09 mayo 2008

LAS FALTAS DE ROSETA

Torremanzanas, pueblo diminuto y típico, colmado de tradiciones está situado en el mismísimo corazón de la montaña alicantina, entre los términos de Jijona, Relleu y Benifallin. Un callejón que corre por la parte más alta de la loma en donde se asienta el núcleo urbano, se denomina "del castillo", aunque el baluarte que en ella se levanta, y que sirvió como refugio en tiempos azarosos, no sea más que una torre desmochada que corona la loma. Otras calles paralelas, muy estrechas, van desde una masía señorial, que aún conserva bellos garitones en los angulares, hasta la era comunal en la que se realizaban las faenas del "batre" o trilla de los cereales. A pocos metros, muy cerca del "Morret de la Forca", donde en tiempos ajusticiaban a los malhechores, se halla el diminuto cementerio, flanqueado por el árbol de la paz.

Desde Torremanzanas se contempla la extensa panorámica de un amplísimo valle que baja escalonado hacia la hoya de Jijona, por cuyo centro, en busca del río Verde, corre aún un regato de menguado caudal que antiguamente alimentaba los molinos de grano de la partida de Serratella, artilugios hoy en desuso.
El campanario de la iglesia es muy alto y esbelto, y la parroquial la preside San Gregori, santo maligrero, entre otras cualidades -también es justiciero-, que libró en tiempos pasados a los campos del término de la plaga de la langosta. Por este motivo, todos los años tiene lugar en "La Torre de les Maçanes", sus afamadas fiestas patronales, en las que las torruanas salen en procesión por las calles del pueblo, portando sobre sus cabezas unos panes de descomunal tamaño -el "pa beneít" o bendito- costumbre ancestral de mucho colorido.

Pues bien, en una casita situada en la parte más alta de este pintoresco pueblo, habitaba en un tiempo una "fadrina" de rostro poco agraciado, lo cual no influía para que casi todas las noches tuviera un altercado con su prometido.
La madre de la muchacha, ante el cariz que, a veces, tomaban las trifulcas, vigilaba muy de cerca el comportamiento de la pareja y ante el saldo negativo en las entrevistas o festeo, barruntaba que un día ocurriría una tragedia, verbigracia la ruptura de las relaciones, aconsejando a su hija que, al menos hasta el casorio, tratara más cortésmente al muchacho, pues de levantar el vuelo no hallaría otro en toda la contornada. A pesar de los sabios consejos de su madre, la fémina, por cualquier trivialidad, se liaba a trompicones con su novio, quien, a pesar de todo ello, más feo y más lerdo que la ninfa, acudía a diario desde la partida de Teix, montado en una caballería.
Parte del sumiso comportamiento del hoombre, es atribuible a que la muchacha, a pesar de ser poco agraciada de rostro, era dueña, en cambio, de un cuerpo muy bien formado. Esto deslumbraba al galán, quien, en sus soledades rurales, pensaba a la par en el goce sensual y en la sana fortaleza de la joven, intuyendo que daría buenos frutos lo mismo en el lecho como en los bancales colmados de almendros y manzanos, disponiendo así, a la vez, de hembra y esclava. Además, le gustaban mucho los críos y seguro que le daría un buen racimo.

Pero, aquella noche, la doncella estaba imposible. El desdichado, tras una rabotada, se puso en pie y el compromiso matrimonial comenzó a tambalearse como un "catxerulo" pendiendo de un hilo. Llegó al cénit cuando Roseta afirmó que como pareja para las próximas fiestas en que sería "clavariesa", le acompañaría otro muchacho del pueblo, determinación que el labriego se negó a aceptar, amenazando con partir raudo para su feudo, si aquélla no desistía del propósito.


Ante ello, la madre, que escuchaba atenta la trifulca, tomó entonces la única solución que podría salvar del desastre a su hija: vestirse de "musserota". Saliendo de la cocina con mucho sigilo, entró en la habitación contigua, y, de un tirón, levantó las mantas de la cama, echando mano de una sábana de lienzo blanco que enrolló en su cuerpo, cubriéndola con su falda. Después, por la ventana, saltó a la calle y tras asegurarse de que ésta se hallaba solitaria, fue a situarse al cantón de la iglesia, en la costanera que baja al centro del pueblo, camino obligado de Pepet, barruntando que el mozo no tardaría en abandonar la casa.

Mientras, en el interior de la vivienda, el muchacho, todo acalorado por el comportamiento de Roseta, volvió a levantarse y dando un bufido de toro embolado, salió a la calle. La novia, sin ceder, se quedó junto al fuego, acostumbrada a las salidas de tono del adonis.
Como hacía frío, el joven subió las solapas de su chaqueta de pana y metiendo las manos en los bolsillos se fue calle abajo, caminando a grandes zancadas, en busca de la caballería que había dejado amarrada a un chopo, en las afueras del pueblo.
De pronto, se detuvo y ensanchó sus pupilas, intentado descifrar si aquel bulto blanco que se le venía encima, era humano o sobrenatural. Al escuchar una risa sardónica, dió un paso atrás y volviendo las espaldas al fantasma, que ya iba a alcanzarle, corrió hacia la causante de sus infortunios, llegando a la puerta en el instante en que la muchacha, al ver que el enfado iba en serio, se asomaba a la puerta. El cuerpo de Pepet botó como un proyectil contra la joven. Ambos, por la fuerza del impulso, rodaron sobre las baldosas deslustradas de la casa y Pepet, aunque atolondrado y jadeante, aún tuvo luces para aprovechar de la coyuntura, abrazando fuertemente a la joven, a la vez que exclamaba:
- ¡La musserota, la musserota!

Al tiempo, ya desembarazada de la sábana y de la calabaza, apareció la vieja, enmarcada en el quicio de la puerta, espantándose de lo que presenciaba, mascullando un rosario de sentencias mortales en lengua vernácula.
Luego, Pepet, balbuciente, trémulo aún por las dispares emociones acaecidas en tan corto espacio de tiempo, se sentó junto al fuego, explicando detalladamente, aunque con cierta fantasía, la trágica aparición. Era un fantasma alto, muy alto, con fuego en los ojos y ademanes amenazadores, rugiendo como un "gambosins" en la oscuridad, intentando atraparle entre los amplísimos pliegues de un sudario.

Indudablemente, el hecho así narrado, con emoción y temor, era muy grave. Por eso, las dos mujeres, previniendo males mayores, estuvieron de acuerdo en que no podían permitir que el joven se expusiera de nuevo a los peligros de aquel ser malévolo que campaba a sus anchas por el término de La Torre. Así, aquella noche, el muchacho se quedaría en casa, acostándose en un lugar de la cambra que la joven adecentó convenientemente.
No obstante, ocurrió un hecho curioso: ninguno de los protagonistas de este relato se percató, en un principio, que lo mismo la cambra como la habitación de la joven, carecían de puerta, pues allí nunca fue menester tal lujo. De esta forma, una vez que la vieja se durmió, Pepet, armándose de valor, pasó a la habitación de Roseta, terminando de relatarle, con todo detalle, lo sucedido.

Como todo estaba a oscuras, no se sabe lo que ocurrió después, pero el caso es que a los tres meses siguientes a tales hechos, debido a unas faltas en las funciones fisiológicas de la muchacha, en la parroquial de San Gregori se celebró una boda un tanto precipitada, al decir de las gentes.


Texto de la serie "Cosas de fantasmas, duendes y brujas" publicada en el Diario Información durante 1986, con dibujos de Remigio Soler y textos de Francisco G. Seijo Alonso.

 
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