06 mayo 2008

EL AMANTE HELADO

Teulada, en la Marina, se abre al mar por Moraira, pero el pueblo queda más al interior, situado sobre una prominencia. En el casino, siempre lleno, una barahúnda enorme de voces se funden en pandemónim. Para entenderse, las gentes se desgañitan. Golpetazos secos de las fichas de dominó, palmas al servicio, humo, tan espeso, que se corta con una navaja. En una mesa, están sentados Juan, Benito, Rosendo y Felipe; en torno, algunos curiosos siguen las evoluciones del juego. Pasan las horas, se va a la revancha. Un día y otro día, el juego es la distracción cotidiana.

Juan hace uso del pañuelo, con un fuerte zambombazo; después, lo deja de nuevo en el bolsillo. Uno de los mirones, que tiene fama de ser más ruín que la tenca en salsa, observa cómo un objeto metálico cae al suelo y creyéndolo una moneda de plata pone el pie encima. Luego, recoge muy disimuladamente el objeto, hallando entre sus manos, sorprendido, las llaves del domicilio del jugador.
Hace un ademán de devolverlas, pero al instante un pensamiento pecaminoso acude a su mente. La mujer de Juan, de la que en un tiempo estuvo enamorado, es una moza garrida, de muy buen ver, con buena pechuga y muslos y todo lo que un hombre puede apetecer, casada inexplicablemente con aquel patán que no sabe cuidarle como merece joya tan valiosa, pasando los días en la taberna, oliendo a alcohol -aunque él, en este aspecto, nada puede echarle en cara- y a tabaco.

Mientras los jugadores siguen con la partida de cartas, sale al exterior, apretando las llaves en su mano. Da unas vueltas por la plaza y piensa que Juan no volverá al hogar hasta pasada la media noche. Antonia habrá cenado sola y se acostará desolada, ante la displicencia del egoísta marido, poco merecedor de miramientos morales.

El Trabuco -el nombre le procedía de un abuelo cimarrón que había formado parte de la partida de bandoleros de Pep de la Tona, rey de la Marina-, aunque rudo, era leído; en sus ratos libres, que eran todos los del día, tumbado bajo los algarrobos, había devorado muchos libros que el Tío Tábena tenía amontonados en el desván. Por eso, al ir camino de cometer la tropelía, el Quijote a su vera era un enano. El sí que iba a desfacer un entuerto.

La calle estaba desierta y en la casa del futuro marido burlado ya no había luz. Con cautela, el allanador de moradas, subrepticiamente, introdujo la llave en la cerradura, penetrando en el zaguán. Luego, cerró por dentro, pasando incluso la tranca, por un sí acaso, quedando a la escucha. Todo estaba en silencio y allí mismo se desvistió, dejando la ropa sobre una de las sillas trenzadas de esparto que estaban alineadas todo a lo largo de la pared.
Cuando el sátiro, sigilosamente, penetró en el sanctasantorum, un nudo le oprimía la garganta. En la ventana que daba a la calle, un postigo estaba entreabierto, iluminando tenuemente la habitación. Con los brazos por delante, tanteando, se acercó a la cama y fue palpando con las yemas de los dedos, hasta hallar el cuerpo de la mujer. Luego, con sumo cuidado, apartó los cobertores, acostándose a su lado.
Valiéndose de besos y caricias, despertó a la joven. Esta, medio adormilada, correspondió al semental, engarzando los brazos en torno a su cuello, abandonando el cuerpo. Sólo dijo:
-¡Qué gelat estás!
Tras el contubernio, los amantes se dieron la espalda. Minutos después, al comprobar por su respiración que la muchacha dormía de nuevo, el Trabuco se levantó con sigilo, saliendo de la habitación. Después de la trapacería, se sintió más hombre.
El fariseo volvió al bar y se sentó al lado de Juan, dejando muy disimuladamente las llaves en su bolsillo, sabedor que en la trépala habida en el local a aquellas horas, no se descubriría la falacia, como así fue.

