19 enero 2009

LA NUCÍA, AÑOS 60

Cuando el 5 de enero Alicante Vivo publicó “La Nucía: pequeño pueblo de pinos”, me quedé con unas ganas enormes de añadir un extenso comentario, pues tuve la suerte de vivir varios veranos de los últimos años 60 entre la paz de sus calles y el aroma de sus naranjos. Fueron veranos de mi infancia, en esa edad que deja fija en tu retina cada vivencia, cada imagen. Paréntesis de la rutina del colegio, las ansiadas vacaciones de verano, que siempre se te antojaban cortas a pesar de durar meses, te las bebías minuto a minuto. Mis primeros pasos, y batacazos, en bicicleta, que daban alas a una edad que no encontraban límites, ni espaciales ni temporales, a los conceptos de jugar y pasarlo bien, con la suerte de no tener que estudiar al haber aprobado el curso.

La Nucía era entonces un pueblo de poco más de 1300 habitantes, pueblo de calles de tierra, rodeado de naranjos y pinos, tan cerca y a la vez tan lejos de un Benidorm a punto de estallar en el desmadre inmobiliario y turístico, que hoy se ha contagiado plenamente a La Nucía, pero que apenas apuntaba en incipientes urbanizaciones en las zonas más cercanas a Benidorm de su extenso término municipal. Y es que los 8 escasos kilómetros de nefasta y traicionera carretera que separaba ambas poblaciones se las traía, especialmente el tramo entre el cruce con la carretera de L’Alfaç y el casco urbano de La Nucía. Vueltas y revueltas estrechas y mal asfaltadas sorteando barrancos de vértigo, hacen que hoy admire las agallas de mi padre al ir y venir todos los días a trabajar a Alicante con su flamante Seat 600 D de cuatro puertas. Hoy es un gran vial, un rosario de rotondas y fuentes. Una exageración, a mi modo de ver.

Vista general de La Nucía

La aventura empezaba con el propio viaje, entonces interminable, con el maletero del 600, que por cierto iba en la parte de delante, abarrotado de equipaje, y el motor trasero gruñendo en cada repecho de la sinuosa carretera de Callosa d’En Sarrià. Medio mareado, aunque para evitar paradas de emergencia me ponían de Biodramina hasta los orejas, entrábamos a La Nucía, que nos la encontrábamos súbitamente al salir de una curva, dejando a la derecha el cruce con la carretera que bajaba hacia Altea por la Font de La Favara, y a la izquierda la Casa del Médico. Una vez pasábamos una pequeña plazoleta a la derecha, hoy Plaça dels Músics, tomábamos la empinada cuesta, hoy Carrer de la Esglèsia, cruzábamos la Plaça Major y entrábamos en el Carrer Major, en cuyo número 1 residiríamos los meses de verano. Y aquí se acababa el asfalto, el resto del pueblo, salvo la carretera de Callosa, se mantenía de tierra. Obvio es decir que aunque escribo los nombre con la denominación actual, entonces estaban castellanizados, como mandaba el Tío Paco.

La casa que ocupaba dicho número 1 del Carrer Major, que pertenecía a los padres de un matrimonio amigo de los míos, era un caserón de piedra, que todavía se conserva, de tres plantas. Nosotros ocupábamos la planta baja. No recuerdo mucho del interior de la misma, probablemente porque poco paraba en ella, pero la recuerdo enorme y fresca. Lo que más quedó en mi memoria era una gran cambra que ocupaba la última planta, abarrotada de aperos de labranza y cacharrería de todo tipo, abierta a los cuatro vientos, donde solía subir a buscar las pelotas que se colaban cuando jugaban a “llargues”, de punta a punta del citado Carrer Major. En la misma acera, por llamarle de alguna forma, poco más allá estaba la telefónica, donde la telefonista, sentada a todas horas delante una maraña de cables para poner conferencias, se pasaba la vida confeccionando rosarios con cuerda de esparto y bolas secas de ciprés. Enfrente de mi casa, la carnicería del pueblo, ya desaparecida, con su cortina de canutillos de plástico de color azul celeste, al igual que sus paredes, con las letras en rojo “carnecería”. Y a su izquierda una casa más moderna, donde vivía el matrimonio amigo de mis padres, los padres de la mujer, y los nietos de éstos, mis mejores amigos de entonces, sobre todo él, José Pablo, que con un año más que yo no dejaba de enseñarme cosas y cosas, y siempre iba detrás de él. Su casa también tenía tres plantas, más un gran terrado del que se divisaba casi todo el pueblo y el enorme naranjal que se perdía de vista hasta la silueta del casco antiguo de Altea y el horizonte del mar. La planta baja tenía un semisótano que daba a la calle de detrás, el Carrer Trinquet, por razones obvias, y que estaba ocupado por una cuadra con una mula y un burro para labranza y transporte. Recuerdo sus nombres: “Lucero” y “Moruna”. No pocas veces les daba de comer con mi amigo, y les cepillaba hasta donde llegaba. Alguna que otra algarroba seca acababa siendo una golosina improvisada. Y bien buenas y dulces que estaban.

