16 marzo 2008

ANTONIO BALLESTA: LA HISTORIA VIVA DE UN ALICANTINO EN MAUTHAUSEN

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Comenzaba el mes de Diciembre de 2007 cuando Alicante Vivo tuvo la maravillosa oportunidad de conocer un fragmento único de historia viva, a la que acudimos entusiasmados, y de la que salimos impactados. Fueron unas horas alrededor de una mesita camilla, en las que nuestra imaginación echó a volar décadas atrás para imaginar los más crueles infiernos consecuencia de la peor de las guerras.
Tras un breve café, nos dispusimos a entrar a su casa, en el alicantino barrio de San Blas, donde vive junto a su hermana.

Ella fue quien nos abrió la puerta y nos llevó hasta la sala donde nos esperaba. Allí le vimos. Don Antonio Ballesta Martínez, un alicantino nacido el 12 de Diciembre de 1910, con tantos recuerdos y vivencias corriendo todavía por sus mente que cada arruga de su cara o cada una de sus canas nos podría dar toda una lección de historia.
En cuanto nos presentamos y nos sentamos a su alrededor, él comenzó a contarnos su vida. Allí fue cuando, enlazando historias con anécdotas y acontecimientos, comprendimos que lo mejor de todo sería escuchar y aprender, y que las preguntas preparadas ya se contestarían solas.
Antonio en todo momento se mostraba concentrado contando la historia, y sobretodo trataba de evitar perder el hilo de los acontecimientos importantes, deteniéndose cuando notaba que se dejaba algo en el tintero y poder así retomarlo. Su compañía fue realmente una experiencia inolvidable, que queremos compartir con todos vosotros.
La vida de Antonio era la de cualquier otro alicantino. Su padre era un ferroviario de la Compañía de Andaluces, y vivía, al igual que hoy, en San Blas. Fue el inicio de la Guerra Civil el que marcó su vida y su destino, y el punto donde comienza esta historia.




Recuerda cómo siendo miembro de la Guardia Nacional Republicana lo destinaron primero a Arganda, y de ahí, fue cambiando de destinos. Primero hacia Extremadura, donde estuvo en Don Benito con servicios de vigilancia y guardias nocturnas. Allí sintió muy lejano su hogar, y pasado un buen tiempo, “vio el cielo abierto” cuando oyó a sus superiores decirles que se preparaban porque se irían a Valencia.
“Valencia era un sitio en el que no había vivido nunca, pero me gustaba mucho por las lecturas que yo tenía de Valencia en mis libros”.
Primero allí, y luego en Barcelona, vivieron los últimos envites de la guerra, hasta que oyó aquellas palabras de las que todavía se acuerda: “preparaos, que nos vamos” y se declaró la retirada.
Tuvieron que partir hacia Francia, alejándose de su tierra natal y con la gran duda de saber qué sería de sus vidas y qué les depararía el futuro a partir de entonces. El camino fue duro, refugiándose durante los días y caminando durante las noches para poder pasar desapercibidos.
En cuanto pasó la frontera lo despojaron de sus armas, y lo recluyeron inicialmente en los barracones del uno de los campos de concentración donde los franceses fueron controlando a las ingentes cantidades de gente que llegaban procedentes de España.
Allí, el Gobierno Francés les dio a los soldados la oportunidad de colaborar con ellos ante la invasión alemana del país que les había dado protección. Antonio Ballesta fue uno de ellos, inicialmente colaboró en el levantamiento de barracones y la construcción del campo de refugiados. Poco después, se le abrieron tres caminos: alistarse en la Legión Extranjera, alistarse en los batallones de marcha o ingresar en las Compañías de Trabajadores Extranjeros. Antonio Ballesta tomó esta última opción para no volver a la España dictatorial de Franco, y de esta manera, le llevaron hacia la línea Maginot (el sistema de fortificaciones construido en la frontera entre el estado francés y el alemán) para construir defensas, trincheras y búnkers.
