27 noviembre 2007

ANTONIO BALLESTA: UN SUPERVIVIENTE DEL HOLOCAUSTO


Antonio Ballesta vió su nombre escrito en aquella lista. Y el hecho debía impresionar, porque allí estaban impresos, alfabéticamente, todos los alicantinos asesinados en los campos de concentración del régimen de la Alemania nazi, que dirigieron y mantuvieron durantes años para ejecutar un siniestro plan de exterminio.

“Baix Segura. Albatera. Ballesta Martínez, Antonio. Nacido el 11 de diciembre de 1910, procedente del Stalag XI-B, donde ténia el número 87328. Murió a Gussen el 3 de septiembre de 1942."

Antonio Ballesta se estremece cuando alguien le recuerda que su nombre estaba en aquella lista, y explica que, como pueden comprobar, continua bien vivo.
Pero no sonrie, cuando hace notar la evidencia. El está vivo... y otros no. Tampoco Rafael Millá, con quien se intercambió el nombre hace tantos años, en uno de aquellos campos terribles; el hombre que asesinaron un 3 de septiembre.
¿Quien podría reir por todo aquello?
Hijo de padre guardabarrera, creció alrededor de las vías del tren; comenzó a trabajar con poco más de ocho años de edad porque “había que ganarse el pan”. Además, estaba el caso de su hermano mayor, “que contrajo meningitis y perdió un poco la razón”.
Cuando alcanzó la edad militar, se lo llevaron a Marruecos. Explica Antonio Ballesta que en la mili se lo pasó muy bien: “Puede que fuera el mejor año de mi vida, desde todos los puntos de vista”.
Y si alguien se extraña, él se explica: "tenía libertad, estaba sólo (en casa eramos tantos...) y aprendí mucho”.
Después, caminando por los puesblos de Extremadura como miembro de la Guardia Nacional Republicana, "no hice más que aprender cosas durante la guerra. Algunas desagradables, pero no todas.” Antoni tenía facilidad para hacer amigos y en esto, probablemente, radicaba una de sus claves para su supervivencia.
En medio de la guerra, en 1937, Antonio Ballesta contrajo matrimonio con María Iborra. Estuvieron juntos un tiempo en Navalmorales (Toledo) y después ella regresó a Alicante. A Antonio le destinaron a Barcelona, dónde llevó a cabo tareas de vigilancia.
Y ya no volvieron a verse nunca más.
El 10 de febrero de 1939 atravesó la frontera por Cerdanya. “Nos dijeron: preparaos, que nos vamos. Y así sucedió. Fuimos caminando de noche y durmiendo de día, protegiéndonos como podíamos de los bombardeos."
Cuando pasaron la frontera, los desarmaron.
Y comenzó el segundo periplo. El más triste.
Lo recluyeron, en un primer momento, en el capo de Setfonts, en el Llenguadoc. Antonio Ballesta recuerda el espacio desolado, el barrizal, la construcción de los barrones, la comida que preparaba a “Paco el barbero” y, pese a todo lo que pueda parecer, “el hombre se acostumbra enseguida a la desgracia, aún y cuando parezca imposible, la necesidad de aprovechar el tiempo y adquirir conocimiento”.
De esta manera, cuando se lo llevaron hacia la línea Maginot (el sitema de fortificaciones construido en la frontera entre el estado francés y el alemán) “ya era intérprete”.
Y allí hizo de obrero, construyó trincheras y barracones, “todo lo que nos mandaban hacer”.
El gobierno francés utilizó a los exiliados procedentes del estado español “como mano de obra barata, medio haciendo contratos individuales y colectivos o como combatientes para el ejercito francés".
Inmediatamente se perfilaron tres posibilidades para salir de los campos. Una era alistarse en la Legión Extranjera, otra alistarse en los batallones de marcha y la tercera, ingresar en las Compañias de Trabajadores Extranjeros. Esta fue la mejor opción para no volver al Estado Español dominado por Franco.


