27 octubre 2011

CUANDO ALICANTE JURÓ LA CONSTITUCIÓN DE 1812 (PARTE 1)

El juramento.

¿Juráis por Dios y por los Santos Evangelios guardar y hacer guardar la Constitución política de la Monarquía española sancionada por las Cortes Generales y Extraordinarias de la Nación, y ser fieles al Rey?

Bajo esta fórmula legal, decretada el 18 de marzo de 1812, el gobernador de Alicante el mariscal de campo José San Juan tomó juramento a su ayuntamiento el día 18 de julio de aquel año en pública sesión. Los munícipes que poniendo sus manos sobre los Evangelios contestaron afirmativamente fueron el alcalde mayor Francisco de Paula Soler, el teniente de corregidor José Olivas y Denia, los regidores Antonio Gosálbez y Riera, Manuel Soler de Vargas, Juan San Martín, José Bernabeu y José Joaquín Caturla, los diputados del común Antonio Hernández y Mariano Piqueres, y el síndico personero Ignacio Almiñana. Previamente asistieron en pie a la lectura por el secretario mayor del cabildo de la Constitución, que se publicó según acuerdo municipal del trece de julio la jornada del dieciseis. Para alguno de aquellos hombres fue el acto inagural de un firme compromiso político con la causa del liberalismo. El diputado del común Mariano Piqueres, descendiente del palero y comisario por la parroquia de San Nicolás para la elección en 1769 de diputados del común y síndicos personeros Francisco Piqueres, presidió en 1820 el ayuntamiento constitucional y promovió la Sociedad Patriótica de Amigos de la Constitución. Sus predilecciones populares se reflejaron en su matrimonio con su criada Josefa Fuentes, que en su testamento del 29 de diciembre de 1855 evocaría su figura.


Constitución de 1812. "La Pepa"

Así se juró en Alicante la Pepa, la Constitución promulgada en el asediado Cádiz un 19 de marzo de 1812, nacida entre los desastres de la Guerra de la Independencia, llamada a arrostrar una existencia atribulada, capaz de ejercer una honda influencia entre los liberales del mundo occidental postnapoleónico, deseosa de manifestar con detallada elegancia literaria los sueños de los ilustrados hispánicos encarnados en Ley Fundamental, y ascendida a la categoría de mito fundacional de una nación política contemporánea. Alicante, libre de la dominación bonapartista, tuvo el honor histórico de publicarla y jurarla en el incierto 1812. Las raíces de nuestra identidad liberal son profundas: bueno es recordarlo en vísperas del bicentenario, cuando no pocos ciudadanos se lanzan a las calles y plazas de España por motivos diversos bajo la creencia de la validez de los derechos ciudadanos y de la soberanía popular.

El primer ayuntamiento constitucional.

Entre los actos de juramento del 18 de julio y los de nombramiento oficial del primer ayuntamiento constitucional del 16 de agosto transcurrieron jornadas de gestiones que convendría aclarar con mayor detenimiento. El 23 de mayo la autoridad patriótica en Cádiz ordenó la formación de ayuntamientos constitucionales según lo dispuesto en la Carta Magna. El criterio del gobernador San Juan y la conveniencia de ganar la colaboración de los principales vecinos de Alicante se aunaron para designar a los munícipes, a la espera de los primeros escogidos por sufragio. En el conde de Soto-Ameno recayó la primera alcaldía, en Jaime Andrés Marco la segunda, en el caballero maestrante de la Real de Valencia Miguel Pasqual de Bonanza y Vergara la primera regiduría, en el abogado José Alcaraz y Merita la segunda, en el abogado Leonardo Alberola la tercera, en el comerciante al por mayor Sebastián Morales la cuarta, en el noble Pedro Bonet la quinta, en Francisco de Paula Pérez la sexta, en el comerciante Pascual Salazar la séptima, en Francisco Riera y Riera la octava, en Guillermo Orriachena la primera procuración y sindicatura, y en José Badino la segunda.

