuando la monarquía hispánica se encontraba en serios peligros en el Mediterráneo, Alicante se fortificaba en consonancia y los virreyes de Valencia intentaban imponer su discutida autoridad en las orgullosas tierras del Sur de Xixona.
La porfía virreinal.
El virrey de Valencia debía proteger el Real Patrimonio de toda corrupción, lo que reforzaba su función de capitán general de cara a los gastos militares. En sus memoriales informaba del estado de las defensas y fijaba los objetivos de fortificación, movilización y armamentos. Hasta bien entrado el XVI su autoridad directa era no muy oída por sus teóricos lugartenientes en la gobernación de Orihuela.
Lo auxiliaba en el cumplimiento la Real Audiencia, que destacaba a algunos de sus miembros como comisarios en visitas de inspección. El virrey, el duque de Maqueda, fue encargado el 24 de diciembre de 1552 por el príncipe regente don Felipe a tal efecto, trasladándolo al doctor Jerónimo Arrufat a comienzos de 1553. Sus trabajos se prolongaron en Alicante hasta noviembre de 1557, concluyendo con la promulgación de las ordenaciones del 6 de diciembre. Nuevamente en 1566 otro comisario nos visitó, micer Joan Ribera.
En 1553 los ataques berberiscos amenazaron nuestro reino, y Alicante se encontraba en la primera línea. La visita pretendía liberar dinero de las arcas municipales para la guerra, investigando los gastos de compra de cereal para el pósito local, la licitud de la deuda transferida o adosada entre particulares, e intentando su reducción o quitación. Parecía dar comienzo un proceso en toda regla contra la corrupción pública, y las penalizaciones iban desde la sanción económica a la privación de cargos municipales. En teoría la autoridad que lo ordenaba era la máxima, urgente la ocasión y graves los cargos. La purga parecía inevitable. Sin embargo, la clemencia se impuso. El mismo Arrufat escribió a Felipe II que “aunque los principales y reyes tengan la superioridad en todo, entiéndese que en ellos ha de ser más medidacon razón su voluntad que en otros”. El rigor de la justicia se templaba o se desvirtuaba ante la ilegalidad de buena fe. Si el proceder con contundencia contra un extranjero ya era crueldad, más lo era contra un natural.
En resumidas cuentas, la cosa se despachó con unas cuantas multas a mercaderes poco influyentes. Los poderosos se salvaron ante las inquietudes del visitador de evitar largos pleitos y las luchas entre parcialidades alicantinas. El deseo de preservar la alianza entre la monarquía y la oligarquía, por encima de la bravura de los nuestros contra el poder otomano, lo explica. Más que desmantelar la corrupción, la visita pretendía reducirla a unos límites menos peligrosos para los intereses reales.
Una provechosa relación.
La sociedad aún no se había desembarazado de la contraprestación feudal de favores, y el rey concedía honores a cambio de fidelidad, servicios y dinero. En 1545 Carlos I removió los impedimentos para que Pere Seva, Joan Castelló y Pere López de Ayala fueran jurados. Pere Seva formaba parte de un influyente linaje local desde la Baja Edad Media. Joan Castelló negociaba con los préstamos, y en 1541 medió como fiador en un traspaso de deuda de 250 libras. López de Ayala se encontraba en óptimas relaciones con los poderosos Martínez de Vera e intervino en diversas operaciones de deuda municipal entre 1549 y 1554. En 1560 se le nombró subrogado o delegado en Alicante del gobernador de Orihuela.
Necesitada con gran urgencia de fondos, la monarquía descargaba sobre los municipios no pocos gastos militares. En 1541 la fallida campaña contra Argel nos ocasionó problemas de alojamiento de tropas y de abastecimiento. En vista de la imperiosa necesidad del rey y de los escasos fondos disponibles, el municipio hipotecaba los ingresos de las recaudaciones futuras a cambio de obtener préstamos o censales. La situación llegó hasta tal punto que a fines del XVII de tres anualidades de uno de los impuestos municipales más valiosos, la sisa mayor y de la pesca, dos estaban empeñadas de antemano a los acreedores, mayoritariamente los mismos oligarcas locales con responsabilidades públicas, que devoraban el 49´5% de lo recaudado y el 66% de lo destinado a la deuda. Esta clase de personas no vacilaron en exigir en 1715 el pago de sus pensiones tras la abolición del municipio foral. Aún en 1813 nuestros grandes comerciantes consiguieron del gobernador militar, ante la guerra contra Napoleón, la reintegración de sus préstamos con los fondos de la aduana.
