19 febrero 2008

EL CASTILLO DE ALICANTE Y LA PLAYA DEL POSTIGUET: ¿2000 AÑOS DE VOCACIÓN TURÍSTICA...?

Pierre Coppens, publicó hace 2 años un artículo titulado "El castillo de Alicante y la playa del postiguet... 2000 años de vocación turistica (Alicante visto por un Belga)" en una revista gratuita de San Vicente.
Al parecer, el artículo tuvo una acogida excelente.
Hoy, amablemente, nos envía dicho trabajo para que lo publiquemos en la web.
Todos nuestros lectores van a ser testigos de un formidable trabajo de investigación que Pierre consiguió gracias a la información historica facilitada por el Ayuntamiento de Alicante, el Archivo Municipal y la Diputacion a través de la colaboración extraordinariamente agradable de sus funcionarios.
Esperamos que os guste

Si hay una cosa que sorprende a cualquier forastero, que por primera vez visita la ciudad de Alicante, es sin duda la omnipresencia de su castillo.
Todas las ciudades que tienen la suerte de tener un castillo o una fortaleza tienen para mí un encanto muy especial; pero el caso de Alicante es poco corriente.
Al principio, cuando uno llega, no se da realmente cuenta de su presencia: esta ahí, como un elemento más del paisaje; el visitante se fija en el entorno comercial y bullicioso, en las fiestas locales y el ambiente desenfadado poco habitual en una ciudad de esta importancia. Descubre también una capital provincial que tiene un puerto deportivo y una playa de arena fina en pleno centro de la zona antigua, a un paso del mismísimo Ayuntamiento.

Y es precisamente, cuando el visitante va paseando por la playa, llamada “del Postiguet” que siente “Su” presencia, como algo extraño por detrás del hombro que le hace girar la cabeza, dejando de mirar al mar.Es cuando realmente lo descubre con toda su potencia, se siente observado, vigilado, dominado...
Pues, esta misma impresión la tuvieron que tener los primeros pobladores que llegaron a esta costa, hace muchísimo tiempo, tanto que uno casi no se acuerda que el lugar era ya ocupado en la edad del bronce, donde se edificaron las primeras fortificaciones conocidas. ¡Normal!, Es que el sitio no tiene desperdicios: una mole rocosa de 166 metros de altura llamada actualmente “Monte Benacantil”, desde el cual se puede divisar y vigilar casi toda la costa desde Cartagena hasta el Cabo de la Nao, punta extrema oriental de la península Ibérica, o sea, cien kilómetros de un lado y del otro.
Es sin duda alguna, esta situación estratégica muy particular de dominio sobre los llanos y la bahía la que propició los sucesivos asentamientos humanos, que han tenido lugar ahí desde los tiempos más remotos. Siempre fue un lugar fortificado. Los griegos llamaron al sitio “Leukon Teijos”.

Diodoro de Sicilia nos cuenta, que el primer castillo de este nombre fue construido por Amilcar Barca, aliado de los Iberos que ocupaban el terreno, eso es, unos doscientos años y pico antes de Cristo. Amilcar se dio cuenta enseguida de la importancia que podría tener una fortificación en la cima de este monte, para vigilar las naves de toda clase y en particular las de los romanos, con quienes los cartagineses estaban siempre en guerra. Rebautizaron el lugar como “Akra Leuka”, que podría traducirse como “Cumbre Blanca”.
Claro que no fue la única cosa que hizo Amilcar Barca en esta zona, por eso se llamaba “Barca”, que en Cartaginés significa “fulgor”. Como comandante en jefe de la Armada y de los ejércitos, viajaba mucho para la época. Ocupándose de su país, de los indígenas, de las revueltas y de los Romanos. O sea, que podríamos pensar que fue, quizás, el primer turista de verdad que tuvo esta ciudad visto que como muchos otros visitantes a lo largo de los siglos, vino de paso y se quedó. Trayendo con él sus animales de compañía, elefantes, camellos y otros por el estilo. La historia nos cuenta que en esta tierra murió, concretamente en algún lugar del río Segura, no sin dejarnos aquí sus dos hijos: Amilcar y Annibal, éste más conocido sin duda, por las vacaciones que se quiso tomar en Roma viajando a lomos de elefante.