El flamante consistorio parecía conciliar la representación y los intereses de los principales grupos rectores de Alicante: nobles locales, grandes comerciantes y profesionales encumbrados. Quizá se tuviera puesta la vista en la transición sosegada entre el municipio absolutista de regidores perpétuos y el constitucional de electos, permitiéndolo en los difíciles días de la Guerra de la Independencia la configuración familiar y orientación económica de la elite alicantina, en la que la nobleza y el comercio se dieron la mano.

El día anterior a la designación el portero municipal Francisco Garrigós había distribuido entre los electos esquelas de convocatoria para los actos de la entrega de posesión y recepción de juramento, que se iniciaron a las ocho de la mañana en la Sala Capitular bajo la autoridad del gobernador San Juan y la asistencia del segundo escribano municipal. Ni el octavo regidor Francisco Riera ni el primer procurador síndico Guillermo de Orriachena asistieron, desconociéndose los motivos.

La ceremonia tuvo una gran importancia simbólica, resaltando el sagrado compromiso de los nuevos servidores de la nación en nuestra localidad. El gobernador tomó juramento con la cruz primero a los alcaldes y después a los regidores y procuradores invocando el deber de guardar la Constitución, obedecer las leyes, acatar la fidelidad al rey y cumplir religiosamente sus obligaciones. A continuación el gobernador entregó a los alcaldes su correspondiente vara alta, y a los demás sus encargos. Tras ocupar los munícipes entrantes sus asientos y felicitarse mutuamente, se leyó el primer capítulo del Título VI de la Constitución, el referido a los ayuntamientos, y la Real Declaración del 10 de julio de 1812 acerca de las dudas suscitadas por el gobernador de la Isla del León sobre la formación de juntas municipales de sanidad. Aprobado el nombramiento de nuevo secretario, se acudió a las funciones religiosas en la Colegial de San Nicolás, a costa del fondo de propios de la ciudad, al coincidir la toma de posesión con la festividad de San Roque.

El artículo 321 de la Constitución otorgó a los ayuntamientos las competencias de policía de salubridad y comodidad, auxilio al alcalde en la seguridad de las personas y bienes de los vecinos y en la conservación del orden público, administración e inversión de los fondos de propios y arbitrios, repartimiento y recaudación de las contribuciones, cuidado de las escuelas de primeras letras, hospitales, hospicios, casas de expósitos y demás establecimientos benéficos, construcción y reparación de la red viaria, mantenimiento de las cárceles, gestión de los montes y plantíos del común, formación de ordenanzas municipales, y promoción de la agricultura, industria y comercio. Tales atribuciones entroncaron con los amplios poderes detentados por los municipios hispánicos desde la Edad Media, y prefiguraron un primer ensayo de Estado del Bienestar en España por rudimentario y localista que nos parezca ahora. En consonancia con lo dispuesto el nuevo consistorio constitucional distribuyó el 17 de agosto las diecisiete comisiones para el servicio público de los fieles ejecutores de la licitud del comercio, del tribunal del repeso, de la cárcel, fábricas y alamedas, de propios, del matadero y del pósito del grano, del alumbrado público y de fiestas, de la Real Contribución, impuesto del equivalente, escuelas y hospital, de repartidores del equivalente, de la distribución de alojamientos, de las obras y fuentes públicas, de expósitos, de los veedores o inspectores de las carnes, de los pescados frescos y salados, de los trigos, de los vinos, del papel sellado, y de la Junta de Sanidad. Nos resultan sintomáticas de la mentalidad de comienzos del XIX la incorporación de los establecimientos penitenciarios a la comisión de fábricas y alamedas dado el trabajo forzado de los presos en ocasiones, y la de las escuelas y hospital a la tributaria, explicándose mejor cómo las penurias de la hacienda pública y los malos usos de ciertos responsables forjaron el triste dicho de “Pasas más hambre que un maestro de escuela”.