El crédito pendía del florecimiento mercantil, algo que por fortuna nos enriqueció. El 20 de octubre de 1556 los comerciantes de lana en Alicante llegaron con la Generalitat a un acuerdo de pago de impuestos o composición por sacas valoradas en 425 libras. Los convenios de concordia entre Valencia y Castilla permitían a la Generalitat arrendar los derechos de exportación lanera al estilo castellano, como se seguían en Cartagena y Málaga. En vivo contraste con el provecho de los censales, los forasteros gozaron de las mieles de nuestro comercio exterior. De las 425 libras apuntadas, 229 correspondieron a los genoveses. A veces era el primer paso para establecerse en la Terreta, caso de Sebastián Bonarí, en tratos con López de Ayala.
Las riendas municipales.
La lucha contra la corrupción tropezaba con el dominio oligárquico de la vida local. Sobre el papel las ordenanzas alicantinas regularon con detalle escrupuloso el cobro de los impuestos municipales o del común y de propios, la consignación de deudas, el control de los gastos y la revisión de cuentas, consagrando una larga evolución los estatutos del 18 de diciembre de 1669.
El municipio no recaudaba directamente sus tributos, sino que (siguiendo una costumbre muy extendida en la época) los arrendaba a particulares para evitarse los problemas de gestión. El 6 de febrero de 1545 el duque don Fernando de Aragón, virrey de Valencia, estableció unos capítulos para su correcto arrendamiento. Cuando la oligarquía alicantina no los arrendaba directamente, empleaba testaferros de condición más humilde. Cada trienio, por norma general, el trompeta y corredor pregonaba la oferta de arrendamiento a fines de enero. Todos los años se elegía el 4 de febrero al clavario, del que hablaremos después. El día 6 acudían a la Lonja los interesados, haciendo sus ofertas en secretos “villets closos” por tres años de recaudación. Se elegía la oferta más ventajosa, y los adjudicatarios presentaban fiadores por la cantidad estipulada y se responsabilizaban del pago de los gastos consignados a sus impuestos. Al terminar cada anualidad el arrendador rendía cuentas ante las autoridades, finalmente el Mestre Racional. Todo parecía bien sujeto. En cambio los problemas menudearon.
Algunos de los escollos más habituales (y superficiales).
La gestión diaria zozobraba por la incompetencia y las malas intenciones. Se validaba el pago de albaranes falsos de administradores, arrendadores y deudores. Los documentos no siempre se llevaban con el debido rigor. A veces desaparecían libros de contabilidad. Los crecidos salarios de los responsables contrastaban con su escaso servicio. Hubo equipos municipales, como el de la Orihuela de 1688, que concedían el arrendamiento de los impuestos a sus amigos, sin importar el daño. El resultado de tanta incuria se traducía en el adeudamiento de fuertes sumas a la monarquía. Los descubiertos se saldaban con nuevos préstamos y consignaciones sobre una fiscalidad indirecta muy perjudicial para los grupos más modestos. La corrupción que enriquecía a los poderosos, empobrecía a los alicantinos menos favorecidos.
Conscientes de la gravedad del problema, las autoridades reales intentaron ponerle remedio para asegurarse, insistimos, la provisión de dinero. Al menos desde el siglo XIV el baile defendía el patrimonio del rey en Alicante, ocasionando a veces molestias a los poderosos aunque fuera por razones particulares. Sin embargo, su efectividad decaía en la primera mitad del XVI, y en 1547 se creó la junta patrimonial del tribunal de la bailía de la gobernación de Orihuela. Llegó a disponer de abogado, asesor, receptor, procurador, comisionados y subdelegados. Inspeccionaba las causas patrimoniales de protección de bienes del rey, arrendamiento de impuestos, toma de prendas, secuestro de bienes, circulación monetaria y defraudación municipal. En 1669 su asesor, el doctor Alejandro Pascual de Ibarra (de familia con intereses censalistas), visitó Alicante y revisó sus ordenanzas. La actuación de la Junta impuso mayor rigor en el arrendamiento tributario y en la consignación de pensiones y salarios, pero no acabó con el despilfarro municipal, al que también contribuyeron las exigencias militares de la monarquía.
