16 agosto 2013

ENTREVISTA A UNA TABARQUINA CENTENARIA


En la página 1 del Diario de Alicante del día 26 de septiembre de 1927, se recoge, a cuatro columnas, la entrevista que Emilio Costa Tomás, director de dicho periódico, le realizara a la centenaria tabarquina Josefa Chacopino Ruso para el Diario La Voz de Madrid, en el que aparecería publicado tres días antes, en su página 3, incluyendo una fotografía que el medio alicantino no reprodujo. La entrevista no puede ser más reveladora de lo que significaba un siglo de existencia en Nueva Tabarca, siendo llevada magistralmente por Emilio Costa que, desde el principio, supo implicar a la anciana tabarquina que, por otra parte, siempre se mostró muy locuaz.

Diario de Alicante, 26 de septiembre de 1927,
entrevista en página 1
(Archivo Municipal de Alicante)
Emilio Costa Tomás fue un periodista y político alicantino, que dirigió sucesivamente el Diario de Alicante, el Diario de Levante y El Día, aunque colaboraría en bastantes más medios, tanto alicantinos como nacionales.

Licenciado en Derecho y de ideas liberales, se encontró con que su ideología, con cierta implantación histórica en el mundo intelectual alicantino, si bien en esos momentos no existía un partido republicano que aglutinase a todas las tendencias de este signo, contó con el apoyo de una prensa pagada y mantenida por pequeños comerciantes y profesionales. En esta coyuntura, llegó a la dirección del Diario de Alicante, fundado en 1907. Expulsado de éste, antes de que en 1934 lo comprara el torrevejense Joaquín Chapaprieta, antiguo Ministro de Trabajo de la monarquía y Ministro de Hacienda y Jefe de Gobierno en 1935, Emilio Costa pasó a ser director de Diario de Levante. Pero, al estallar la Guerra Civil, la prensa conservadora desapareció rápidamente, como consecuencia del proceso revolucionario iniciado por los políticos y los sindicatos obreros más extremistas. Sólo El Día y Diario de Alicante consiguieron publicar algunos números después de julio de 1936, pero con importantes modificaciones. Fue entonces cuando El Día pasó a ser dirigido por Emilio Costa, que mantuvo el diario con grandes dificultades, hasta que en enero de 1937 su imprenta fue incautada por el Sindicato de Artes Gráficas de la UGT de Alicante.

Asiduo visitante de la isla de Tabarca, no en vano fue, junto a Antonio Sanchís y Gabriel Miró, uno de los responsables de que el poeta Salvador Rueda la pisara por primera vez. Los propios colegas de Emilio Costa le definían como «un periodista a la moderna, de alto empaque y aptitudes felicísimas». Llegaría a ser vicepresidente de la Asociación de la Prensa de Alicante. También pertenecía a la Logia Numancia de la masonería alicantina, con el nombre simbólico de «Tolstoi».

Emilio Costa Tomás, director del Diario de Alicante

La noticia del fallecimiento de Emilio Costa la encontramos en el número 417 de Avance, órgano oficial de la Federación Provincial Socialista, correspondiente al 29 de marzo de 1939, es decir, curiosamente horas antes de que las tropas italianas del general Gambara ocuparan nuestra ciudad. La reseña, procedente de Orán, daba cuenta de la muerte, en el campo de concentración de Tenes, del «decano de los periodistas de Alicante, hombre liberal que reaccionó siempre contra el oscurantismo y la intransigencia de las derechas españolas. Desde cuantos periódicos fundó y dirigió, siempre combatió por la libertad y la democracia. Amaba a España con el alma encendida de anhelo y se agrupó al lado de las tendencias más suaves del republicanismo. Últimamente su actividad periodística era nula o casi nula. Su trabajo en el comité provincial de Unión Republicana, en el que era secretario de propaganda, absorbía sus esfuerzos y atenciones. Cuando un hombre como Emilio Costa se ve precisado a la aventura de la emigración más cruel que vieron y conocieron los tiempos, cuando un hombre en las puertas de la ancianidad se ve obligado a ponerse a salvo, cuando un hombre honrado que ni mata ni manda matar, que ni roba ni manda robar y que hace todo el bien posible, es que las cosas no andan por lo derecho».

