18 octubre 2013

EL RECINTO FORTIFICADO DE LA ISLA DE TABARCA


«El recinto fortificado de la isla de Tabarca» es el título del artículo aparecido en las páginas 127 a 134 del n.º 22 del Boletín de la Asociación Española de Amigos de los Castillos, correspondiente al tercer trimestre de 1958. El autor, tanto del texto como de las fotografías que lo acompañan, es José Rico de Estasen.

Boletín de la AEAC, n.º 22, tercer trimestre de 1958
(Archivo Armando Parodi)

La Asociación Española de Amigos de los Castillos, según consta en sus Estatutos, tiene como fines «contribuir a la conservación, revitalización y protección, moral y material, del patrimonio monumental fortificado español y estimular el estudio, conocimiento e interés por nuestros castillos, poniendo de relieve y propagando su importancia artística, histórica y cultural, de modo que se fomente su conocimiento y se facilite con medios adecuados la labor investigadora».

Esta asociación cultural sin ánimo de lucro fue fundada en 1952, al amparo de un Decreto de 22 de abril de 1949, por el que se venían a proteger los castillos y se les reconocía como monumentos nacionales. Fue su fundador y primer presidente, Juan de Contreras y López de Ayala, Marqués de Lozoya (Segovia, 1893-1978), historiador, crítico de arte y literato, doctorado en Derecho y en Filosofía y Letras. El 22 de diciembre de 1966 la AEAC fue declarada de Utilidad Pública por el Consejo de Ministros y, desde 1976, SSMM los Reyes de España ostentan la Presidencia Honorífica de la Asociación. Su actual presidente, Guillermo Perinat y Escrivá de Romaní, Conde de Casal (Madrid, 1956), gran conocedor de la problemática que implica la tenencia de castillos al poseer varios su familia, es Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, y colegiado en ejercicio.

La Asociación cuenta con una biblioteca con más de dos mil títulos sobre castillos, y un archivo fotográfico con aproximadamente quince mil fotografías. Está confeccionando, además, un inventario de fortificaciones históricas españolas, con ayuda del Ministerio de Cultura desde 1998, con más de diez mil fichas realizadas. Tiene veintisiete delegaciones, entre ellas Alicante, constituida el 9 de febrero de 1966, siendo su primer presidente Juan Mateo Box, fiel difusor de las innumerables fortalezas de la provincia, autor de obras tales como Historia de los castillos de la provincia de Alicante (Ayuntamiento de Alicante, Imp. Sucr. de Such, Serra y Cía., 1953). Actualmente está domiciliada en el blog «Castillos de Alicante», y tiene su sede nacional en el número 26 de la calle Prado, en Madrid.

Historia de los castillos de la provincia de Alicante,
Juan Mateo Box, 1953 (Archivo Armando Parodi)

Una de las prioridades de la AEAC, desde su fundación, es la edición de publicaciones sobre castillos y fortalezas, para favorecer su difusión, comprensión y aprecio, tanto en lo que se refiere a libros de diversos formatos, las actas de los congresos y seminarios que organiza, así como el Boletín de la Asociación Española de Amigos de los Castillos, de tirada trimestral, que se editó desde abril de 1953 hasta diciembre de 1966, comprendiendo los números 1 a 55, pasando en enero de 1967, a partir del número 56, a denominarse Castillos de España, revista que continúa editando a día de hoy.

Boletín de la AEAC, n.º 1, abril 1953 (AEAC)

El Boletín surgió, tanto de la necesidad de ofrecer a los socios y aficionados en general una herramienta de comunicación, como de servir de plataforma a los investigadores y castellólogos, para difundir las últimas investigaciones y acontecimientos que nacen en torno a las fortificaciones de dentro y fuera de la Península Ibérica. Uno de los más frecuentes colaboradores fue el autor del artículo que titula este escrito, el periodista y escritor José Rico de Estasen, entonces Director General de Prisiones y colaborador del Diario Información, anteriormente Director del Reformatorio de Adultos de Alicante y de la Prisión-Escuela de Madrid, autor de diversos libros y artículos sobre castillos españoles.

