Fue D. Juan Mateo Box quien dijo que “las leyendas alicantinas son narraciones tejidas con algo de realidad y un mucho de poesía, trozos de una Historia que puede estar más o menos idealizada por la imaginación popular pero que, indudablemente, tiene en su origen una huella viva y real”. Amar las leyendas es amar también esas pequeñas narraciones populares nacidas en el corazón de la gente que tanto nos gustan en “Historias de la terreta”, y que se enquistan en el alma de la ciudad hasta el extremo de sobrevivir al rudo paso del tiempo… que ya es harto complicado en esta ingrata tierra.
La cuestión es que, dícese que se era, el Senado cartaginés mandó, siglos ha, al bravo –y sanguinario- General, Amílcar Barca, a la conquista de la Península Ibérica, “propiedad” entonces del imperio helénico e íbero. Esto ocurrió allá por el año 237 antes de Cristo, y la leyenda asegura que “Amílcar y sus dos hijos –Aníbal, de solo nueve años, y Asdrúbal- desembarcaron en la ciudad de Cádiz, exterminando de forma cruenta cuanto se le oponía al paso de sus legiones”. Todo sucumbió ante él y nada con vida quedó, excepto los despojos de sus enemigos, que incorporó como propios a su ejército en forma de esclavos mercenarios. “Primero se arrodilló Andalucía, después la región próxima a Mastiena –Murcia-, y por último pasó a cuchillo a la región de Gimneta –Alicante-, en donde borró del Mapa todo ese vestigio de cultura y comercio griego del que eran ricas nuestras costas”.
Esta hermosa -a la par que triste- leyenda convertida en Historia, o esta historia convertida en hermosa –a la par que triste- Leyenda, fue poéticamente escrita por D. Domingo Tafalla en su libro “El Lucentum Hispano Romano de Benalúa-Antigons”, y aún nos despierta en el rostro una curiosa mueca de sorpresa cuando imaginamos un Alicante helénico con dos únicas calles principales y una amplia carretera que, bordeando el promontorio –Tossal de Manises-, unía el puerto comercial con la Acrópolis erigida bajo la protección de la diosa Artemis. “En esta dulce nirvana, medida tan sólo por el metrónomo de las estaciones del año y el fino acompasar del reloj de arena, fueron pasando suaves las eras, como el manto airoso de lino que cubrían los cuerpos de aquellos hombres y mujeres. Pero un nefasto día, el viento trajo el rumor de los gritos, tambores y clarines de Amílcar Barca”.
Con él llegaron los malos presagios… y las huestes cartaginesas entraron a sangre y fuego por nuestras playas. Nuestra “Leukon-Teijos” se defendió con valentía, pero las fuerzas militares apenas estaban preparadas para hacer frente a algún pequeño ataque íbero, en ningún caso para afrontar la embestida de miles de aguerridos soldados y centenares de bestias. “Las tropas atacaron el recinto amurallado con catapultas. Talaron los campos, incendiaron las viviendas y aniquilaron obstáculos”. Los elefantes embistieron sobre la masa humana, que pereció aplastada, degollada o violada. Aquella gloriosa ciudad, cuyos restos ensangrentados prendió fuego Amílcar Barca, solo había vivido en paz noventa y cinco años.
La leyenda asegura que el clima de esta tierra y su privilegiada situación topográfica, fueron clave para sus fines militares y sus ulteriores conquistas. “Akra Leuka”, la denominó Amílcar desde entonces. “Altura Luminosa” o “Promontorio Blanco”, en nuestra lengua. Él fue el primero, según cuentan los más ancianos, en fijarse en el Monte Benacantil en detrimento del Tossal de Manises. Y como antecesor del Castillo de Santa Bárbara, “situó en su cumbre, un yermo penacho enhiesto, un Cuartel General cual gigantesco nido de águilas, desde el que ver, primero, a sus muchos enemigos”.
“¿Cómo acabó todo?”, se preguntarán ustedes. Cuentan que Amílcar, en su afán conquistador, se dirigió a la ciudad de “Helike” –Elche- a ponerle sitio. “Ordenó que la mayor parte de su ejército invernara en “Akra Leuka” con los elefantes”, y sólo se llevó a unos pocos hombres, entre ellos, sus hijos. Su confianza le costó la vida. El Caudillo Orisón no fue un rival fácil para él; Amílcar, en su huida a caballo, “se metió en un gran torrente de agua y sucumbió en la corriente”. La leyenda tuvo como epitafio su propia alabanza.
Pero… ¿que hay de veracidad en toda esta historia? Poco o nada, para ser sinceros, tal y como demostró el afamado arqueólogo D. Lorenzo Abad Casal. La hipótesis de que Alicante fuera “Akra Leuka”, a pesar de las siglas en su escudo, no tiene base argumental firme. Los yacimientos ibéricos de los que tenemos noticias en el término de Alicante son sólo eso: yacimientos ibéricos, y no necesitan adornarse con ropajes griegos o cartagineses. “Lo único que probaría una conquista púnica es en el aspecto blanquecino de la línea de costa original” –lo poco que queda de ella- , pero ni de eso se han localizado hallazgos arqueológicos contundentes. Tampoco está probado que “Helike” sea Elche; los datos son escasos y apoyar la aseveración en simples acercamientos fonéticos resulta poco serio. Por último, el indígena que lucha contra Amílcar “es el rey de los oretanos y no el rey Orisón, y el río en que muere el general cartaginés es identificado como el Ebro. Pero sea el propio Ebro, el Tader –Segura- o el Vinalopó, siempre se encontrarán argumentos a favor y en contra.”
Verdad o ficción –más lo segundo que lo primero-, si “Akra Leuka” se escapa de Alicante, también lo hace “Leukon Teijos” y Amílcar Barca con sus elefantes y sus bestias. Quedamos huérfanos de antepasados milenarios con nombres ilustres “y nos vemos reducidos a contar como tales a unos humildes iberos que, desde su pequeño promontorio en el Tossal de Manises, vieron pasar de lejos los ejércitos cartagineses. Y que, como mucho, asistieron a la llegada por mar de comerciantes griegos con los que, eso sí, comerciarían en ocasiones y mantendrían sus disputas y rencillas internas en otras, llegando en no pocas ocasiones a las armas”. Y eso es un poco triste…¿no creen?
No somos nadie.
JUAN JOSÉ AMORES