* * *

Veamos cómo se desarrolló la entrevista a la matriarca tabarquina, con alguna que otra corrección de mi cosecha, y probemos los sabores y los sinsabores de tan singular y ardua existencia que, paradójicamente, no era infrecuente que conllevara longevidad:


Los cristianos genoveses de una minúscula isla cercana a la costa argelina, sufrieron cautiverio bajo el Rey de Túnez. Nuestro señor Rey Carlos III los rescató, y el día 8 de diciembre de 1768, unos, y el día 19 de marzo del año siguiente, otros, vinieron a Alicante.

Frente a esta capital, a unas diez millas, sirviendo de refugio a piratas y contrabandistas, existía la isla de San Pablo, roquedal abandonado, y a colonizarla fueron destinados estos cautivos, que injertaron en la genealogía alicantina los exóticos apellidos italianos, hoy tan vulgares aquí, de los Parodi, Leonís, Perfumo, Carrosino, Burguero, Capriata, Ruso, Luchoro, Pitaluga, Chacopino...

Una Chacopino es la ancianita que visitamos hoy, para llevar a las páginas de La Voz la historia de sus cien años vividos... sobre el nivel del mar, en esta isleta mediterránea abierta a todos los vientos, borracha de sol.

No está muy cierta de su edad.
—En llegar el 16 de noviembre —dice—, cumpliré cien años... o ciento dos. Pero es igual: quien cumple ciento bien puede cumplir ciento dos o más, ¿no?

Viéndola, no se puede dudar. Puede cumplir ciento dos y ciento veinte.

Josefa Chacopino Ruso (Archivo Pascual Orts)

Los años taracearon su rostro, cubriéndolo de una una finísima blonda de arruguitas imperceptibles. Viste de negro limpiamente, y lleva su cabeza destocada siempre, recibuendo el beso del aura del mar. Morena, enjuta, sus brazos asoman por las mangas como dos leños quebradizos, nudosos, que terminan en unas manos sarmentosas. La boca sumida (que se cierra en un rictus sonriente), los pómulos lustrosos y los inquisitivos ojos que sobre ellos se asoman vivaces, escudriñadores, son los rasgos que destacan en el simpático rostro de esta Josefina Chacopino Ruso, que tiene para nosotros un acogimiento cordialísimo, y más efusivo aún cuando sabe la misión que a ella nos acerca.
—¿Y para eso vienen de Alicante? ¡Son los demonios! Doce millas... ¿Habrán venido en una barca de las que se estilan ahora, con máquina y todo... ¡Calcule! Lo vimos todo el pueblo asombrado, asomado a esas murallas. Era cosa fea junto a nuestros veleros y las barcas pesqueras que corren tanto; era un barco con unas ruedas que hacían mucho ruido y que nos daba miedo. Luego ya hicieron unos vapores más bonitos. Pero aquél... ¡Yo hice viajes en diligencia y conocí el ferrocarril!... Ahora he conocido el aeroplano, y después de ver los submarinos de la guerra ya no me asusta nada.
—¡Ya tendrá usted que contar!
—Cuento poco. ¿Para qué? No habría mucho bueno que contar.

Se obstina en hablarnos en castellano, para mostrarnos su instrucción superior a la del resto de los isleños, y nos cuesta trabajo hacerle mantener el diálogo en su lengua dialectal, tan graciosa en giros y en tropos.
—¿Fue usted casada?
—Casada fui. Sólo hace que enviudé veintiocho años. Mi marido iba también para viejo...; pero no tuvo paciencia para esperar como yo. Mis antepasados no murieron jóvenes tampoco; mi padre murió a los ochenta y tres, y mi madre a los setenta y seis. De mi abuelo sólo puedo decirle que fue de los que de Argel trajo rescatados el Rey Carlos III...; pero también creo que murió de viejo. Es que lo llevamos en la sangre. Ya ve usted cómo estoy de bien; jamás estuve enferma, ni sé lo que es un dolor. Tuve seis hermanos y ninguno murió joven.
—¿Qué familia le queda actualmente?
—¡Huy!...