En una época en la que el turismo todavía ni se había planteado, en una isla en proceso de deterioro, fundamentalmente por la decadencia de la Almadraba «Isla de Tabarca», que conllevó un descenso continuo de población a un número que nunca antes había conocido la pedanía alicantina, Rico de Estasen la trata como una «realidad inefable», la que se encontraba el viajero cuando la visitaba. Una isla glosada por grandes plumas, como Salvador Rueda y Gabriel Miró. Hace una breve reseña histórica y geográfica, sin olvidar la idiosincrasia genovesa de los apellidos de los tabarquinos, realizando una descripción de su recinto amurallado y su aislada torre fortificada, así como la «página de sangre» que presenciaron sus muros.

He aquí el texto íntegro del artículo publicado en el Boletín de la AEAC, con alguna que otra corrección o anotación de mi cosecha, que pongo [entre corchetes].




La isla de Tabarca es una sorpresa inefable que depara a los navegantes el Mediterráneo alicantino; un territorio marítimo fabuloso, cuya visión aparece diluida en el horizonte, frente al cabo de Santa Pola, donde se juntan en estrecho abrazo el azul del cielo y el azul del mar.

Gabriel Miró, siguiendo las huellas de Salvador Rueda, que refugió en Tabarca sus hondas inquietudes de poeta inspiradísimo, fue a la isla ansioso de una quietud y una soledad que le negaban sus quehaceres de modesto empleado de la Diputación de Alicante. Sobre un altozano, dominando el azul, pueden contemplarse todavía las ruinas de la casa que habitaron uno y otro. El viento y el mar han contribuido, mucho más que la mano del hombre, al destrozo del modesto inmueble que, por el recuerdo literario que evoca, considero digno de restauración.

Tabarca, auténtica isla para olvidar, constituye el norte de su ambición literaria. La prosa tierna y musical del inolvidable escritor, fallecido ahora hace veinticinco años [el artículo debió ser escrito en 1955, pues Miró falleció en 1930], jamás vibró tan inspirada y jubilosa como cuando canta las extraordinarias características de la isla, que él considera redonda de mar, traspasada de Mediterráneo, madura del sol, ungida de alucinadora transparencia, coronada de gaviotas que baten sus alas sobre una cortina de montañas tiernas.

Y es que Tabarca es así: misteriosa y eterna, transparente y primaveral, recogida en sí misma, pulcramente inédita, con su belleza natural, con su vivir primitivo e ingenuo, con sus portalones monumentales, con sus atrevidos y artísticos baluartes, con un interés que sube de punto a medida que el emocionado viajero repite sus visitas.

La isla alicantina, que en un principio se denominó «de San Pablo», si hemos de atenernos a la fantasía de los naturales del país, en razón de haber sido el lugar donde desembarcó el gran apóstol en su venida a España, se llamó luego «de Santa Pola», por su proximidad al poblado marítimo de aquel nombre, y también Isla Llana [su nombre geográfico correcto es Isla Plana], porque lisa y llanamente sobresale del mar.



DESCRIPCIÓN

Tabarca [el autor se está refieriendo a Tabarka], según rezan viejas crónicas, es una isla de genoveses, frente a Túnez, que los de este bey [título de origen turco que ostentaban los monarcas tunecinos] tomaron en 1741, reduciendo a sus habitantes a dura esclavitud; que pasó a manos del terror argelino quince años más tarde. Mantuvo, sin embargo, cura propio, el fraile mercenario [mercedario, de la Orden de la Merced] Fray Juan de la Virgen, y este consiguió que nuestro Carlos III, en 1768, redimiese a los infelices tabarquinos el día de la Limpia y Purísima Concepción, en que se firmó un tratado con el bajalato [territorio gobernado por un bajá o pachá, término turco que viene a equivaler a gobernador militar] de Argel.