Los romanos se lo tomaron muy mal y una vez más declararon la guerra a Cartago. Llegaron a Akra Leuka y se ve que también les gusto el sitio y se quedaron unos cuantos siglos. Primero cambiaron el nombre de la ciudad, latinizando “Akra Leuka” en “Castrum Album” y después en “Lucentum”.

Los Romanos hacían una gran diferencia entre lo que es un pueblo civil y una fortaleza militar. Por este motivo construyeron su poblado e n una zona privilegiada que se llama en la actualidad “Albufereta”, muy cerca del castillo, donde se pueden contemplar los vestigios de la “Lucentum” Romana, con su puerto bien protegido y sus muelles para la carga y descarga de los barcos. Utilizaban entonces el Castillo como fortaleza militar y punto de vigilancia privilegiado.
Pasó el tiempo y como todo lo demás, las civilizaciones, los pueblos y las culturas que se creen eternas, desaparecen igual que han nacido y son substituidas por otras. Así ocurrió con la civilización romana. Dejó sitio a los árabes que al parecer empezaron a llegar aquí por el siglo IX de nuestra era. Poco a poco llegaron más y más, hasta ocupar toda la zona. Construyeron sus segundas residencias; que con el tiempo y la prole se convirtieron en primeras. Igual que los romanos, importaron su cultura sus costumbres y sus creencias. Naturalmente se fijaron de inmediato en el castillo y sus posibilidades como punto fortifi cado. Claro que como ellos eran expertos en construcción de fortalezas, se dieron cuenta de la excelencia de la ubicación de esta que, además, tenia la ventaja de poseer ya unas obras defensivas que se podían aprovechar, o sea, que solo había que hacer unas pequeñas reformas para darle un toque más acogedor.
El historiador árabe “El Edrisi”, también de vacaciones en la playa del Postiguet dijo: “...es muy fuerte el castillo que defiende esta ciudad y difícilmente se puede trepar hasta él”.
Total, que se pusieron manos a la obra y para reformas se lo montaron a lo grande, dando al lugar una extensión más o menos similar a las fortificaciones actuales. Claro está que a parte de ser inexpugnable, la plaza tenía que poder resistir a un asedio y un sitio en regla. Por lo tanto construyeron muros, fosas, puentes levadizos, estancias y cuarteles, polvorines, pozos de agua dulce, acondicionaron corrales y recintos para reses y otros porm enores, de estos que facilitan la vida a cualquiera y hasta cambiaron el nombre de la ciudad en “Alicantara”. Bueno, por lo menos eso es lo que dice la leyenda.
En aquella época, cuando en un lugar determinado se establecía un ejercito, lo hacia con su séquito, familias y demás sujetos; artesanos, comerciantes, obreros y otros, lo que favoreció el asentamiento de la gente en la ladera occidental del castillo en el barrio conocido hoy como “de Santa Cruz”, muy cerca de la Mezquita. Esta había sido edificada en el mismo solar donde hoy se encuentra la primera iglesia católica de Alicante: “la iglesia de Santa Maria”. Justo detrás de las murallas occidentales, entre lo que es hoy la Rambla y la calle Labradores, se hacían los enterramientos y por lo tanto la mayoría de los edificios construidos posteriormente y hasta nuestros días lo son sobre una necrópolis.
Otra vez pasó el viento del tiempo. Es cuando por el siglo XII que Alfons o VIII quiso también pasearse por la playa del Postiguet y visitar el castillo que le habían dicho que era muy bonito. Pero los moros le dijeron que no, porque él era Cristiano y que no podía ser porque eso estaba muy mal visto.
Alfonso, que era muy buena persona, por eso lo llamaron “El Bueno”, se lo tomo muy mal, fue así como una ofensa imperdonable. Decidió hacer una acampada en la playa y de paso tomar el castillo al asalto.
Hay que decir que en aquellas épocas, nada era como ahora. El Rey se desplazaba con sus caballeros, sus soldados, la intendencia, las tiendas de campaña, los caballos, las mulas y los bueyes, los carros, los cacharos de cocina y, además, como venían a la playa, se trajeron las mujeres y los niños.
