12 mayo 2008

EL ESTACAZO DEL TÍO FOLLAJES

Actualmente las almazaras no trabajan como antaño, cuando la mayoría de los pueblos alicantinos contaban con infinidad de estos artilugios de indudable valor etnográfico. Eran, todas, de tracción animal y las caballerías solían dar vueltas y vueltas en torno, como en las norias, sacando el jugo a la oliva.

En Busot, pequeño pueblo situado al pie del Cabeçó d´Or, montaña que ofrece en sus entrañas las afamadas y bellísimas cuevas de Canelobre, colmadas de estalagmitas y estalactitas, había tres almazaras. Una de estas antiguallas, pertenecía al tío Follajes, hombre enjuto, parco y trabajador, un tanto avaro quizá, al decir de las gentes.
En su vieja almazara, los más se conformaban con el menguado jornal diario: otros, en cambio, refunfuñaban, descontentos, llevándose por contra, a escondidas, con mucha cautela, alguna que otra botella de aceite para su hogar, aunque el almazarero, temiéndolo, daba tantas vueltas por el local, como las mismas caballerías.
A su pesar, tal era el fárrago habido que, de vez en cuando, sin poder explicárselo, desaparecían algunas cantidades de la preciada grasa líquida, en vista de lo cual al buen hombre no le quedó otra solución que montar la guardia en torno al cobertizo, con la esperanza de sorprender al noctámbulo.

Justo a la tercera noche de vigilia, el guardián pudo comprobar cómo por el camino se iba acercando a su hacienda un espantajo muy alto, blanco, llevando en un costado un cirio encendido. Era la temible "muserota", que tantas tropelías tenía en su haber.

La verdad es que el tío Follajes no era hombre que digamos de agallas y el enfrentamiento con esta aparición diabólica, por lo que de ella había oído, no le seducía. Por otra parte, no sabía si el fantasma era el ladrón, aunque lo presumía de antemano.
Por estos motivos, sin salir de su escondite, consideró prudente esperar a que aquél se manifestara, al tiempo que su corazón latía desacompasadamente, más, quizá, que el del intruso.
Llegada a la fábrica, segura de hallarse sola en el lugar de los hechos, la "musserota" se acercó a una ventana y la abrió sin dificultad. Este comportamiento vino a atestiguar al viejo que el pillastre era de la casa, habiendo dejado exprofeso la tranca fuera del lugar que le correspondía, para así facilitar la entrada, cosa que realizó con desenfado.

Tras un buen rato de paciente espera, una figura con una gran joroba bajo la blanca cubierta, salió del molino, pasando muy cerca del lugar en que el dueño estaba escondido, encaminándose en dirección al pueblo, por la misma vereda que había venido.

Fantasma y seguidor fueron caminando entonces en la misma dirección, por caminos poco frecuentados a aquellas horas de la noche, pues el tío Follajes, desarmado, no deseaba un enfrentamiento con el ladrón, conformándose con comprobar a dónde se encaminaba, para, de este modo, descubrir quién era el pillastre. Mas, en un recodo del camino, el aprovechado apagó el cirio y el buen hombre le perdió de vista, al haberse desviado por un atajo, entre bancales colmados de almendros.
Ante ello, el viejo regresó a la almazara y una vez en su interior revisó el número de cántaros habidos que, precavido, había contado aquella misma tarde. Grande fue su sorpresa al hallarlos todos en sus respectivos lugares, viniendo a caer en la cuenta que la astuta aparición nocturna había traído su propia vasija, llenándola de todas las demás, pra que no se echara en falta lo hurtado.

En días sucesivos, el buen hombre comenzó a hacer cábalas en cómo descubrir al ladrón, pensando que escudriñar en el rostro de los demás era tarea vana. Así que optó por callar y vigilar todos los días la tranca de la ventana por donde había penetrado la figura fantasmal. El resultado fue positivo. Una tarde, al pasar ante una ventana, observó la falacia, presumiendo que había llegado la hora de descubrir al ladrón. Aquella noche, el tío Follajes cogió la escopeta y se dirigió al molino, pero conforme se acercaba al lugar del encuentro comenzó a cavilar, razonando si, a fin de cuentas, un cántaro de aceite valía una muerte. Todos los que trabajaban en la almazara eran vecinos y amigos suyos, que le habían incluso ayudado a criar su prole. De todas formas, descerrajarle un tiro no, pero un escarmiento no le vendría mal al intruso. Si volvía aquella noche, allí terminarían sus escarceos nocturnos.

Después de un buen rato de espera, la blanca aparición, como la vez anterior, con el cirio encendido y cubierto con un manto blanco, fue acercándose a la almazara. El viejo sintió entonces que algo le agarrotaba la garganta, sabedor de que estos trasgos iban casi siempre armados, debiendo obrar con cautela y mucha rapidez para evitar un grave contratiempo. Si al menos supiera de quién se trataba, podría adivinar la reacción. Ignorándolo, si se revolvía contra él, teniendo que emplear el arma, era lo que más le preocupaba.

Pensando así, dejó entrar en la fábrica al estatermo, barruntando la sorpresa que se llevaría el cuitado, cuando al aparecer cargando sobre sus espaldas el untuoso producto del olivo, embarazado con el recipiente, se encontrara con el dueño.
Mientras aquél fue llenando su cántaro, el tío Follajes, con muy buen criterio, dejó la escopeta en el suelo y buscó una estaca, sujetándola fuertemente entre sus manos.

Poco después, a través de la ventana apareció primeramente el cirio y, detrás, quien lo portaba, cuidando de cerrar convenientemente la ventana, instante en el que cayó sobre sus espaldas un estacazo que retumbó en la noche, rompiéndose la vasija en mil pedazos. El fantasma cayó de bruces y el aceite se desparramó sobre él, empapando sus ropas, así como el suelo.
Sorprendido así el ladrón, de manera tan inesperada y brutal, se levantó raudo, emprendiendo una rápida huida, dejanod tras de sí un reguero oleoso, perdiéndose en la oscuridad.

El tío Follajes entró entonces en la almazara y cogió un farol, siguiendo a continuación el rastro que aquél había dejado. Terrenos y matojos, todo estaba impregnado de aceite, llegando el reguero hasta la misma puerta del hogar del vivales, que no lo fue tanto debido al atolondramiento que sufrió cuando el dueño de la almazara dejó caer sobre sus espaldas el estacazo.

El almazarero, creyendo que el escarmiento era castigo suficiente, no denunció el hecho a las autoridades competentes. El chasqueado, sabiéndose descubierto, a la mañana siguiente no se presentó al trabajo y pocos días después embarcaba en el puerto de Alicante con destino a Argel, dejando a los suyos a cargo de unos familiares allegados. Pasados años, los reclamó a su lado, y nunca más volvieron al pueblo.

A partir de aquel lamentable episodio, el tío Follajes no volvió a notar merma en sus vasijas, mas no por eso dejó de vigilar todos los días si las trancas estaban debidamente colocadas en las ventanas, por si a alguien se le ocurría la misma idea del taimado exiliado, haciendo fantasmadas en la noche a costa de la hacienda del vecino.


Texto de la serie "Cosas de fantasmas, duendes y brujas" publicada en el Diario Información durante 1986, con dibujos de Remigio Soler y textos de Francisco G. Seijo Alonso.

 
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