Numerosas familias llegaron a Alicante con apellidos de Colomba [también Columba, Columbo o Colombo], Capriata, Buso [o Buzo, Buza, Busa], Pittaluga [correcto: Pitaluga], Russo [derivado en Ruso o Rusa], Luchora [más frecuentemente Luchoro], Marcenaro [con multitud de variaciones: Manzanero, Manzanaro, Marzenaro, Marzanaro, Mercenaro, Macenaro], Jacopino [derivado en Chacopino o Chacupino], Noli [con menos frecuencia Noly o Nolis], Sevasco [o Sevasca], Burguero [o Burguera, también Burgero], Perfún [correctos: Perfumo o Perfuma], Molelire [es Milelire], Vasoro [probablemente se refiere a Basalo], Parodi y Contagala [correcto: Cantagalo o Contagalo], para las cuales se habilitó la isla Plana o de San Pablo, levantando una ciudad murada con fuertes puertas y rebellines [revellines: fortificaciones triangulares situadas frente al cuerpo de la fortificación principal, cuyo objetivo es dividir a una fuerza atacante], que se denominó Nueva Tabarca, en el extremo Oeste, el más abrigado de la isla, junto a la playa grande [no es correcto, «La Playa Grande» o «Platja Gran» está situada al Sureste, es la playa más larga de la isla; se refiere a «La Playa», también conocida como «Playa Central»] y a la del Espalmador [la «Cala de l’Espalmador» es la antigua denominación de lo que actualmente se conoce como «La Pouera», pequeña playa de la zona norte, al lado mismo de la población, que toma su nombre del «Pou del Pal», pozo situado en la parte alta de la muralla, en sus inmediaciones; el espalmador era el lugar donde se volcaban las embarcaciones de costado, para limpiarlas de las adherencias biológicas], que constituyó un antiguo refugio de piratas berberiscos.

El viaje a esta isla tan poco conocida se efectúa por insignificante coste y con relativa facilidad, en unas embarcaciones movidas a vapor que cubren en menos de dos horas las diez millas marítimas [11 millas náuticas, unos 20 kilómetros] que separan a Tabarca de la luminosa y próspera ciudad del Benacantil.

La isla es pequeña, mide menos de dos kilómetros de longitud [1.800 metros], sin que el punto de su mayor anchura exceda de seiscientos metros [450 metros]. Es llana, de accidentada costa; rodeada de pequeños arrecifes, amontonamientos rocosos, mejor dicho, verdes, amarillos, rojos, cubiertos, a veces, por enorme cantidad de algas; dotada de suaves laderas que descienden hasta el mar formando suaves y deliciosas playas; desprovista de árboles; con vegetación propia y curiosísima, consistente en unas diminutas plantas —plantas y flores de un tiempo mismo— que se mantienen a ras del suelo, cuyos tallos son duros y fuertes como la madera y cuyas hojas aparecen cubiertas de diminutas lágrimas de plata y cristal [probablemente se refiere al espino blanco, muy frecuente en la isla].

A medida que el viajero se aproxima a este trozo de tierra rodeado de mar, la isla va descubriendo su silueta característica, de la que sobresale la iglesia, edificada en lo más alto, como dando a entender la importancia de su misión espiritual; después, la torre defensiva; el faro, en el extremo oriental, y al otro lado del faro, el cementerio, de tapiales blancos, sin funerarios cipreses. Como remate, las blancas edificaciones del caserío con sus casitas bajas roídas por el viento y por las blandas y penetrantes humedades del mar.



LOS BALUARTES

Pese a tan atractivas originalidades, desde nuestro punto de vista, Nueva Tabarca nos interesa por su condición de antigua isla fortificada; por cuanto, para el estudio de sus edificaciones de tipo militar y defensivo, significan el imponente torreón denominado «castillo de San José», sus puertas monumentales, las fortificaciones y murallas que rodean la ciudad mandada construir por Carlos III, que en su conjunto se pueden considerar como interesantes modelos de la arquitectura militar del siglo XVIII.

Son tres las mencionadas puertas, en comunicación con el acantilado y los embarcaderos, de opuesta orientación, dotadas de profundas bóvedas de cantería, denominadas «de Levante», «de San Miguel» y «de San Gabriel» o «de la Trancada». Esta, frente a la suave bahía y rocosa mole del cabo de Santa Pola, es la mejor conservada. Sobre las recias dovelas de su arco de medio punto, hasta época reciente, existió una lápida ornamentada con una corona real y esta inscripción latina: «Carolus III Hispaniarum Rex Fecit, Edificavit».