No hemos de interpretar estas comisiones al estilo de las concejalías actuales, sino como obligaciones adscritas al consistorio que podían ser confiadas a un regidor o a una persona habilitada según las circunstancias. En este aspecto la Constitución de Cádiz supuso la transición entre los municipios del Antiguo Régimen de matriz castellana de regidores perpétuos y elección anual de oficios o comisiones de servicio (implantados con importantes matices en el Reino de Valencia a raíz de la Guerra de Sucesión) y los más estrictamente departamentales de nuestros días bajo la supervisión del pleno municipal pluripartidista. Así pues, mientras la comisión de la Real Contribución, equivalente, escuelas y hospital recayó en los regidores Pasqual de Bonanza y Morales, las de las veedurías de alimentos lo hicieron en grupos de dos individuos familiarizados con la materia (ejemplo de Francisco Morelló y José Tonda en la del pescado). En todo caso se comisionó a los regidores para el ejercicio de las más importantes para la autoridad y la hacienda municipal, sirviéndose en algunas de verdaderos especialistas bajo su autoridad. La de distribución de alojamientos contó con el asesoramiento del sargento mayor de las milicias de la ciudad Juan Aguilar, y la de expósitos, en sustitución de la anterior Junta de Caridad, con los trabajos del sacerdote más antiguo de Santa María don Tomás Pagès, miembro de la Junta de Gobierno de Alicante en 1808. Las novedades no impidieron que hombres como Pedro Vigñán prosiguieran al frente del ciudado del papel sellado, valiosa fuente de beneficios.

Las ideas puestas en circulación.

El ideario liberal dispensó sus favores a la autonomía municipal por razones teóricas y de administración práctica. Ilustrados de la relevancia de Jovellanos resaltaron el protagonismo de los concejos en la Historia española en el transcurso de los debates políticos de la Guerra de la Independencia, y el Discurso preliminar a la Constitución así lo reconoció. Sus representantes aconsejaron a los reyes desde la Edad Media, equilibraron la fuerza de la nobleza y la clerecía, y fortalecieron el sistema de control parlamentario, que menoscabó el absolutismo. Depositarios de las franquicias medievales, en lugar de los antiguos reinos ibéricos, los municipios recuperarían las libertades y gestionarían con mayor eficacia los problemas locales, acercando la administración al ciudadano. Los buenos propósitos no siempre se cumplieron en los siglos XIX y XX, pero su espíritu tuvo una magnífica acogida en tierras como la nuestra de orgullo local arraigado, hijo de la república foral, bien remozado por el establecimiento desde fines de mayo de 1808 de la Junta de Gobierno antinapoleónica. La insurrección de Pantaleón Boné de 1844 puso en tela de juicio la condición de mero peón del centralismo del municipalismo liberal español.

Gaspar Melchor de Jovellanos

La insurrección contra la desposesión bonapartista surgió bajo el signo del legitimismo dinástico, al igual que en los otros puntos de las Españas. El 20 de abril de 1809 este sentir se solemnizó al colocar en la Sala Capitular un retrato de Fernando VII. Sin embargo, el compromiso del patriotismo convirtió a los vecinos en ciudadanos, ya que sólo merecía el título de Patria la tierra donde el despotismo no había conculcado las Leyes. Bajo estas palabras reinterpretadas por el liberalismo latían de forma más o menos difusa las ideas del contrato social, en el que las personas se debían mutuo auxilio sin abdicar de sus derechos. Nacidos de las reformas de Carlos III, los diputados del común y los síndicos personeros de los últimos ayuntamientos preconstitucionales se expresaron en tales términos durante la Guerra, comprometiéndose “con celo patriótico del bien común y sin excepción de personas” al cumplimiento de sus funciones a comienzos de 1812. La consecución del filantrópico bien común era una preciada prenda de la Ilustración. La guerra lo aquilató a su manera, y la formación el 17 de junio en nuestra plaza del Batallón de Milicias Honradas por el Comandante General del Reino Francisco de Copons y Navia certificó el compromiso alicantino con la idea de la Nación en armas nacida al calor de la Revolución Francesa, si bien atemperada por el temor a los excesos populares.