La vieja, sin dejar de sonreír, medita un poco y va haciendo la cuenta bisbiseando nombres de hijos, de nietos, de bisnietos. Al fin, dice:
—De mis siete hijos faltan ya algunos, por desgracia; pero todos dejaron simiente. Mire usted: uno dejó quince hijos, de los que sólo quedan ocho; otro, de siete que tuvo le viven dos; otro, aún tiene seis, de nueve que trajo al mundo; y otra, que tuvo cinco, no tiene ya más que tres. Total: tuve treinta y seis nietos, y sólo me quedan diecinueve. Pero la semilla sigue germinando... De esos nietos han salido treinta y un bisnietos..., alguno de los cuales ya está para casar y podrá seguir dando al mundo Chacopinos, raza que, por lo visto, no se debe perder. Me gustaría conocer a los hijos de esos bisnietos... —Y lo dice sonriendo, guiñando socarronamente sus vivaces ojillos—.

La entrevista en la página 3 de La Voz de Madrid
del 23 de septiembre de 1927
(Biblioteca Nacional de España)
Perteneció, mejor diré, pertenece esta venerada mujer, a una de las más avispadas familias de la isla. Se ignora a qué suerte de negocios se dedicara el creador. Pero ya el padre de Josefa supo hacer un capitalito, dedicando sus actividades a toda suerte del comercio a que eran propicios aquellos años azarosos: pescar, contrabando..., negocios limpios cuando se podía, o negocios arriesgados cuando lo exigía la ocasión, en el inhóspito peñascal que ahora se denomina isla de Tabarca.

Cuando nació Josefa Chacopino, su familia ocupaba entre los isleños rango principal, y fue educada con el esmero que permitían los escasos medios de instrucción que se tenían a mano. Aprendió a leer, cosa verdaderamente fenomenal en aquellos años y, sobre todo, en aquel ambiente.

Era la niña mimada que, a la entereza y sagacidad de sus antepasados, había unido la instrucción de que ellos carecieron: sabía leer y sabía contar..., que era más importante que nada para la lucha por la vida en aquel medio.

Su niñez desenvolviose asistiendo a los más terribles sucesos que tuvieron lugar en la riente costa alicantina, y que ahora relata con prolijidad de detalles. Es inútil preguntarle en qué año tuvo lugar tal hecho u ocurrió tal episodio: ha olvidado fechas; pero sabe computar el tiempo relacionándolo con los años de su vida.
—Allá por el año del hambre...
—¿Qué año fue ése, abuela?
—¡Ah! No sé; tenía yo doce o catorce. Antes hubo otro año de hambre del que hablaba con terror mi padre; pero éste que yo viví fue tremendo. Lo pasamos muy mal, muy mal. No llovió durante siete años y los campos no daban ya nada; se acabó la paja, y los animales caían muertos en los caminos, y como no había harina tampoco, lo pasamos casi tan mal como los animales; comíamos lo que podíamos y cuando podíamos..., que no era todos los días. La miseria era terrible en toda España. ¡Calcule usted lo que sería la vida en esta isla, abandonados de todos porque el Gobierno no estaba para preocuparse de nosotros, ya que tenía que pensar en tantas otras cosas! Es aquél el recuerdo más amargo que guardo de mi vida, tan llena de amargos recuerdos.