Las puertas «de San Miguel» y «de Levante», que antaño revistieron un manifiesto interés arquitectónico, se encuentran muy deterioradas, más que por el manifiesto abandono de los hombres, por el transcurso del tiempo, acentuado por la acción destructora de la lluvia, del sol y del viento, y, sobre todo, por la de la brisa salobre y húmeda del mar, cuyas olas, en días de tempestad y galerna, azotan con violencia los cimientos de las mencionadas edificaciones.



TABARCA, PLAZA FUERTE

En cuanto al estado de abandono en que se encuentran, otro tanto puede decirse de las murallas y baluartes que rodean totalmente la parte de la isla que Carlos III, por consejo de su ministro el Conde de Aranda, destinó para ser habitada por las sesenta y nueve familias genovesas, corsas y sicilianas que, integrando un total de trescientos nueve individuos, en la primavera de 1770, llegaron a la isla desde la Tabarca tunecina [Tabarka].

La transformación de Nueva Tabarca en plaza fuerte obedeció a la necesidad de proteger a sus moradores de las depredaciones de la piratería berberisca, que se había enseñoreado de aquellas soledades marítimas desde que Felipe III llevó a cabo la expulsión de los moriscos, dedicándose al acoso y apresamiento de embarcaciones y al asalto y saqueo de pequeñas poblaciones de la costa mediterránea.

Con la erección de pétreas defensas, Tabarca se convirtió en un inexpugnable castillo, en un baluarte defensivo, en una fuerte atalaya enclavada en el mar, capaz de contribuir con sus defensas artilladas a las muy poderosas del castillo de Santa Bárbara, de Alicante.

Dos años se emplearon en la construcción de los baluartes tabarquinos, con arreglo al proyecto del coronel de ingenieros don Fernando Méndez, aprobado por una junta militar que presidió el Conde de Baillencourt.

De diez metros de altura, con troneras, escarpes, paseo de ronda, garitas, refugios y cámaras subterráneas; artilladas con culebrinas y cañones de a veinticuatro y defendidos por escogida guarnición sometida a la obediencia de un comandante militar —cuya casa de gobierno perdura todavía [la Casa del Gobernador, hoy hotel]—, debieron constituir, en su conjunto, un recinto defensivo casi inexpugnable, que aún hoy, desmantelado, roto, es objeto de preferente atención por parte de los excursionistas.

Complemento de las puertas monumentales, de los baluartes y murallas fueron los cuarteles, dotados de caballerizas, sótanos, cisternas y aljibes, depósitos de municiones, víveres, maderas y espartos, así como el lavadero público, horno, tahona, varadero, torre con farola giratoria para orientación de los navegantes; todo cuanto resultaba necesario para el tranquilo vivir de aquellos nuevos ciudadanos españoles, entonces, como hoy, dedicados a la pesca y al cultivo de unas trescientas tahullas de tierra de secano, a los que el monarca, magnánimo, concedió señalados privilegios, entre los que se contaban la exención del servicio militar y del pago de impuestos.

Aspecto de fortaleza, tiene también la iglesia tabarquina, edificada por los mismos alarifes [arquitectos, maestros de obras] que construyeron las murallas, sobre una plataforma formada por éstas.

Dedicada a los apóstoles San Pedro y San Pablo, la consagró el vicario foráneo, don Joaquín Calvo, especialmente enviado a aquel objeto por el prelado de Orihuela, el día 8 de diciembre de 1770, festividad de la Purísima Concepción.

En opuesto sector se edificó una capilla dedicada a la Concepción Inmaculada, a la que Su Majestad profesaba especial devoción, hasta el punto de que fue declarada Patrona de España como consecuencia de una propuesta suya. En señal de soberanía, el escudo del tercer Borbón, cincelado en piedra, permanece adherido a una de las paredes del templo.



EL CASTILLO DE SAN JOSÉ

En contraste con los desmantelados baluartes, con los cuarteles y con los portalones desmochados, en mitad de un terreno pedregoso carente de vegetación e, incluso, de reptiles [no es cierto, todavía es frecuente poder avistar, por ejemplo, eslizones ibéricos], porque la sequedad del suelo inhóspito no permite la vida animal, destaca la gallarda mole del denominado «castillo de San José».