La adopción de palabras y símbolos historicistas y religiosos por los liberales, bien presentes en las ceremonias comentadas y en los sermones de sacerdotes de tal orientación política durante el Trienio de 1820-23, no impugna en modo alguno su carácter novedoso e innovador al poner el acento en la autoridad ciudadana y el respeto a los gobernados. Figuras de la talla de José Canga Argüelles, que padeció persecución por su radicalismo en la Junta de Valencia, contribuyeron al debate de ideas en Alicante. El 28 de mayo de 1812 se le nombró intendente en comisión del Reino de Valencia, sojuzgado en muchas zonas por los franceses, con las subdelegaciones de Alicante, Orihuela y Jijona, y el 30 del mismo mes dirigió a los ayuntamientos bajo su supervisión una carta circular, recibida por el alicantino el primero de junio, donde se expuso con delicadeza el vidrioso problema del mantenimiento material de la guerra patriótica. Los métodos de exacción para acopiar víveres y pertrechos para el ejército se realizaron en una situación de extrema violencia, y las reclamaciones de los pueblos afectados parecían no tener remedio excepto que se siguiera la senda liberal, capaz de conciliar los intereses contrapuestos gracias al reparto fiscal en proporción a la riqueza individual. Se preservaban los derechos del ciudadano, el respeto a la propiedad y la salvaguarda de la patria. En el convencimiento que el “sacrificio contra el tirano salva nuestros cuellos hidalgos de la cadena del oprobio”, Canga Argüelles creyó que se conseguiría mejor este compromiso con la defensa nacional tras la emancipación del dominio feudal, en línea con la abolición de los señoríos jurisdiccionales decretada por las Cortes gaditanas el 6 de agosto de 1811.

No toda la sociedad resistente al invasor compartió ni de lejos aquellos ímpetus liberales. En tierras valencianas la envenenada controversia feudal granjeó aristocráticos partidarios al mariscal Suchet. A ello se sumó que la argumentación empleada para ganar el corazón de los pueblos en la contribución patriótica se tergiversó con malicia por ciertas autoridades. El 18 de enero de 1814 el ayuntamiento de Alicante encajó una severa reprimenda de la intendencia por la contribución del equivalente, acusándosele de carencia de respeto por los representantes de un pueblo amante de la independencia y la libertad, y de falta de decoro hacia las autoridades. Esta clase de proceder alentó la desilusión ante el liberalismo y preparó el camino del golpe absolutista del 4 de mayo de 1814 de Fernando VII.

Entre el miedo a la ocupación y la esperanza de la liberación.

La victoria final contra Napoleón ni fue sencilla ni esperada, y en no escasos momentos el triunfo estuvo al alcance de los invasores. Ya en abril de 1810 los ejércitos españoles de Andalucía se retiraron de Lorca hacia tierras alicantinas, y la Junta Superior del Reino de Murcia se refugió en Alicante con la intención de marchar a Almansa ante el peligro. Los peores augurios no se cumplieron finalmente. De todos modos el 8 de enero de 1812 se rindió la ciudad de Valencia a Suchet tras una serie de resonantes victorias francesas en tierras catalanas y valencianas. El 16 del mismo mes el general francés Montbrun atacó Alicante. La amenaza de ocupación se cernía sobre nuestra ciudad.

Mariscal Suchet

Montbrun había reunido 10.000 soldados al Norte de La Mancha para dirigirse a Albacete con el fin de cortar la posible retirada del general Blake de Valencia a Alicante. En Almansa se le comunicó que Suchet ya no consideraba su intervención necesaria, pero con una parte de sus fuerzas se atrevió a atacar Alicante, creyendo que no aguantaría su embestida. El general Freire, situado en Elche con parte del ejército de Murcia, se apartó de su paso.