(Puedes consultar la evolución de la ocupación de Francia por el ejército Nazi en este mapa interactivo)
Corría Junio de 1940 cuando la derrota francesa ya fue palpable, llegaron los alemanes, y tomaron a todos los soldados como prisioneros de guerra, desplazándoles, ya que los franceses se desentendieron de ellos “nos dijeron que los franceses nos habían dejado caer y que ahora no teníamos nada”. Les ordenaron subir a un tren que primero llegó a Belfort, y de ahí partieron con destino a Suiza, buscando alguna oportunidad. Al llegar, los suizos no les dejaron pasar. Pero un compañero suyo pudo hablar con algún alto cargo para hacer gestiones, y se quedaron todos formando “para no cometer ningún error” en una plaza del pueblo al que habían llegado esperando alguna noticia.
Antonio recuerda cómo la gente del pueblo iba a verles curiosos. Pero al cabo de unas horas, les dijeron “marcha atrás, no hay nada que hacer y no quieren saber nada de nosotros”, y ante el rechazo, tuvieron que volver hacia Francia. Allí un señor con un gran pajar les acogió y les ofreció este recinto para dormir tumbándose en la paja, y donde Ballesta comenzó a hablar con su grupo acerca de qué podían hacer.
Él, al ser el único que comprendía francés, era el traductor y el enlace para poder relacionarse. Cuando un cura joven nos llevó cestos con rebanadas de pan para los que estábamos en aquella situacióon, le dijimos que no necesitábamos pan, sino que nos salvaran de los alemanes. Pero claro… ellos también eran prisioneros de los alemanes.

En aquellos días, Hitler preguntó a Franco que qué hacían con ellos, y les contestaron que no eran españoles, que eran apátridas… querían que nos pasaran por la chimenea. Los españoles somos malos. Tenemos momentos sublimes, y en otros empleamos la maldad.
En aquel pajar, comenzaron a decidir su futuro y su destino. La desoladora incertidumbre hacía de cualquier decisión un mar de dudas acerca del riesgo de las vidas de cada uno de ellos…
“Yo me quedé con cinco o seis compañeros, pero no les pedí que lo hicieran. Cada uno pensaba en irse hacia un lado. Unos decían que se iban a París, que ahí los españoles estaban muy bien y podían hacer lo que querían. Yo me quedé allí, y conocí el nombre del alcalde de aquél pueblo. Le comenté nuestro caso (estábamos abatidos, rendidos…) y le pedí trabajo “camuflado” para no comprometerle, pero que si pudiera nos ayudara. Él no podía hacer gran cosa, así que le pedí trabajo para mí diciéndole que era albañil y sólo éramos tres.
Entonces fuimos al pueblo, en el que “por las tonterías de la guerra” se habían quedado la mitad de las casas sin tejado. Eso fue lo que nos dio trabajo: arreglar los desperfectos.
Los alemanes hacían lo que les parecía bien en el momento en que querían. Un día nos convocaron para que por la mañana todos apareciéramos en un lugar concreto. Los que no pudieron ir se buscaron un relevo. Un señor me pidió que le reemplazara porque desde la guerra del 14 no podía trabajar… Aparecimos todos, menos un grupo de catalanes que habían marchado hacia París.
Los alemanes andaban por ahí, y yo no les decía nada. A los que se echaron a andar a la carretera hasta parís, los interceptaron los alemanes en una furgoneta y se los llevaron. Les preguntaron por sus otros compañeros, y los mandaron a nuestro pueblo. Allí nos cogieron y nos trasladaron a Belfort, donde estaban aglomerando a todos los españoles y los que tuvieran un uniforme de guerra. Estuvimos allí 1 o 2 meses. Nos llevaron a los cuarteles bombardeados a trabajar.”
Aquí fue cuando Antonio comenzó a contarnos la parte más emotiva (si cabe) de su historia personal. Su cautiverio duró 4 años, pero mientras nos lo contaba, su humanidad resaltaba cuando, entre historia e historia, hacía un paréntesis para contarnos alguna anécdota…
“Como los españoles somos tan atrevidos, les pedíamos pan cuando pasábamos por una panadería (brot), y había mujeres que salían con enormes panes para ayudarnos.”