Nunca sería descubierto el fraude, si Juan hubiera usado de la misma prudencia que su convecino. Sin embargo, el porrazo que dio el trasnochador, despertó a la esposa, quien, atónita, vio cómo su marido encendía la luz y sin miramientos comenzaba a desnudarse.
-¿Has vingut a sopar?-preguntó la muchacha.
Después de la negativa del hombre, Antonia se estremeció, barruntando que algo oprobioso e irremediable había ocurrido. Conocedora del genio de su marido, temerosa de unas consecuencias cuyo alcance no podía prever, guardó para sí el secreto. Juan se quedó dormido, ignorante del trueque de personalidad.

Pasaron los días y la mujer vivía anhelante, escudriñando el comportamiento de los demás, convencida de que algún día, el violador, se denunciaría. En su interior, más lamentaba no saber de quién se trataba, que el acto en sí.
Pasado algún tiempo, un domingo, en la iglesia, al acercarse a la pila de agua bendita, se halló frente al sátiro. Éste, al verla, dijo con reticencia:
-¡Qué gelat estás!
La mirada del bulubú fue irónica y la mujer le miró con desdén, pensando que la perdiz por el pico muere. No iba a incriminar, ni podía rezar, así que salió de la iglesia.

Ya en la casa, tomó una taza de tila y se tumbó en la cama, poniendo las manos bajo la nuca. En todo el pueblo no conocía otro hombre por el que sintiera tanta repugnancia. Sin eufemismos, era belfo, borracho, caracaña y jamás podría perdonarle, prometiéndose a sí misma, como Dios estaba en lo alto, que aquel ser nauseabundo nunca más se acostaría con otra mujer. Ella no iba a ser una ploranera, para eso era una hembra de la Marina, de belleza y sentimientos helénicos, proviniente de una raza de luchadores que habían llegado por el mar.

A partir de entonces vigiló concienzudamente los ires y venires del dipsomaníaco, averiguando en dónde pasaba los días, así como la hora en que regresaba al hogar hecho un odre.

Un sábado, conociendo de antemano que Juan trasnocharía, tomó bajo su brazo un hato ye n al mano un cántaro, dirigiéndose al pozo situado en el camino a Benitachell. Antes de llegar, ocultó entonces el recipiente entre unos matojos, sacando de su interior un par de agujas de confeccionar capazos. Colocó un cirio encendido dentro de una calabaza, colocándola sobre su cabeza. Luego, echó una sábana sobre los hombros y se fue vereda abajo, hacia la casa del violador, sabedora que nadie se metería con ella, pues la "bubota" era muy temida por todos.

Como una estatua sedente, esperó cerca de una hora sentada en el tocón de un algarrobo, los dientes prietos, el laudo dictado. Faltaban ya pocos minutos para que su honra dejara de estar en entredicho y poder sentirse la vengadora de todas las injusticias en la tierra.
En el preciso instante en que el Trabuco cruzó ante el árbol tras el que se había resguardado, saltó sobre él. Rápidamente, haciendo de sayón, clavó una aguja, cual escalpelo, en el occipital del macho, y, sin darle tiempo a reaccionar, se situó de frente, espetándole otra en el rostro.
El hombre, sin un solo gemido, se desplomó quedando en el suelo, en posición de cúbito prono, bien muerto, por siempre amén.
La bella dríade volvió por sus pasos hacia el pueblo. Muerto el perro, muerta la rabia, pensó. Fue crimen, como tantos otros, que quedó impune, hasta mucho después. Cuando ya a Antonia, por su edad, le habían colgado el sambenito de tía, confió entonces el secreto a algún allegado.

Texto de la serie "Cosas de fantasmas, duendes y brujas" publicada en el Diario Información durante 1986, con dibujos de Remigio Soler y textos de Francisco G. Seijo Alonso.

 
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