Gusta la viejecita de la vanidad y, cuando le requerimos para que prosiga la evocación de aquellos días aciagos que ahora ve tan lejanos con deleite, sonríe, y dice:
—Antes (tendría diez años o quizás menos), hubo otro suceso en la isla, que la sembró de terror. Lo recuerdo muy vagamente. Hubo fusilamientos aquí, y mis padres me obligaron a esconderme en las cuevas abovedadas de la isla... Creo que los fusilados eran curas y militares que no querían a Isabel II. No haga caso de las fechas. ¡Esta memoria! Pero los hechos los recuerdo bien. Mire usted: un día se presentó una niebla que cubrió mar y tierra; no se veía Alicante; el cabo de Santa Pola se lo tragó la nube..., las barcas no podían volver y en la isla la inquietud era enorme... Pues aquella niebla nos trajo el cólera, una terrible cólera que causó tal mortandad que no se recuerda otra; la primera noche murieron once... Y entonces, calcule usted cuál sería la población de Tabarca. Aquello fue terrible. Y también nos tuvieron abandonados, como siempre.

—Una madrugada desembarcaron tropas con gran escándalo de trompetas. Todos corrimos a las murallas, a ver el espectáculo nuevo. ¿A qué venían? ¿Quiénes eran? Como siempre, lo primero que hicieron fue pedir dinero y alojamiento. Hubo quien se resistió, y vino lo irreparable: en la plaza fue «escopeteado» don Vicente Pérez; en las calles cayeron muertos trece más. Mi padre reunió en casa a la plana mayor de los intrusos y a los prohombres de la isla. Yo era una chiquilla, a la que todo el pueblo por sus travesuras y su listeza. Los invasores necesitaban dinero, pedían dinero, y lo pedían a mi padre, que era el guardador de los fondos de los pescadores, que se escondían en unos sótanos, bajo tres llaves. Discutiose largo rato y, cuando llegó la hora de comer, mientras yantaban aquellos forajidos, se me echaban a mí las llaves por una ventana, y en pocos minutos dejaba yo vacío el arcón en donde la soldadesca esperaba hallar el caudal de la isla. Y recuerdo (no se me ha de olvidar jamás) que el soldado que vigilaba la casa cuando yo realizaba la arriesgada maniobra, cantaba confiado:

El que se casa se harta,
el que se muere lo entierran,
y el que sin cabeza nace
no necesita montera.

Y todo por la política, Señor, todo por la política.

—¡Pues y el bombardeo de Alicante visto desde aquí!... Fue una gran fiesta para los que no sabíamos de navíos de guerra y de combates y de cañones.
A Antoñete Gálvez le llamábamos la jeringa de Alicante, porque fue quien jeringó a la ciudad. También aquellos días fueron tremendos.
Yo había ido a la capital a comprar géneros para mi comercio. Y hallándome en las cuatro esquinas de la calle Mayor, en una tienda que se llamaba del Mestre Capella, me avisaron de que iba a cerrarse el puerto por venir de Cartagena los cantonales.
Había que volver a la isla antes de que nos cogiera allí el bombardeo con que nos amenazaban los sublevados. No había tiempo que perder; pero era imposible hallar una barca: ninguna se arriesgaba a salir sabiendo que estaba fuera acechando el peligro, esto es, la jeringa. Lo que yo corrí y sufrí, hasta lograr que una barca de Guardamar se arriesgara a salir para llevarme a Tabarca, no se lo puede imaginar usted. Y luego el placer de burlar el peligro, atravesando la línea de los buques sublevados, y llegar vencedora aquí y presenciar las maniobras y oír, ya en casa, el zumbido de los cañones.

—También podría contarle de los fusilamientos ordenados por Roncali en Alicante y sus derivaciones en la isla, y la barbarie de un gobernador que se llamaba Irriberri, que se llevó de Tabarca hasta las puertas y las campanas; pero ¿para qué?... La política, siempre la política. De aquellos recuerdos infantiles, guardo otros que ahora no me hacen reír, pero que entonces me hacían llorar de terror...