“Llegó el día en que nos pidieron todos los datos (nombre, bandera, nombre de los padres…) y nos dijeron que volviéramos a nuestros lugares a esperar a que volvieran a por nosotros. Allí esperamos 1 mes. Cuando volvieron a por nosotros, los de la Wehrmacht dijeron que salieran todos los españoles, y nos metieron en un tren con tres vagones. Recuerdo que dentro había unos cubos para nuestras necesidades. Al cabo de las horas, los cubos estaban llenos, y aquello se estaba derramando de tanto traqueteo por allí mientras que el vagón no se podía abrir para ventilar…
El tren llevaba una velocidad de loco, porque aprovechaban las vías que quedaban libres para mover prisioneros.
Nos llevaron a un sitio que se llamaba Set Fonts, con una estacioncita pequeñita… aquello tenía una vista idílica, junto al Danubio. Al bajar nos recogieron las SS. Nos dejaron en la carretera y echamos a andar. Al que no andaba deprisa le daban puntapiés, culatazos…
Algunos de los compañeros habían visto algunos de uniforme rayado, y decían “creo que vamos a un penal".
Cuando llegamos al campo, que estaba a 1200 metros de altitud, allí había una temperatura bastante agradable. Pero en invierno helaba a 40 o 30 grados bajo cero…
Nada más llegar nos metieron en la ducha y nos despojaron de todas nuestras cosas. Tuvimos suerte, porque muchos de los que entraron en las duchas no salieron… Al salir nos esperaba un montoncito de ropa con un número. El mío era el 4270…
Al entrar allí parecía un hospital de reposo. Eran barracones, en los que al asomarte a las ventanas veías unas camas perfectamente planchadas… parecían tumbas. Todo aquello había que hacerlo a la perfección, porque si aparecía una arruguita mínima, el propietario de ésta se llevaba 25 palos. Nos repartieron trabajos a cada uno. Y a mí me pusieron a trabajar de albañil poniendo ladrillos en un campo más pequeño.
El hombre se acostumbra enseguida a la desgracia, aún y cuando parece imposible, sigue teniendo la necesidad de aprovechar el tiempo y adquirir conocimiento."


Pasado el tiempo, de allí se llevaron a Antonio Ballesta hasta el Campo de Concentración de Mauthausen, en Austria. Nos habló de las duras condiciones climatológicas, y el trato antihumano que recibieron por parte de los soldados.

“Allí estábamos un centenar de presos. Nos daban latigazos. Los que no tenían vergajos, tenían tubos de goma (mangueras) llenos de arena y cerrados por los lados, con los que nos daban. La falta más pequeña eran 25 golpes. En invierno llegamos a 20-25 grados bajo cero, con nieve por todas partes (caía hasta 1 metro y andábamos tanto por el patio que la pisoteábamos hasta que no levantaba más de un palmo).
Fuimos aprendiendo el trabajo al llevar tanto tiempo de prisioneros. Nosotros trabajábamos en un comando. El cabo era el primero que recibía cuando teníamos que llevarnos palos, pero los que trabajaban en las empresas estaban mucho peor.
Puedo decir que en Mauthausen “pasé dos años de albañil”. Dos años después, un compañero me dijo que íbamos a trabajar en una fábrica. Él me dijo que no pasaba nada si no sabía hacer el trabajo (porque allí “ni Dios sabía qué hora era”…).”
Antonio salpicaba la historia de anécdotas que a veces te hacían sonreír, y otras muchas, te estremecían al imaginarlas, aunque nunca pudieras ni acercarte al horror que pudo vivir…
“Allí también había ladrillos y yo trabajé en la Barraca número 1, que era donde pusieron a las prostitutas después para los alemanes…
A quien le enviaban dinero de casa, disponía de él si decía qué quería comprar. Por ejemplo “yo quiero remolacha!”, y se la ponían y le cobraban.