En fin, ¡que de discretos, nada! Eso de que “vamos de incógnito para evitar a los paparrazis”, pues no. Vamos, que se les veía llegar desde centenares de leguas a la redonda. Total que los moros les est aban esperando y les mandaron otra vez a sus casas de Castilla. Se habían gastado el dinero de las vacaciones y no pudieron ver ni la playa.
Pero un siglo más tarde, Fernando III llamado “El Santo” se tomo la afrenta familiar como suya y decidió vengar a Alfonso. Como ya era un poco mayor para emprender tal faena encomendó la misión a su hijo Alfonso X que se tomó el asunto muy en serio.
Era un hombre inteligente, por eso más tarde le llamaron “El Sabio”. Estudió un poco los motivos de la derrota de Alfonso VIII, concibió una nueva estrategia y venció a los moriscos. Tomó el castillo, según dicen las viejas crónicas, el 4 de diciembre de 1258 día de Santa Bárbara, patrona de los artilleros, que eran muchos y utilizaban catapultas.
No quiero quitarle valor a la empresa de Alfonso X, pero hay que reseñar que en su época el poder político de las taifas se encontraba en franco declive. Y cuando el poder político es déb il, el ejército esta poco animado teniendo en cuenta, que los combatientes eran en su gran mayoría mercenarios que luchaban para quienes mejor les pagaba y que cuando recibían una mejor oferta se pasaban al enemigo. En cuanto a los civiles, todos habitantes corrientes, artesanos y comerciante, es evidente que aparte de no tener ninguna experiencia militar, les daba igual cambiar de bando, a cambio de que les dejaran vivir y eso es lo que hicieron sin duda alguna. O sea, que eso de luchar por la patria y cosas semejantes, pues lo justo.
Como ya hemos visto, las mejores cosas se terminan algún día, incluso las vacaciones, y Alfonso tuvo que regresar a casa para ocuparse de otros menesteres, como el futuro del estado y otras cosas más aburridas. En aquel entonces no era todavía tan sabio. Por este motivo dejó el castillo a la custodia de una pequeña guarnición de militares que se quedaron muy sorprendidos al ver volver a los moros con intención de recupera r sus casas, su castillo y su playa.
Vencieron con facilidad, visto que conocían muy bien el terreno y sabían que los nuevos ocupantes no eran muchos y carecían de teléfonos para pedir refuerzos... Se quedaron de nuevo.
Entre conquistas y reconquistas, hubo que esperar, según la enciclopedia, hasta 1304 para que los Reyes Aragoneses tuvieran también el deseo incontenible de visitar este famoso castillo, del cual Alfonso X habló en tan buenos términos: “...por ser de los mejores castiellos e lo más fuertes e lo más senyalados de España.” Así que otra vez vinieron, se lo tomaron al asalto y se quedaron. Dice la crónica que Jaime II de Aragón, personalmente, realizo el asalto con sus unidades de comandos y es cuando anexiona la ciudad, definitivamente, a la corona de Aragón.
Desde 1562 hasta 1580, bajo el reinado de Felipe II, se hicieron nuevas reformas que dieron a la fortaleza su aspecto actual. Luego, a partir del siglo XVII, los Reyes de las diferentes partes de España entablaron un sin fin de disputas para ser dueños de un lugar tan codiciado y con vistas tan maravillosas.
Cada uno de los ocupantes hizo sus pequeñas reformas. Construyeron curiosas bóvedas, nuevos muros, salas nobles, la casa del gobernador, el salón de Felipe II, el cuerpo de guardia, el bastión de la Reina, el patio de armas. En fin toda clase de comodidades, lo que para la época tenía que ser como un hotel de cinco estrellas, con servicio de categoría y habitaciones con vistas. Como decimos en la actualidad, confort, sol y playa a gogo.
El puerto, ubicado en su lugar actual, se convirtió paulatinamente en el principal foco económico de la ciudad. Se desarrolló una importante actividad comercial, basada en la importación y exportación de todo tipo de géneros. Se construyeron nuevas fortificaciones para defender la zona portuaria y la ciudad fue creciendo poco a poco, extendiéndose, a la sombra de las laderas de su castillo.