Se queda extática unos instantes, y exclama:
—¡Qué tontos, señor, qué tontos! Y todo ¿para qué? ¡Qué tontos!... Venían unos hoy, y ponían en esa plaza el letrero; mañana venían otros y lo rompían. Y unos y otros saltaban, gritaban, y al final siempre lo pagábamos nosotros: nos dejaban sin nada, porque todos eran iguales, los que ponían el letrero de la Constitución y los que lo quitaban eran iguales; todos hacían aquello entusiasmados y, como tenían de que mostrar su alegría del algún modo, rompían lo que hallaban a mano y nos hacían pagar el alboroque a los pobres tabarquinos, que no nos metíamos en nada. ¡Ya ve usted! Todo ¿para qué? ¡Qué tontos!

La viejecita sonríe mirando al azul intensísimo de este cielo levantino, que es gloria de la amplia plaza bañada por el sol de agosto, en la que zumban las moscas, y los chicuelos, en perneta, labran barquichelas de juguete.
—Desde entonces, y de antes de entonces, podría contarle muchas cosas que vieron estos ojos, que aún no necesitaron cristales.

En efecto: Josefa Chacopino, atildada, limpia, lee y cose como en sus años mozos, sin necesidad de lentes ni auxilio de nadie para enhebrar la aguja, operación que realiza con destreza insospechada.

—¿Y después, cuando las elecciones? ¡Dios mío! Ahora no se estilan las elecciones, ¿verdad? Aquí venían de un bando y de otro, se comían sus buenas paellas de arrós a banda, se iban y... nada más. La isla seguía abandonada. Quizá dieron algo para nosotros, pero casi siempre se quedaba, se perdía en el camino. A la isla no venían a vernos hasta que les hacía falta de nuevo nuestros votos; reñían ellos, y lo pagábamos nosotros, como en la época de los letreros de la Constitución.
Asómese a la puerta; mire las casas cómo se caen de viejas...; pues yo he visto Tabarca nuevecita, como recién hecha. Presidio fue alguna vez, y como presidio nuestro es aún. Aquí hay día que no se puede comer; en haber temporal y no salir los hombres a la mar, no hay quien pruebe bocado; carecemos de agua, no hay médico, el cementerio está en ruinas. Los barcos no tienen una cala en qué refugiarse en los días de mal tiempo.

Fotografía de Josefa Chacopino,
incluida con la entrevista en La Voz de Madrid

La viejuca habla y habla del abandono en que se tiene su isla, la bella isla en que don Fernando Méndez trazara, por encargo del Rey, el lindísimo pueblecillo, que ahora se cae roído por los años que no destruyeron el temple de esta mujer, toda energía aún, limpia y parlera, que siempre que se le interroga inicia una cortesía, intentando levantarse de la silla en que reposa. Vio a Tabarca nueva, con las casas blancas, como gaviotas al sol en mitad del Mediterráneo, y ahora las casas parecen mirarla a ella, desorbitadas, cuarteantes, sin ventanas, como admiradas de que sepa resistir todos los vendavales de la isla.
—Aún la volveremos a ver dentro de veinte años.
—No, ya está bien. He vivido bien hasta hoy y no quiero tener mal fin. Ya le digo, no estuve enferma nunca ni supe lo que era un dolor. Y he trajinado mucho, no crea. A Alicante iba todas las semanas a comprar géneros para mi comercio, y había que atravesar el mar, estuviera tranquilo o alborotado. Y me ha gustado divertirme bien; cuando era niña fui gran bailadora y supe tocar la guitarra; decían que lo hacía muy bien. Luego mis negocios me hicieron viajar por fuera de Alicante también. ¡Sesenta y tres años de comercio!
—¿Y no traficó en contrabando nunca?
—Hombre, le diré... Mis mejores duros los gané enrollándome a tiempo en la cintura telas de precio, que luego vendía burlando la vigilancia de los carabineros..., que eran muy buenos amigos míos. En mi época no «se estilaba» el contrabando del tabaco; telas, pañuelos de seda y perfumería era lo principal.
—¿Fue usted muy solicitada por los jóvenes de su tiempo?
—No está bien que yo lo diga... Me casé dos veces...
—¡...!
—¡Ah, se me olvidó decírselo; me casé dos veces! La primera, a los veinticuatro años, enviudando dos años después. A los veintinueve volví a casarme. Y fui muy feliz; mi marido era bueno y trabajador.
—¿Cómo se las ha arreglado para vivir tanto y tan bien, con lo que ha trabajado? ¿Qué régimen ha llevado?
—No sé qué es eso. He vivido bien, sin privarme de nada. Bebí vino escasamente en las comidas; el café no puede faltarme. Ahora lo que acaba conmigo es la falta de apetito. Apenas sí como. ¡Si yo comiera!... Mire usted, ahora me vuelve a salir el cabello negro. No se ría; no; mírelo...