Un día estaba trabajando fuera de la alambrada, y había remolachas. Había 2 o 3 españoles trabajando fuera. Me pidieron que les tirara unas remolachas, me vio el jefe (el cabo que por cierto, era “marica”) y yo tenía que contar los palos que me iban dando, pero yo no los conté. Me dieron con una trenza de cables eléctricos. Me quitaron la piel de las nalgas para un mes. Este tiempo fue "benigno" (dijo irónicamente...).
Hay gente hoy que no tiene ni idea de lo que era aquello…
La comida nos la ganábamos a base de trabajo. Nos daban un trozo de pan así (Antonio hizo un gesto con las manos indicando un par de centímetros) y un litro de sopa. Pero aquella sopa estaba hecha con las remolachas que le daban a las vacas en una olla de acero inoxidable. Te echaban con un cazo. Y si había un hueso, y te caía el hueso, ya no cabía más sopa en tu cuenco. Eso sí, los alemanes para eso eran justos, porque daban por igual a todos. Pero los jefes de barraca ya la repartían como querían.
También había que ir con ojo, porque a veces si sobraba algo de los jefes de barraca, nos llamaban y nos lo daban. La sopa, el pan, la mantequilla... aquello era el oro con el que se compraban las cosas allí. Si querías comerte una gamela (así llamábamos los españoles a los platos de los soldados) tenías que buscar a ver si llegabas a tiempo de coger algo de lo que sobraba."
Los castigos horrorosos:
Allí en Alemania todo era militar. Nunca nadie se pudo fugar. En Mauthausen yo vi a uno que llegó a meterse en una fosa séptica hasta el cuello, fueron pasando las horas, y no lo encontraron. Lo buscaron con presos y de todo, hasta que uno lo vio, lo sacó, lo tendieron en el suelo, y nos hicieron pasar a escupirle encima todos.
También recuerdo que vi a uno que lo amarraron de los pies, y lo fueron arrastrando con unas cuerdas. Había algunos que habían llegado con instrumentos musicales y les hicieron tocar para que se divirtieran hasta que el pobre se partía a pedazos con las piedras del suelo sin que nadie pudiera hacer nada.
El castigo más temido eran los 25 palos porque había que resistirlos, y la gente llevaba cuidado con eso. Después de que te dieran la paliza, el reo tenía que contarlos (si sabía contar).
Si dejábamos una arruga en la cama nos daban los 25 palos. Pero teníamos que hacernos nosotros las planchas con un mango de madera para que se quedara sin una sola arruga.
Yo tenía el 4270, tenía que decirlo de memoria. Si decían tu número y no lo oías, cuando te encontraban te traían a palos. Era “la fiesta” de todos los días.
El que moría, lo ponían en la puerta con un manojo de sarmiento y lo recogían y se lo llevaban. Yo construí un crematorio, pero allí había un crematorio solo para los que se morían.
Lo de los judíos lo sabíamos, pero no teníamos más noticias que del de al lado. Nosotros estábamos para hacer trabajos forzados.
Viniera quien viniera, de fuera del campo, no podía adivinar lo que sucedía.
Yo me acosté una noche junto a un compañero enfermo y se murió… Al día siguiente todos me decían que olía a muerto. Hay tantas cosas que no puedo contar…
Un día uno se fue con un cubo de confitura vacío a la cocina, le echó cara y lo llenó. Cuando salió tuvo la mala suerte de encontrarse con el jefe de campo, y le hizo comerse todo ahí mismo 12 litros.
Teníamos un médico como el muñeco de de “Michelin”. Si ibas al botiquín con él ya no salías… Se dedicaban a rematarlos.
A otro le arrancaron las uñas… vimos cosas que nos hacían devolver.”
La esperanza llegaba en forma de noticias, y el fin del nazismo se acercaba, pero el día a día en Mauthausen era demasiado desolador…
Por suerte los soldados habían partido para Rusia y necesitaban obreros civiles para una fábrica de rodamientos y piezas mecánicas. Los SS se quedaron todos en el Campo de concentración.