Un rey que también pidió bastante, Fernando el Católico, creyó encontrar la solución en 1502: la revalorización del clavario (figura ligeramente esbozada en las ordenanzas de 1459). Elegido entre los candidatos más exclusivos del Saco Mayor, juraba su responsabilidad y daba fianzas suficientes a los jurados para gestionar con honradez la contabilidad local. Don Fernando lo liberó de la intromisión de aquéllos y le marcó un programa de redención de la acrecida deuda y de limitación de gastos, que por desgracia pecaría de poco realista. Tanta esperanza blanca se encontraba completamente desvanecida un siglo después. En las ordenanzas de 1600 le llovieron enormes reproches. Tenía sólo tres días para dar fianzas, era el responsable económico de sus actos, no podía nombrar sustitutos excepto en casos de fuerza mayor, se le exigía rigor documental (las ápocas o cartas de pago que firmaba llegaron a tener escaso valor oficial), se le fijaba su salario en 75 libras, se recortaban sus gastos (más propios de Orihuela, la entonces capital de la gobernación), y tenía treinta días tras finalizar su función para rendir cuentas al Mestre Racional de la ciudad, el encargado de embridarle.
Entre 1600 y 1625 el descrédito oficial del clavario fue proporcional a la cándida confianza en el Racional. Dotado del módico salario de cien libras, era el juez delegado del rey por tres años para supervisar las espinosas cuentas. Tantos ditirambos no le ahorraron la misma clase de miserias en las que se había engolfado el clavario.
El más profundo escollo o la fuente de toda corruptela.
Que duda cabe que el fraude no dejó de hacer carrera por falta de cautela y de normas. En todo caso una gran parte de la responsabilidad recayó en los titulares de los cargos locales, miembros de las familias más ricas alicantinas que a veces se los transmitían por herencia con el beneplácito del rey. En las Cortes valencianas de 1604 las escribanías de la gobernación, bailía y justiciazgo se incorporaron al mayorazgo del valido de Felipe III, el duque de Lerma y marqués de Denia. En 1490 el baile de Alicante fue Alfons Martínez de Vera (del influyente linaje de los señores de Busot, Aguas y Barañes), y en 1544 Pere Joan Martínez de Vera. No resulta extraña la creación de la junta patrimonial en 1547, mas en 1562 Pere Joan continuaba al frente de la bailía. Su subrogado era Nicolau Pascual, su asesor y abogado fiscal (por privilegio real del 14 de mayo de 1546) Tomás Pascual, y el señor de la escribanía de la bailía don Guillem Joan Pascual (también por privilegio de 15 de mayo de 1528). Los poderosos Pascual tuvieron un relevante protagonismo en el consell municipal. Por si fuera poco disponían de los recursos armados de sus comitivas, cuya relevancia se legitimaba como parte de la hueste municipal. En 1557 Francisco Pascual, hijo del citado don Guillem (y en su ausencia sus hermanos Bernat o Guillem) estaba al frente veinte hombres del rebato de guardia del monasterio de la Verónica, o de la Santa Faz, y de sus zonas aledañas.
En conclusión, el combate contra la corrupción partía derrotado de antemano. Se requería una reforma social que no estaba en el horizonte de aquel tiempo, y la moral (defendida sin gran éxito por el conde-duque de Olivares) no abogaba por un auténtico cambio dado su apego a los usos aristocráticos de la milicia y el patronazgo. Las corruptelas forman parte, como en muchos lugares, de nuestra herencia histórica
Fuentes y bibliografía.
ARCHIVO MUNICIPAL DE ALICANTE
-Libro de arrendamientos y consignaciones de 1688, Armario 8, Libro 4.
-Privilegios reales de 1508 a 1579, Armario 1, Libro 9.
-Visita de Jerónimo Arrufat, Armario 5, Libro 53.
ARCHIVO DEL REINO DE VALENCIA
-Libro de la bailía de Orihuela (1684-97), núm. 1335.
Martí Ferrando, Josep, El poder sobre el territorio (Valencia, 1536-1550), Generalitat valenciana, 2000.
Mira, Antonio José, Entre la renta y el impuesto. Fiscalidad, finanzas y crecimiento económico en las villas reales del sur valenciano (siglos XIV-XVI), Universidad de Valencia, 2005.
Ordenanzas municipales de Alicante, 1459-1669 (edición de Armando Alberola y Mª. Jesús Paternina), Ayuntamiento de Alicante, 1989.
Viciana, Martí de, Libro tercero de la Crónica de la ínclita y coronada ciudad de Valencia y de su reino (edición de Joan Iborra), Universidad de Valencia, 2002.