A pesar de esta aparente tranquilidad, las guerras y los conflictos de todo tipo seguían asolando el país. Guerras civiles, de sucesión, de familias. Todas las ocasiones eran buenas para revindicar la propiedad del castillo y el acceso a la playa. La fortaleza pasa a manos de unos y otros, en función de las alianzas y de los pactos del momento.
Franceses, ingleses, holandeses, italianos, irlandeses y algunos otros querían visitar la playa y el castillo, aliándose con el pretendiente de turno. Fue la época de las asociaciones momentáneas. Bueno, en el fondo y con el paso del tiempo eso no ha cambiado mucho, siguen viniendo, solo que lo hacen de forma más pacifica y cambiando el modo de trasporte. Ahora la mayoría llega en aviones charter, salvo los descendientes de los moriscos que lo hacen en barcos de pasajeros. Además, igual que hace dos mil años, la mayoría quiere quedarse.
Así que e l 25 de julio de 1691, una flota de treinta y seis barcos al mando del Almirante francés D’Estrées, bombardeo la ciudad de Alicante durante cuatro días. Fue a raíz de la guerra que enfrentaba el Archiduque Carlos, aliado con los holandeses e ingleses, con el Borbón Felipe V, que se alió con los franceses, los italianos y los irlandeses. El noventa por ciento de la ciudad fue destruido, pero el castillo no fue dañado. Algunos de los impactos de este bombardeo pueden verse todavía en la muralla que se encuentra por debajo de la iglesia de Santa María en el Paseito de Ramiro.
En 1702, llegó una flota inglesa que fondeó un tiempo en la playa para proteger la ciudad, en manos de los Carlistas. Volvieron en 1704 y de paso se apoderaron del castillo de Altea, que estaba en manos de los Borbones. En la actualidad prefieren quedarse en Benidorm...
Mientras tanto, el 9 de octubre del mismo año, fondean en el puerto de Alicante 42 navíos franceses con Don Alfonso de Borbón. Pero, misterio del destino, esta flota estaba al mando del mismo Almirante francés D’Estrées, ya bien conocido por los alicantinos. La historia nos cuenta que Alfonso de Borbón fue recibido con todos los honores, pero que al Almirante le aconsejaron quedarse a bordo de su barco. Claro, es que unos años antes había arrasado la ciudad y la verdad es que no era bien visto por los habitantes.
Un poco más tarde, en 1706, las tropas del Archiduque Carlos, con la ayuda de los británicos, vuelven a sitiar la ciudad. Siendo atacados por un buque corsario francés con 200 marinos a bordo. Estos últimos consiguieron aliviar un poco la situación de los sitiados y a contener momentáneamente, al enemigo.
En esos momentos la defensa del castillo estaba encomendada a unos regimientos italianos, unos 700 ciudadanos y milicianos de Castalla y unos 900 soldados franceses e irlandeses.
A partir del 31 de julio de 1706, lo s ingleses empezaron a bombardear las defensas de la ciudad durante 8 días y se lanzaron al asalto el 8 de agosto, apoyados por las tropas holandesas, consiguieron ocupar la plaza, pero no así el castillo.
Un cronista Alicantino de la época, Camilo Jover, nos cuenta textualmente lo siguiente: “... los fuegos de nuestras baterías se suspendieron a las cuatro de la tarde, pues la metralla enemiga barría sin cesar los fuertes y desalojó a la guarnición de su puesto. Sólo cuarenta veteranos franceses se mantuvieron en el torreón de la puerta del muelle, hasta que cerró la noche, disparando impávidamente descargas de fusilería contra los sitiadores. Cuatro de estos valientes murieron en sus trincheras y dieciséis cayeron heridos. Los demás no retrocedieron ni un solo paso: hazaña digna de eterna memoria.”
Tomada la ciudad, los regimientos Napolitanos, los milicianos de Castalla y los defensores Alicantinos al mando del Mariscal Francés Ma hony, se refugiaron con los franceses en el castillo.