Y, efectivamente, el escaso cabello blanco de sus sienes, que tiene destellos de oro viejo, se torna negro en el resto del cráneo.
—Es la juventud que vuelve, abuela.
—¡Ca! Esa no vuelve jamás. ¡Si lo sabré yo!
—Dentro de veinte años volveré a visitarla, y... ¡le traeré un novio!
—¿Para qué ese trabajo? ¿No es usted soltero? Pues...

Y ríe la viejecita con toda su alma, mostrando el único diente que aún conserva, y que asoma a su boca sumida entre mil arruguitas imperceptibles que envuelven su rostro en una tela de araña maravillosa.

* * *

Diario El Luchador, 8 de febrero de 1929, página 1
(Biblioteca Nacional de España)

No pudieron ser veinte años, pero bien pudieron ser dos, pues Josefa Chacopino fallecería el 30 de enero de 1929 y, a la vista de lo que apareció en prensa, ya que no dejó nunca de ser noticia, bien puede decirse que no cambiaron un ápice las excelencias que la naturaleza le brindó. Así, en primera página del Diario El Luchador del 8 de febrero de 1929, con el titular «En Tabarca. Ha muerto una centenaria», aparecía la luctuosa noticia, no sin algo de inventiva por parte del que la escribiera:

El miércoles pasado, falleció en la Isla de Tabarca, la centenaria Josefa Chacopino, que hasta los últimos días de su vida conservó la lucidez de su inteligencia.
Era nieta de uno de los primitivos pobladores de la isla; de aquellos italianos que el rey Carlos III, durante su reinado en Nápoles conoció y luego, al ceñir la corona de España, trajo aquí para combatir a la piratería argelina.
Josefa Chacopino ha sido interviuvada y fotografiada varias veces.
A la familia expresamos nuestro pésame.


Diario ABC, 9 de febrero de 1929, página 36
(Hemeroteca del Diario ABC)
Diario La Voz de Madrid, 10 de febrero de 1929, página 10
(Biblioteca Nacional de España)

Incluso hicieron eco del suceso rotativos madrileños como el ABC de 9 de febrero, en su página 36, que cifraba la edad de la finada en ciento un años, y añadía que dejaba cuatro hijos, veinte nietos y veintiocho bisnietos; o La Voz de Madrid de 10 de febrero, página 10, que le asignaba la edad de ciento cuatro años.

Pero su historia no quedó ahí. Dentro del probablemente más que notable patrimonio que doña Josefa dejara en herencia a su nutrida descendencia, se incluía uno de los edificios más emblemáticos de Nueva Tabarca: nada menos que la Casa del Gobernador. Herencia que disfrutarían, por ser un tanto eufemístico, ya que llegó a caer en el más completo abandono, hasta 1977 cuando, a la vista de tal circunstancia, el Ministerio de Cultura, tras dirigirse infructuosamente a los propietarios a través de la Dirección General de Patrimonio Artístico, Archivos y Museos, solicitando proyecto de rehabilitación, declara de utilidad pública, a efectos de expropiación forzosa, la adquisición del inmueble, tal como se puede corroborar en el Boletín Oficial del Estado n.º 29, del 3 de marzo de 1978, página 2731, según Real Decreto 3552, de 9 de diciembre de 1977.

BOE n.º 29, del 3 de marzo de 1978, página 2731
(Biblioteca Nacional de España)

(Artículo publicado en el blog "La Foguera de Tabarca")

 
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