El Carrer Major terminaba en la Plaça de Santa Teresa, que se continuaba por un callejón sinuoso y llegaba al lavadero, hoy muy bien restaurado, donde empieza (o termina) el famoso rastro dominical, en terreno que entonces ocupaba una acequia y el inicio del mar de naranjos. Al lado del lavadero, unos caños que aún subsisten servían de abrevadero a los animales. Ahí se terminaba el pueblo. Y subiendo de la Plaça de Santa Teresa, por otro callejón se llegaba a la Plaça de Sant Josep, donde estaba y está el Horno Congost, donde Ignacio Congost hacía las madalenas más deliciosas que he probado en mi vida. No sé si seguirán haciendo igual, pues su dueño falleció hace años. A esa plaza, paralelas al Carrer Major, llegaban dos calles de nombres imposible más rústicos: Carrer d’Enmig y Carrer de Dalt. Tras el horno se acababa el pueblo donde hoy luce un moderno auditorio. Las vistas de Polop desde esa zona eran y son impresionantes. Lástima que al volver la vista hacia el Ponoig, “el lleó tombat” como allí le conocen por su perfil, la caspa de las urbanizaciones haya destrozado un interminable bosque de pinos que parecía querer trepar por sus verticales paredes.

Vista de Polop desde La Nucía

Saliendo del Carrer Major a la plaza, a la derecha estaba un desvencijado Ayuntamiento, hoy ocupado por un magnífico edificio, tal vez excesivamente moderno por el contraste que hay con el otro gran edificio de la plaza, la Iglesia de la Inmaculada, con sus escalinatas laterales y su gran escalinata central, flanqueda por sendas fuentes de fresca agua, que se conservan tal como yo las recuerdo. No existía el parterre central, la plaza estaba expedita. A ambos lados de la iglesia se empinaban dos cuestas hacia la carretera de Callosa, el Carrer de la Esglèsia a la izquierda, al inicio del cual y en la esquina frente a la entrada lateral de la parroquia pervive el “Bar El Chato”, de memorable tapeo, y el Carrer Nou a la derecha, donde se situaban las antiguas escuelas, rodeadas de pinos centenarios que espero se hayan respetado.

Saliendo a la izquierda del Carrer Major está el Carrer Ferreríes, así llamado porque al inicio del mismo se encontraba la herrería, delante de la cual me pasaba las horas muertas viendo martillear el hierro al rojo vivo al herrero, y admirando la habilidad de éste para rebajar las pezuñas y cambiar las herraduras a mulas y borricos. Poco más adelante se terminaba el pueblo. Enfrente de la desembocadura del Carrer Major en la plaza, creo recordar una farmacia, y al girar a la izquierda la carpintería. La inocente crueldad de los niños, hacía que convirtiéramos en juego cachondearnos del carpintero... porque tenía una pierna de madera. Y al poco te encontrabas con la acequia y los naranjos que marcaban de nuevo el final del pueblo.

De la Plaça Major recuerdo especialmente su engalanamiento para las Fiestas de Agosto, en honor a la Asunción, y se construía un entarimado en la puerta del Ayuntamiento para la banda de música, que servía también de único refugio cuando soltaban la vaquilla, ya que ésta subía y bajaba las escalinatas de la iglesia como Pedro por su casa. Había bofetadas para subirse a la tarima, menos mal que éramos menudos y nos colábamos entre las patas de madera que la sostenían, de modo que la vaquilla no cabía entre los travesaños. Qué tiempos aquellos, en los que sobre todo en un pueblo así, y a esa edad, se respiraba una sensación de libertad tan ajena a la falta de la misma que había en el país.