“El teléfono era algo extraordinario. Había siempre algún civil o alguien que traía noticias, y ya sabíamos que los rusos llevaban cañones y estaban viniendo. Los nazis ya no eran tan “flamencos” como antes y se estaban retirando. Pero en ese mismo momento, 4000 presos morían cada mes a base de trabajo.”
Todo esto era lo que vivía día a día Ballesta en aquél infierno. Mientras tanto, a miles de kilómetros, en Alicante su familia no sabía nada de él. Aquellos años fueron realmente duros para tantísimas personas separadas de sus seres queridos.
Cuando le preguntamos a su hermana cómo fueron aquellos años en los que no tuvieron noticia de Antonio, emocionada nos contó lo siguiente:
“Pensábamos que había muerto. Estuvimos dos años sin saber nada. Un día recibimos una postal. Él se cambió el nombre cuando otro se murió. Como era la letra de él, lo supimos. Ponía: Estoy bien, saludos a todos. Rafael Millá.
Mi padre dijo que eso se quedaba entre nosotros. No dijimos nada en 2 años. No pudimos decirlo muy alto para que no se enterara nadie.
Mi hermano menor había muerto. El día que recibimos la carta, mi padre estaba sentado en una silla pequeña arreglándose los zapatos. Mi hermana pequeña cogió la carta y creyó que era la letra de mi otro hermano Saturnino, que ya estaba muerto. Aquél día sí que chillamos cuando vimos que era su carta.”
La alegría en la casa tuvo que ser monumental, puesto que dando a su hijo por perdido, ya que había aparecido en las listas de muertos, recibir esta noticia tuvo que ser algo maravilloso, a pesar de desconocer su paradero y su estado real, así como las penurias por las que estaría pasando en la distancia. Tras conocer que su hermano seguía con vida, después llegó otra carta desoladora que les destrozó el corazón:
“Yo tendría 15 o 18 años, como éramos muchos hermanos, cada uno hacíamos cosas distintas cada semana para aprender. Ese día a mi padre yo le puse la comida porque era la mayor, y al rato se fue al aseo (es decir, el patio) varias veces. Vino mi padre muy serio. Le pregunté qué le pasaba y leí lo que ponía en una carta que acababa de llegar: Antonio Ballesta Martínez había muerto. Hijo de Juan y de Carmen, nacido el 12 de Diciembre de 1912 en Albatera, provincia de Alicante y fallecido el día 3 de Septiembre de 1943 en Gusen… aquello fue horroroso.
Esa fue la segunda carta. Cuando mandaron el mortuorio.” (puedes consultar aquí el dato)
Realmente, Antonio Ballesta figura hoy todavía en las listas de fallecidos en el Campo de Concentración nazi de Mauthausen, y es que realmente, en los documentos siempre figuró así, ya que llegó a un pacto con su compañero, el alicantino Rafael Millá, para intercambiar sus nombres y números.
Esto se debió a que, cuando estaban en Belfort, se enteraron de que Antonio Ballesta tenía que partir hacia otro campo de concentración, y Rafael Millá, quedarse. Sin embargo, Antonio tenía un motivo por el que quedarse: allí tenía a la única persona que conocía, un amigo suyo de Huelva. Por ello, decidió intercambiar destino y suerte con Rafael, deparándoles distinta suerte, ya que Antonio sobrevivió, y a Rafael Millá lo mataron.
Tras este recuerdo tan duro, Antonio nos cuenta cómo fue el final de aquellos años recluido por los nazis. Recuerda las sensaciones ante la llegada cercana de los americanos para liberarles.
“-¡Ya están ahí! ¡Ya están ahí!” era lo que gritaban.
No sabe bien cómo se encontró en el tejado de la barraca para verlos pasar, porque al estar ahí arriba, con lo mal que tenía las piernas… Cayó de allí, pero tuvo suerte, al chocar en el suelo y no se hizo mucho daño, por lo que pudo seguir andando para verlos venir.