No obstante, la noche del 9 de agosto de 1706, la mayoría de los milicianos y muchos caballeros de la ciudad abandonaron el castillo, quedando en la fortaleza unos 800 soldados, en sus mayores partes italianos, franceses e irlandeses. Tal como evolucionaba la situación en la ciudad, dichos soldados empezaron a desertar, descolgándose por las murallas. Así que el 7 de septiembre de 1706, como resultado del intenso fuego al que estaban sometidos los pocos defensores restantes, quedando apenas unos 235 soldados, el Mariscal Mahony capitula dejando la fortaleza en manos de los asaltantes.

Como la historia no deja de repetirse, dos años después, en el invierno de 1708, los Borbónicos, al mando de un comandante llamado D’Asfelf, llegaron de nuevo con sus tropas a Alicante, ocupando la ciudad y dispuestos a recuperar el castillo que seguía en manos de las tropas Inglesas.
D’Asfelf ide o un plan tan rotundo como maquiavélico y sin duda fue protagonista del acontecimiento bélico más espectacular de toda esta guerra: ¡quería recuperar la fortaleza haciéndola saltar por los aires, minándola por debajo con pólvora!
Para ello, los zapadores excavaron un túnel en la base de la montaña para formar lo que se llama una mina. Este trabajo quedó terminado a mediados de febrero de 1709. Se cargó el fondo del túnel con explosivos el 28 de febrero y D’ Asfelf invito al comandante inglés Richard, a entregar el castillo. Incluso le propuso el bajar para ver que efectivamente se había cargado la mina con mil quinientos quintales de pólvora. Pero Richard no quiso rendirse y el 4 de marzo de 1709 se encendió la mecha.
La explosión afectó a una parte del castillo, muriendo Richard y unos veinte soldados. Sin embargo, la guarnición inglesa no capituló hasta el 19 de abril de 1709, abandonando la fortaleza. De esta forma, Alicante p udo ser liberada de la ocupación de las tropas partidarias del Archiduque Carlos.
Esta batalla fue la última que se libró por la posesión del castillo de Santa Bárbara, pero sigo siendo una plaza militar perteneciente al estado. En el siglo XIX fue utilizado como prisión militar y estuvo artillado hasta 1893. Fue definitivamente cedido al Ayuntamiento de Alicante por el Ministerio de la guerra en 1929.
El castillo se ha quedado durmiendo hasta la década de los sesenta. Un descanso bien merecido sin duda y que sirvió, entre otras cosas para adecentarlo, con el propósito de abrirle a las visitas del publico en general. Rindiendo de esta forma, un tributo a la nueva invasión de nuestros tiempos, que es el turismo; importante motor económico de la ciudad.
A este testigo mudo de tanta historia, se accede por la antigua carretera que sube por la ladera trasera de la fortaleza o por un moderno ascensor. Su entrada esta situada justo enfre nte de la playa del Postiguet, penetrando por un túnel de 205 metros excavado en la roca. El ascensor eleva el visitante a gran velocidad hasta una altura de 144 metros, directamente a la explanada del castillo.
Sería imperdonable visitar Alicante y no subir a la fortaleza. Además de poder contemplar un paisaje fuera de lo común y tener unas vistas incomparables, uno puede meditar sobre la historia de este lugar que fue tan codiciado y por la posesión del cual murieron tantos hombres.
Ahora y antes de terminar esta breve historia, tengo que reconocer que sería inexcusable, por mi parte, no contaros la leyenda de los amantes que dieron su nombre a la ciudad.
Hay leyendas que se repiten en cualquier parte del mundo y casi siempre son historias de amor, por eso perduran, porque el amor es eterno ¿verdad? No muere nunca y afecta a todos los seres humanos por igual sin distinción de raza, de religión, de edad o de nacionalidad. Y cuando este amor es, además, apasionado y desgraciado, tomará más fuerza la leyenda, dejando así a sus involuntarios protagonistas, una muy apreciable recompensa, tardía es cierto, pero la tiene.
Por eso quiero contaros la historia de dos amantes que tuvieron el consuelo de ver fundidos sus nombres, para dar el suyo a una ciudad. Un lugar que fue testigo de su amor frustrado y les permitió así hacer realidad un sueño imposible: alcanzar la inmortalidad.