Iglesia parroquial de La Nucía

La última calle que recuerdo parte de la esquina de “El Chato”, frente a la entrada lateral de la iglesia, hoy se denomina Carrer La Llosa, que hace un recodo y cambia a Carrer del Calvari. Al final de éste último estaba la fábrica de embutidos “La Inmaculada”, de cuyos productos recuerdo especialmente una sobrasada de chuparse los dedos. Los propietarios, Diego e Inmaculada, también amigos de mis padres, en una ocasión me permitieron asistir a la matanza. Me llama la atención no recordar sentirme especialmente impresionado, después de ver correr los cerdos por la calle, ver cómo los cogían, oír sus berridos, verlos matar, desangrarlos, quemar su piel, despiezarlos, e incluso ver elaborar las salchichas rellenando sus tripas. Es sorprenderte recordarlo sin especial desagrado.

Ese Carrer del Calvari, que lo sería especialmente para los cochinos, terminaba en un sendero que llevaba hasta la célebre Font de La Favara. Quien la ha visto y quien la ve. Yo no voy a ir más, para que no se borre el recuerdo que tengo de ella después del descalabro que se ha llevado a cabo con tan precioso paraje. Unos inmensos chopos ocupaban una explanada a cuya izquierda un lavadero aprovechaba el excedente de agua que manaba de la fuente a través de una acequia que la conducía desde su rebosadero. Unos gélidos y cristalinos chorros de un agua pura como pocas, manaba de las bocas de unas cabezas de león de bronce, que hoy hay que buscar para encontrarlas semienterradas en un rincón, y secas. Era un rincón fresco y agradable, muy frecuentado por vecinos y foráneos, ideal para una tarde de merienda y juegos rodeados de un silencio sólo roto por el fluir del agua. Recuerdo las correrías para cazar ranas, caballitos del diablo y culebras de agua. No sé a qué santo viene ahora convertir aquello en un montón de juegos para niños y una cascada que no sé de dónde sale y que cae en un sucio estanque del que no bebería ni obligado. En fin.

Y por último estaban las excursiones. A la propia Font de La Favara, al Mont Calvari, a las ermitas de Sant Rafel y de Sant Vicent, en los alrededores del pueblo. A Benidorm a bañarnos en la Playa de Poniente, y comer hamburguesas, una innovación recién traída por algunos de esos extranjeros pioneros, que sentaron sus negocios en la célebre Plaza Triangular y aledaños. A Altea, a pasear su precioso y premiado casco antiguo, y a comer pescadito en los chiringuitos de los alrededores del puerto. A beber de sus múltiples chorros las célebres aguas de la fuente de Polop. A las Fuentes del Algar, cuando de verdad era una aventura adentrarte por aquellos parajes, ¡y sin pagar!, y bañarte en las gélidas aguas, comprar nísperos y comer en los pioneros restaurantes de entonces. A Castell de Guadalest, a subir en los burro-taxis hasta el castillo, completando el día con una soberana comida casera en El Trestellador. Al Molí de Xirles, a refrescarse en el río y comer también de maravilla, antes de que el cemento inundara parte del cauce y le quitara su primitivo encanto.

Ermita de San Rafael

Y por último, y ya que hablamos de comer bien, en la carretera de Callosa, poco antes de salir del casco de La Nucía, a mano izquierda, frente a una tienda de souvenirs que todavía pervive, había una venta en la que hacían unos arroces que aún recuerda mi paladar, la Venta Company, hoy desaparecida. En definitiva, tiempos que no volverán, pero que ha sido un placer compartir con vosotros a través de estas líneas. Y sin desmadres urbanísticos, y sin rotondas, y sin tanto supermercado, y sin estropicios medioambientales... ahora bien, hay que reconocer que en lo que respecta a la conservación del casco antiguo de La Nucía, chapeau!

(El material gráfico antiguo de La Nucía es escaso, me he permitido utilizar fotografías ya publicadas en Alicante Vivo)

 
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