En Jijona, uno de los pueblos más pintorescos de la geografía alicantina, habitaba una muchacha joven, agraciada y prudente, temerosa de Dios, huérfana de madre, muy encariñada con su progenitor. Doloretes, que así se llamaba la "fadrina", acudía a misa todos los domingos, cumpliendo con sus preceptos, por cuya virtud, gracia y simpatía, era muy querida en el pueblo, disputándose los muchachos, en edad de enamorar, una mirada de la núbil.
Un día, Doloretes, sin causas aparentes, dejó de ir a la iglesia, mostrándose huraña e incluso despegada de su padre. Sus veladas transcurrían en torno al fuego, sentada en un poyo de obra, bajo la amplia campana de la chimenea, dejando pasar las horas con murria, lánguida y pensativa.
A su padre no le pasó desapercibido el cambio, atribuyéndolo a un trastorno pasajero por el que atraviesan las doncellas. Incluso, llegó a pensar que Doloretes se había fijado en algún muchacho del pueblo.
Por contra, pasado algún tiempo, cada día más incomunicativa, la joven abandonó incluso los deberes religiosos. Esto colmó el vaso del buen hombre. Circunspecto, pero harto ya de melindres, fue a visitar al médico del pueblo, exponiéndole sus cuitas. Aquél, visitando la casa como por cortesía, observó a la muchacha por encima de los anteojos, encontrándola sonrosada y llena de vitalidad. En un aparte, dijo al padre que los males de la joven provenían del espíritu, no del cuerpo, y que más era componenda del confesor que suya.
El tío Rosendo, después de afear la conducta de su hija, quedó sorprendido por su mutismo. Ante ello, como último recurso, le propuso que fuera a ver al vicario. Aquella, exaltada, exclamó aterrorizada:
- ¡No, no, això no, això no! -saliendo a todo escape de la estancia, encerrándose en su habitación.
La reacción de la joven, desconcertó al hombre, comenzando a atar cabos, tomando forma en su mente una sospecha que deseaba rechazar por blasfema.
Tomando las cosas con calma, se fue a la cocina, sirviéndose un plato de "llegum", comida típica de la hoya, a base de verduras. Así frío, añadiéndole un buen chorro de aceite, sabía a gloria. Despacio, con la mente en acción, fue llenando el estómago, partidario que los problemas no deben coger al cuerpo desprevenido. Al concluir, puso en una bandeja un tazón de leche y algunas "tonyetes fines", llevándolos a su hija.
Doloretes comió las pastas en silencio. Luego, tomó la leche, no atreviéndose a ver a los ojos de su padre. Este limpió el rostro de la muchacha, con una toalla que colgaba de un lavabo antiguo, de esos que tienen dos brazos, con un cirio en cada extremo, preguntando:
-¿El vicari, veritat?
La muchacha, arrebolada, asintió con la cabeza.
-¡Bé, de matí parlarem de tot açò! dijo el tío Rosendo.
Al día siguiente todo quedó aclarado. Doloretes estaba triste y había dejado de ir a misa porque el señor vicario, encalabrinado, le insistía una y otra vez con proposiciones anómalas, amedrentándola con todos los males del infierno si no accedía a sus pretensiones. De ahí su introversión y malhumor, al no esperar del representante del Señor aquel desatino.
Traspasada la responsabilidad de los hechos al padre, éste, ante su gravedad, dejó incluso de acudir a echar la partida al bar. Con la filosofía innata de los campesinos, calculó los pros y los contra, sintiéndose más unido a la muchacha, como si él la pariera, comprendiendo su desazón, al perder la fe. Aunque bien pensado, el rector era un hombre, no la iglesia.
La mente del hombre comenzó a clamar justicia. Por todos los huesos de sus antepasados que aquel vicario no se alejaría de Jijona sin saber lo que era faltarle al respeto a su hija.
En otros instantes quiso ser misericordioso, condenando al culpable, pues él no estaba autorizado para tomar la venganza por su mano. Hablaría con su hija y ella aprobaría su decisión. Era sábado y aquella noche la joven estaba más alegre. Desde que se había sincerado, su carácter cambió notablemente. Intentando ser autoritario, le dijo:
- ¡Doloretes, de matí aniràs a missa!
Ella asintió. Bien, a priori las cosas comenzaban a ir por buen camino. La muchacha se acostó y el hombre se fue al bar, girando varias veces la llave.
Era día de Reyes y a pesar de ello amaneció apacible. Casi primaveral. Las campanas llamaron a los fieles y Doloretes se encaminó a la iglesia, saludando en el camino a algunos convecinos. Al terminar, todos salieron al sol, esparciéndose por las calles y los campos de Jijona.
A la hora de la comida, el tío Rosendo inquirió con un gesto. La muchacha, respondió.
-¡Altra volta m´ha requerit d´amors pare!
-¡Bé! ¡Ell s´ho ha buscat! Demà per la vesprada vas i li dius que jo me´n vaig a Alacant, que no vindre a dormir i que li deixes la clau en la gatera.
Aquella noche, algunas personas que transitaban por la calle Mayor, huyeron atemorizadas ante la presencia de una "mumerota". Se atrancaron puertas y ventanas, se apagaron las luces y se hicieron muchas conjeturas en torno al hecho. Un gigante blanco, con los brazos abiertos, vomitando fuego por los ojos, cruzó veloz por algunos callejones. Todos temían al fantasma y nadie se atrevió a salir de casa, averiguando el destino de aquél. Luego, todo volvió a quedar en silencio, aunque una duda prendió en los corazones, pues por el centro de la población no era frecuente ver a aquellos estatermos. Todos sabían que su presencia obedecía a dos fines: faldas o hurto.
De madrugada, cuando el frío era aún muy intenso, Juan y Tono, cazadores empedernidos, en camino hacia el monte, fueron los primeros transeúntes que pasaron ante la casa del tío Rosendo. Y allí, de rodillas, casi de bruces, con una mano metida en la gatera, el señor vicario miraba a los cazadores con cara de espanto. Le preguntaron:
-Senyor vicari, ¿què fa?
A lo que respondió el cuitado, tiritando, el rostro desencajado:
-¡Res! ¡El gatet que sem´ha escapat i está ací dins!
Acudieron otros vecinos, y otros, extrañándose todos de ver al cura en aquella posición, con cara de espanto, envuelto en un manto blanco, la calabaza y la cruz caídas sobre la acera, sin acertar a coger el gato. Alea jacta est, pensó el atrapado en el cepo, mientras los curiosos hallaban la explicación a la figura fantasmal que la noche anterior les había aterrorizado.
Así, barruntando lo que ocurriría, los más decididos dieron unos fuertes aldabonados en la puerta del tío Rosendo, los cuales retumbaron por todo el pueblo. Mientras, otros fueron a avisar al señor alcalde y al señor juez.
El "vicari del cepet", como después fue apodado aquel cura de Jijona, tuvo que abandonar el pueblo del turrón con la mano destrozada por el cepo de cazar rabosas, que el tío Rosendo había colocado estratégicamente en el interior de la gatera -agujero circular practicado en la puerta, para que entre el gato-, en vez de la llave que tan gentil y sumisamente le había prometido Doloretes el día anterior, al ser requerida nuevamente de amores.
Texto de la serie "Cosas de fantasmas, duendes y brujas" publicada en el Diario Información durante 1986, con dibujos de Remigio Soler y textos de Francisco G. Seijo Alonso.
01 mayo 2008
EL VICARI DEL CEPET
Publicado por Rubén Bodewig