Aly y Cántara vivían en lo que se conoce hoy como Alicante que entonces era muy pequeña. Esta fue sin duda una de las razones por la cual se conocieron, pero también había otras. Cántara era hija del Califa de la ciudad y, además, era de una extraordinaria belleza. ¿Que extraño tiene que de semejante belleza se enamoraran ardientemente dos jóvenes moros, caudillos del famoso moro Musa? Esto tampoco sorprendió al Califa que, aunque hubiera querido para su hija el mejor de los partidos, decidi ó otorgar su mano a uno de los dos. ¡Pero terrible dilema! : ¿Cuál de los ellos?
Parecían buenos chicos y el Califa no quería enemistarse con ninguno. No estaban los tiempos para semejantes disputas; bastantes problemas le causaban los malditos cristianos. Tomó, pues, una decisión salomónica. Propuso a ambos pretendientes que realizaran, así como un trabajo extraordinario y el primero que tuviera dicho encargo terminado, tendría la mano de la bella Cántara. Como fiel Musulmán que era, el Califa sabía que la elección estaba hecha por Alá, “el Todopoderoso”, quien tiene escrito de antemano todo lo que a sus fieles va a acontecer. Solo había que dejar que el tiempo se encargara de desvelarlo.
En cualquier caso, Almanzor, que así se llamaba el otro pretendiente y Aly, se pusieron manos a la obra. Almanzor marchó a la India en busca de raras y finas especias y Aly, más astuto, decidió hacer un trabajo que le permitiera permanecer cer ca de su amada. Decidió construir una acequia que traería agua desde Tibi a sus dominios. Empezó con mucho ímpetu pero, poco a poco, se fue enfriando. Pasaba la mayor parte de su tiempo al lado de su amada, cantando sus virtudes y sus excelencias, que no eran pocas y, además, lo hacia en versos. Proverbial es la pasión de los árabes por la poesía y Cántara enamorándose perdidamente de Aly, hizo la elección sin esperar.
Pero cuando volvió Almanzor con su barco cargado de especias, el Califa, que era un hombre de palabra, le dio la mano de Cántara. Y como era de suponer, aquí empezó el drama. Aly, desesperado, se tiró a un barranco de Tibi, produciendo una gran depresión que, según la crónica, fue aprovechada para construir más tarde el pantano del mismo nombre. Cántara, decidió seguir los pasos de su amado y se tiró al mar en un lugar conocido como “el risco de San Julián” que desde entonces se llama “El salto de la reina mora”.
Nada dice la leyenda de cual fue el destino de Almanzor; pero si se sabe que el Califa murió de tristeza y que en el momento de su muerte, apareció sorprendentemente su efigie, grabada en el monte Benacantil, mirando a La Meca, dando lugar a lo que hoy se conoce como: “la cabeza del moro”, que se puede contemplar desde la playa del Postiguet. Aunque la figura fue dañada por la explosión de la mina en 1709, que causo unos desprendimientos importantes, la visión de esta imagen sigue siendo impactante.
Cuenta la leyenda que la corte sarracena, impresionada por la desgracia, decidió dar a la capital el nombre de los desgraciados amantes: Alicántara. De ahí viene el nombre de Alicante y no de Leukon Teijos, Akra Leuka, Castrum Album ó Lucentum.
Bueno, eso es lo que dice la leyenda, que como sabemos es el fruto de la imaginación popular. La otra historia, la que se escribe con H mayúscula, la escriben otros señores mucho más serios. A sí que yo, que también soy forastero, os he contado entre hechos y leyendas, la historia de una ciudad, una playa y un castillo que tienen indudablemente nada más y nada menos, que dos mil años de vocación turística.
Curándome en salud respeto a los inevitables errores que puedo haber cometido en mi relato, me despido de ustedes con una frase purificadora y absolutoria: “Tal me lo contaron lo cuento, sin añadirle ni restarle ni una tilde”. Pues eso... pero no sin darles un último consejo: Venga a visitar Alicante, su playa y su castillo, no sea que vengan otros y nos lo quiten otra vez...


Pierre Coppens
Noviembre de 2005

 
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