“En ese momento cada uno iba a lo suyo. Un hombre buscando armas, otro comida, otros buscando un carro… Yo pasé delante de unas jaulas donde criaban conejos. Y pensé: “uno de esos me podría comer yo”. Luego lo pregunté, y me dijeron que sí!"


Esos días previos fueron muy duros. Los llegaron a encerrar en túneles subterráneos junto a maquinaria y armamento durante los bombardeos, y la situación comenzó a invertirse. Los prisioneros se reían de los soldados que estaban en alto vigilando, y aunque éstos les apuntaran con el fusil, amenazantes, ya no les tenían miedo…
A la entrada de las tropas americanas, los españoles les dedicaron una pancarta colgada entre las torres que flanqueaban la puerta por la que él salía al trabajo. Al verla de nuevo en una fotografía que le enseñamos, Antonio nos dijo: “Esos fuimos nosotros, pero yo no estaba allí. Cuando había mucha gente, yo me iba”.
Al hilo de esta conversación, Antonio nos contó que los Españoles tenían allí un “cierto enchufe”, y que eran los más organizados. “Comían bien, y todo lo que podían hacer, lo hacían los españoles. Pero a veces también eran abusones. Por eso cuando fuimos a Suiza, yo no quería ir con ellos, porque no llevaban mucho cuidado con la seguridad.”
Cuando nos habla de la liberación nos llegan a la retina escenas de películas como La vida es Bella o La lista de Schindler, aunque nada se pueda parecer a la realidad de una vivencia como esta... A partir de entonces, Antonio tendría que enfrentarse a una vida nueva, en un mundo diferente, y después de haber vivido escenas que nunca podría olvidar. No tenía nada, y no tenía un lugar al que regresar por la situación que se vivía en España. Sólo le quedaba volver a enfrentarse a reconstruir su vida.
"Cuando me liberaron estuvimos 5 días en un tren a Francia. Les pedí las señas a la gente para escribirles. No sé cómo llegó a mis manos un diccionario bilingüe y tuve que escribir para 3 personas: a una señora que había perdido un hijo, etc…
Me llevaron a París… yo siempre estaba pensando en dónde iban a parar mis huesos. Pude escribir a un amigo que tenía: Raúl, y me contestó enseguida.
Cuando revisé la correspondencia vi que me decía que fuera a verle enseguida a su casa. Fui en cuanto pude, y la facilidad que yo tuve fue que hablaba y entendía el francés. Había 2 catalanes de Sant Feliu de Guixos (uno con esposa y otro solo – tenía su mujer en España-). Me fui juntando y encontrando con personas que me podían ayudar en algo (los catalanes, la esposa de un catalán…, que falleció en un accidente -había encontrado un ángel y lo perdí…-) y fui siempre avanzando con prudencia.
A los 3 o 4 meses ya tenía amigos y amigas. Yo esperaba mucho de los franceses y para mí fue mucho porque desde joven leía mucho sobre los franceses, artículos de periódico… y con eso me pude ir arreglando.
Empecé a trabajar, en un trabajo muy malo, pero peor que Mauthausen no había nada.
Como estaba mal de las piernas me dieron un trabajo sentado para hacer tapones de corcho en la champaña. Íbamos rodando y ayudándonos. Yo de los franceses he quedado muy contento. Oía a algunos compañeros míos que hablaban mal de ellos porque nos tuvieron en un campo de concentración, pero ¿dónde habríamos ido? En el campo murieron muchos conocidos de sus padres."

Antonio Ballesta hizo una nueva vida en Francia. Se casó, tuvo allí sus amigos, su trabajo... y el vínculo con su familia y su tierra roto por la guerra no se pudo comenzar a recuperar hasta pasados muchos años.
"La primera vez que pude volver a Alicante (sobre mediados de los 50) fui con mi hermano a las oblatas a misa, en la Avenida de Jijona. Hacía tiempo cálido y todos iban con camisa de manga corta. Había hombres que iban allí asiduamente, con gusto y que aceptaban la religión. Yo vi eso cuando regresé. Pero antes yo había visto algo diferente (recordemos que Antonio vivió durante la República, y esta es de las cosas que más le sorprendieron en su retorno).