“Los Alemanes entraron en Francia y nos capturaron”. Así resume Antonio, el siguiente paso de su cautividad.
La cuestión es que los alemanes invadieron el estado Francés entre el 5 y el 22 de junio de 1940; el 14 de junio, cuatro dias despuéss de la entrada de Italia en el conflicto, se rompía la linea Maginot; y Antonio ballesta, junto a un grupo de compañeros, fueron arrestados por los alemanes. “Vinieron con un camión, nos cargaron y nos llevaron a Belfort."
Antonio Ballesta repite la cifra a malas penas, sin pensarlo. Cuando muestra la cantidad de postales que pudo enviar a su casa, desde el campo de concentración aleman de Mauthausen, apunta enseguida: “Se ha fijado usted en el número. Cuarenta y dos setenta. Este era el mio. Lo llevábamos aquí (se señala el pecho). “Zweiundvierzig siebzig". Se decía así. Si te equivocabas, era una lluvia de golpes de goma que te caía por todo alrededor.
Es el número que le pusieron en Mauthausen: 4270.
Y no coincide con el que consta en los archivos: 5827, porque en Mauthausen, Antonio entró con el nombre de otra persona. Y con su número también. Pero en los archivos oficiales, el nombre de Antonio Ballesta murió con el que lo llevaba entonces, el joven alicantino Rafel Millá.
Todo pasó en una secuencia casual: estaban en aquel caseron de Belfort, “Y allí me encontré con este chico, que era de aquí de Alicante. Y le dije: “Tu querrías quedarte y yo me iría en tu lugar?” Y él me dijo que bien, que de acuerdo. Nada era ni mejor ni peor. "
Antonio tenía nada más que un amigo de Huelva, e hizo lo posible para continuar con él. Y así sucedió todo. Llamaron a Rafael. Y se presentó Antonio. “4270, gritaban. Y yo respondía. Tuve la suerte de no equivocarme nunca. Ni yo ni mis amigos que sabían que me había cambiado el nombre. Poco tiempo después de llegar a Mauthausen, recuerda, “me dijeron: “Felete, sabes que tu amigo está muerto?. Y así me enteré de la noticia del destino del verdadero Rafael Millá.
Y continua, todavía: “allí cuando te decían que un amigo o un hermano o alguien que conocias había desaparecido, pensabas: “La próxima me tocará a mi”.
Llegó el más oscuro de los horrores.
“Lo que me impactó de verdad fue el vestido con rallas. Son cosas muy difíciles de explicar. Es imposible traducir la idea de lo que pasaba allí dentro. No se puede. No se puede”.
Y debe tener razón.

También encuentra importante que se sepa el horror, y levanta los brazos para representar aquella “especie de pilas redondas, grandes” donde se ponían a los presos. “Y abrían el agua helada y, si cuando habían acabado de llenar el deposito no estaban todos muertos, les pegaban con picos, con bastones: es lo mas cruel que ví allí”.
Explica que él tuvo la suerte de trabajar de paleta y en una fábrica de mecánico, y razona por ejemplo, que era importante colocarse en medio de las filas, en las formaciones continuas porque “a los lados era donde llovían más golpes”; y recuerda todavía aquellos panecillos que había en el aparador de un horno y que los prisioneros veían cada día camino de la fábrica, “blancos, redondos, como una mantecada”.
Hoy vive en su casa en Alicante, dándole por muerto.
Acabó la guerra.
Los prisioneros de los campos de concentración y de extermino fueron liberados. El salió de Mauthausen el 5 de mayo de 1945 ("con 42 kilos de peso y amnésia”). Al cabo de un tiempo, la familia recibió una carta oficial explicándoles que había habido un error y que Antonio Ballesta estaba vivo. La alegría fue inmensa. Se instaló en el estado francés. Había hecho amigos y encontraba gente que le ayudaba. Pero su mujer, María, no quiso ir. El le escribió, ella no. En 1959, Antonio estuvo un mes en Alicante. No se vieron. Años más tarde a comienzos de los ochenta, le dejó una mañana flores en la tumba.
Antonio Ballesta regresó a Mautahusen con su segunda mujer, Marta. Y dice que todavía “hay dos columnas que había hecho yo, de un granito gris, muy duro. Los capataces venían a verme trabajar y encontraban que era buen obrero. Bastonazos menos que me llevaba.”.

Agradecmientos:
A Jose Manuel Juan Navarro. Por acercarse a nuestra web, casi a hurtadillas; por asistir a la presentación del blog y por confiar en todo el equipo para publicar el artículo de su amigo, extraido de la Revista El Temps.
A tí y a él, nuestro más sincero agradecimiento.
Jamás podríamos haber hecho nada sin vosotros.
Hasta pronto.

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