El general británico Mahy se encontraba en nuestra plaza al frente de 6.000 regulares. Los franceses dispusieron sus baterías en el área de Altozano, y tras conminar a la rendición infructuosamente abrieron fuego, que fue contestado desde el castillo de Santa Bárbara. El intercambio artillero resultó adverso para el invasor, que se retiró. Diferentes autores han aducido para explicarlo la resistencia alicantina, el carácter apresurado de la campaña y las necesidades militares de Napoleón a punto de emprender su gran campaña contra Rusia. Lo cierto es que se vivieron momentos de gran angustia en Alicante, pensándose que las huestes francesas volverían a la carga. El 20 de enero todos los vecinos sin excepciones fueron obligados a concurrir a las tareas de fortificación de la plaza, y en Muchamiel hubo un combate en El Calvario en abril, mes en el que los napoleónicos amenazaron las comunicaciones entre Alicante y Orihuela a través del Vinalopó hasta tal extremo que el regimiento de Guadalajara tuvo que ser protegido en su marcha hacia nuestra plaza de la concentración enemiga en Sax.

De lo que sucedió aquel 16 de enero no nos informa la documentación municipal, pues las páginas correspondientes a la jornada en el Libro de Cabildos de 1812 parecen haber sido arrancadas intencionadamente. De hecho, el regidor Manuel Soler expuso el 13 de febrero que entre el pueblo se había difundido la voz a mediados de enero, cuando se presentó la División enemiga, que el gobernador, el general don Antonio de la Cruz, quiso capitular. Todo lo atribuyó a “malévolos conspiradores que infunden la desconfianza del Pueblo hacia las autoridades, fomentando el desorden, debilitando el espíritu público, haciendo tal vez de agentes encubiertos”, y postuló en consecuencia averiguarlo judicialmente para castigarlo. El 23 de febrero el gobernador creó contra la infidencia una Comisión Militar, que carecía de reglamento. Sin embargo, don Antonio fue destituido el 3 de marzo de la gobernación por el mariscal de campo don José O´Donnell, el general en jefe del Segundo y del Tercer Ejército, instándole a emplearse en otro servicio de su arma, ya fuera porque su actuación no hubiera estado a la altura de la ocasión o para evitar peligrosas disensiones internas. Entre los españoles opuestos a Napoleón de todos los puntos se produjeron disensiones alarmantes.

Duque de Wellington

El duque de Wellington, que venía presionando a los franceses desde sus posiciones de Portugal, planeó abrir un segundo frente de guerra en el Este de la Península recurriendo a las fuerzas sicilianas dirigidas por Bentinck, que prefería emplearlas contra otro objetivo enemigo de la Península Itálica e islas aledañas. Aunque se impuso el criterio de Wellington, no se tuvo claro al comienzo el lugar exacto de su desembarco. Suchet, el enérgico conquistador de Tarragona, creyó que sería en el litoral catalán, y marchó de Valencia para conferenciar sobre tal eventualidad con el mando francés en el Principado. El mariscal O´Donnell deseó sacar partido de su ausencia en el Reino, y el 20 de julio salió de Alicante al frente de 11.000 hombres hacia Castalla, donde Harispe lo derrotó al día siguiente con fuerzas inferiores en número pero no en calidad. Frente a 200 soldados napoleónicos cayeron 3.000 de los nuestros. Los franceses no pudieron explotar a fondo esta victoria, y los españoles regresaron desordenadamente a Alicante.
La carencia de víveres y pertrechos en la Cataluña resistente determinó al general Maitland a desembarcar en nuestra ciudad el 7 de agosto su División de 3.000 británicos y 4.000 sicilianos y calabreses. Reunió bajo su mando a las unidades españolas, alcanzando sus fuerzas los 14.000 hombres. Tras el fracaso en la llamada primera batalla de Castalla, optó por la espera.

Continuará...

VÍCTOR MANUEL GALÁN TENDERO
(Fotos: Alicante Vivo)

 
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