Se trata, como podrá advertir el lector por la fotografía que ilustra estas páginas, de un cuadrado torreón de tres plantas, con patio interior central y azotea circundante, cuyos ángulos conservan el asiento de cuatro garitas voladas que contribuirían a realzar el conjunto ornamental de la torre.

La robustez de tan severa edificación, provista de cuarteles, habitaciones amplias y ventiladas, grandioso aljibe para la recogida de aguas pluviales; que disponía del correspondiente puente levadizo y defendían baterías a barbeta [su parapeto no tiene troneras ni almenas, ni cubre a los artilleros], bastaba por sí sola para defender la totalidad de la isla, como se hubo de demostrar en diferentes ocasiones rechazando varios intentos de incursión de los piratas africanos.


Cuando, con los adelantos de la civilización, el peligro de semejantes invasiones decreció, el fuerte torreón de Nueva Tabarca fue convertido en prisión de estado, en donde, durante la Primera Guerra Carlista, sufrieron penosa reclusión numerosos sacerdotes y militares, ardientes partidarios del primer monarca tradicionalista, que se negaron a reconocer a Isabel II.

En el otoño de 1838 fueron trasladados a la isla y recluidos en la dura prisión del «castillo de San José», dieciocho sargentos pertenecientes a los ejércitos de «Carlos V» [Carlos María Isidro de Borbón, Conde de Molina, pretendiente al trono de España como «Carlos V», iniciador del Carlismo], que permanecieron allí hasta el 11 de noviembre del mencionado año, en que, a la luz imprecisa de la amanecida, ante las atónitas miradas de los pacíficos pescadores, los fusilaron.

En el libro de defunciones de la parroquia figuran los nombres y el lugar nativo de aquellos mártires, que se enfrentaron con el piquete de ejecución sin abdicar de sus convicciones políticas, firmes en sus ideales, vitoreando a su patria y a su rey: «Anastasio Bonet, natural de Benicarló (Castellón); Rafael Benito, de Badía (Guadalajara); Juan Pérez de Castro, de Montiel (Ciudad Real); Francisco García, de Teruel; Ciríaco López, de Canduela (Burgos); Diego Albendia, de Mazanallageros (Cuenca); Manuel Asensi, de Benaguacil (Valencia); Miguel Maroto, de Cuenca; Andrés Rubio, de Fuentidueña (Madrid); Francisco Avellanos, de Cuenca; Miguel Ponzano, de Iniesta (Cuenca); José Vidal, de Agullent (Valencia); Paulino García, de Pradera de Sepúlveda (Segovia); José Miranda, de Benimamet (Valencia); Juan Iborra, de Cañete (Cuenca); Santos Safila, de Valladobal (Palencia); Francisco Febró, de Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), y Florentino Torrecilla, de Valencia».


Fue consecuencia de una orden dictada por la Junta de Represalias que se constituyó en Alicante, al igual que en las restantes provincias de España, por orden del gobierno de Isabel II, para ponerse a tono con las órdenes extremas dictadas por el general don Ramón Cabrera. Como justificación a las medidas de extrema crueldad de este, estaba el tremendo dolor, la violenta indignación que le produjo la noticia del terrible fin de su anciana madre, que, por el delito de serlo suya, tras veintidós meses de prisión, fue fusilada en el castillo de Tortosa por orden del capitán general de Cataluña don Francisco Espoz y Mina.

REALIDAD INEFABLE

Tabarca, isla auténtica, realidad inefable, inmóvil navío rodeado de espumas en la plenitud del Mediterráneo alicantino, espera siempre con ansiedad la visita de cualquier viajero. El menor motivo reviste en la legendaria isla de San Pablo caracteres de acontecimiento. Allí viven varios centenares de españoles, jóvenes adultos, ancianos y niños, sin apenas contacto con el mundo exterior: razas puras, directos descendientes de los cautivos tunecinos, que hallaron libertad por el afán mercedario del buen rey Carlos III; corazones sencillos y esforzados, hechos a escuchar las canciones del viento en las amplias y misteriosas soledades del mar.

(Artículo del blog «La Foguera de Tabarca»)

 
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