Yo venía descubriendo, y quería volver para ver la reacción de algunos que yo conocía. Pero fuera de eso, todo era normal. Yo iba siempre ahondando y viendo para volver a conocer el país, todo lo hacía con vistas a eso (si leía un periódico, una revista, hablaba con la gente… preguntaba…). Después estuve viviendo en la champaña (mi mujer era de allí)… pero los hombres allí eran menos francos, eran anticatólicos, les era indiferente…
Pero venir aquí me gustaba, porque iba viendo cómo crecía la familia.
En Francia iba al teatro todos los domingos, algún sábado al cine… (aunque los sábados se trabajaba…) pero yo no me encontré defraudado al volver. Yo parto siempre de la misma base, que un ser humano puede ser agresivo, puede cometer errores, hacer injusticias, pero malo malo, allí en Mauthausen."
Antonio tuvo dos mujeres, que dolorosamente perdió. Con el paso del tiempo, volvió a Alicante para quedarse aquí a vivir.
Hoy cuando le preguntamos por cómo ve todo esto con la distancia, y deseamos saber qué le dice su corazón cuando reflexiona sobre lo vivido, nos cuenta esto:
"He visto la cara de la maldad. Allí decían que cogían a niños de los pies para estrellarlos. Aunque yo no lo viera, sí me lo creo.
Yo no condeno la conducta de nadie si no es con muchos motivos. Cada ser humano tenemos nuestros seres queridos y nuestras ideas. Por esas ideas hacemos a veces cosas que no debíamos hacer. Pero encontrar un ser humano que sea malo, no entran muchos en la cuenta…
Estoy convencido, estoy seguro… porque yo me he instruido como pude aquí, en Francia, luego aquí… como pude, pero siempre partiendo de la base de que el hombre aquí no era malo. Pero allí en Alemania, los SS sí lo eran… pero incluso entre ellos, aún había buenos. Una vez un SS me dio su casco para ir a hacer un trabajo con él, pero eso fue porque estaba solo y nadie le vio.. En otra ocasión, uno que era muy grande, me dejó su gamela (el plato de la comida) donde trabajaba, me dió cuatro gritos, y me dijo que la lavara. Y hacía esto porque me dejaba un poquito de sopa (y claro, para que los otros no se enteraran…).
En un barco que va a salir que solo queda una plaza para salvarse, uno te echa al agua. Luego cambia de parecer… como ese SS que me daba los trozos de pan…"
Quizá, después de una conversación como esta con Antonio Ballesta, no nos quede mucho más que añadir a sus palabras. Sólo soñar con que en el mundo nunca se repitan horrores como estos, y aprender de la lección que nos da una persona que ha vivido escenas tan horrorosas como las de la Guerra Civil y el Campo de Concentración de Mauthausen, y que nos contó que lo mejor que puedes tener en cualquier lugar es un buen amigo, y que seguía, pese a todo, con la convicción de que en el fondo, el hombre no es malo por naturaleza.
El dia 12 de diciembre de 2007, Antonio Ballesta cumplió 97 años.
En nombre de Alicante Vivo, gracias Antonio, y que tu memoria no se borre jamás. Y gracias también a Jose Manuel Juan Navarro, un buen amigo del blog que nos permitió acceder a entrevistar a Antonio Ballesta.
Enlaces y fotografías sobre Mauthausen:
Galería de fotos del campo de Mauthausen (las fotos se pasan con las flechas de abajo)
Fotografías de Mauthausen (pueden herir sensibilidades)
Amical Mauthausen
Wikipedia
Memorial de Gusen
Fotos del archivo del Museu d´història de Catalunya
Vídeo del holocausto en Mauthausen
Instalaciones del Campo de Concentración
Visita a Mauthausen

Lectura recomendada:
Libro Memorial. Españoles deportados a los campos nazis (1940-1945)

Más fotografías del Campo de Mauthausen

 
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