01 junio 2009

EL ALICANTE DE 1691 BOMBARDEADO (2ª PARTE)


                         
Las difíciles enmiendas.
El municipio intentó allegar más fondos militares imponiendo una sisa sobre la venta de carnes, recabando ayudas del virrey e infructuosamente no pagando ciertas cargas a la Generalitat del reino. En 1692 no consiguió desprenderse de su cuota (664 libras) del mantenimiento del Tercio de los Valencianos, destinado al apurado frente catalán.
             
En octubre de 1691 el gobernador local encargó al condestable de artillería Velasco un ambicioso programa de fortificación, inspirado en uno anterior de 1688. Tales deseos cedieron en noviembre ante el más modesto de la Junta de Guerra de Alicante, a cargo del maestre de campo Simón Bernet y del ingeniero mayor Diego de Herrera. En 1693 el Memorial del gobernador José de Borja continuaba lamentándose de los mismos problemas de años anteriores.
                    
Las mejoras resultaron muy puntuales. Para frustrar posibles desembarcos el virrey ordenó en octubre alzar el Baluarte de San Carlos en la desembocadura del barranco de San Blas, obra valorada en un mínimo de 5.000 libras avanzadas por el sufrido erario municipal. También principiaron las obras de la nueva muralla, desprendiéndose en 1692 el municipio de mil libras más, que en 1704 abrazaría el arrabal de San Francisco desde el Benacantil al Baluarte de San Carlos. Se llegó a vedar el varadero de embarcaciones en la Plaza de las Barcas, y con las ruínas del bombardeo se erigió un malecón en el espacio de la actual Explanada. Estos modestos avances fueron puestos a severa prueba durante la Guerra de Sucesión.
                     
Una armada más osada que vigorosa.
Los diplomáticos extranjeros no ahorraron comentarios sobre la indefensión naval de las Españas, todavía un enorme imperio que abrazaba un gigantesco espacio marino de capital importancia comercial. Décadas de guerra contra otomanos, holandeses, ingleses y franceses habían desangrado su otrora importante potencia marítima.
                   
Los problemas para construir nuevos buques se multiplicaron hasta bien entrado el siglo XVIII. En 1700, a tres años de la finalización de la Guerra de la Liga de Augsburgo, la armada española totalizaba 28 galeras en el Mediterráneo Occidental, insuficientemente preparadas, y 20 buques de maniobra en el Atlántico. Desde 1641 los españoles habían trasladado buques atlánticos al Mediterráneo, especialmente las fragatas de Dunkerque, bien adaptadas a las aguas del Mare Nostrum por la ligereza de su casco y escaso peso, en contraste con los más pesados galeones. Sin embargo, las calmas de nuestras aguas las paralizaban.
                         
En 1691 la armada española llegó a desplegar 22 unidades. Consta en todos los informes oficiales su pretensión de entablar combate con el enemigo, que se retiró ante su llegada. Entre 1693 y 1694 los españoles aportaron a la armada combinada del Mediterráneo 14 navíos de línea frente a los 50 holandeses y los 30 ingleses, sin sumar las embarcaciones menores.
                       
                           
La contraproducente potencia naval del adversario.
Los alicantinos se enfrentaron contra los progresos de la revolución militar en los mares. Los avances balísticos modificaron las técnicas navales y el diseño de los barcos. Desde 1653 almirantes como el duque de York ordenaron las formaciones navales en una línea recta de bombardeo de costado, primando la potencia de fuego y abandonando el envolvimiento de las naves contrarias a través de los espacios de separación. La sistematización de estas tácticas a fines del XVII alumbraría la construcción de navíos de línea, auténticas baterías flotantes de dos puentes con unos 74 cañones, alcanzando a veces los tres puentes y los cien cañones.

Desde Richelieu, los franceses compraron buques holandeses e imitaron sus diseños de cubiertas espaciosas para 60 cañones, sus mejoras de aparejo y su enrejado protector favorecedor de la ventilación e iluminación. Mazarino careció de tal interés por el poder naval, y en 1661 Luis XIV sólo contaba con 18 navíos y 6 galeras en mediocre estado. Su ministro Colbert lo remedió. En 1670 Francia tenía en el Atlántico 120 barcos de línea y 25 fragatas, y 30 galeras en el Mediterráneo. Sin incluir las fuerzas corsarias, su armada alcanzó las 250 unidades en 1683. La inscripción marítima de 1673 forzó a las zonas litorales a proveerla de marinos.
                        
En el Mediterráneo los franceses recurrieron a buques de navegación más costera (sin descartar la propulsión mixta con ayuda de remos), acompañados de galeras y barcos luengos (bergantines, tartanas, saetías, gánguiles). La galera aún tenía reservadas las funciones de comunicar navíos de línea y fragatas, remolcar otras unidades, interponerse ante los brulotes o naves incendiarias, y atacar los barcos luengos de enlace. Sin embargo, sus buques más celebrados resultaron los navíos de línea (el 42% de su armada en 1680) de casco resistente y estrecho, de arrastre profundo, y con baterías en dos cubiertas, que cabezeaban relativamente poco y apuntaban con mayor precisión en la marejada.
                            
En 1691 la escuadra que atacó Alicante se compuso de 4 navíos, 5 fragatas, 26 galeras, 3 galiotas de bombardeo o carcasas, 5 saetías o tartanas y 2 gánguiles (barcos de pesca con dos proas y una vela latina). Con su política de las cañoneras, los franceses libraron temibles guerras de terror en diferentes escenarios. La utilizaron tres veces contra Argel, contra la Génova constructora de galeras para España en 1684, y coaccionando Cadiz en 1686. Por tierra también la sufrieron las alemanas Heidelberg (1689) y Mannheim (1691). El objetivo de ello era devastar las bases de partida y avituallamiento adversarias, e imponer el acatamiento a la superioridad del Rey Sol: el gobernador Borràs se negó a pagar el tributo intimado por D´Estrées.
                 
Tales excesos acreditaron la potencia destructiva de las fuerzas del Rey Sol, pero tuvieron efectos contraproducentes para su diplomacia y buena imagen, socavando en Europa su poder blando. Muchos alemanes clamaron contra él tras la devastación del Palatinado en el invierno de 1689. La nutrida colonia francesa de Alicante (dotada de consulado y con unos 225 individuos en 1684) arrostró la interrupción de las relaciones comerciales habituales, las amenazas de embargo, contribución forzosa y expulsión, la ira del vecindario y el saqueo de sus haciendas. El comercio marsellés con España no gozaba de su mejor momento. En el mes de julio de 1691 se desató la furia antifrancesa en Valencia y Játiva por el bombardeo. Sus actitudes conciliadoras, “asegurando” que la armada no atacaría Alicante, no les evitaron las acusaciones de quintacolumnismo. El belicismo de Luis XIV dañó las oportunidades del comercio francés en España abiertas por la Paz de los Pirineos (1659) en relación al inglés y al holandés, e indispuso a muchos valencianos y catalanes contra Francia en la futura Guerra de Sucesión.
                   
Ahora bien, la asociación entre los prohombres alicantinos y los comerciantes franceses mantuvo su fortaleza. El 20 de julio un jurat pagó con su vida la protección de los franceses de las iras populares. La milicia, comandada por la aristocracia, detuvo el tumulto temporalmente. Kamen estima la participación francesa, de provenzales y bretones, en las importaciones alicantinas en el 37% en 1667/69. Desde Marsella y Saint-Malo se importaba sosa y jabón, y se exportaba lienzo y bacalao seco. Los buques y tartanas provenzales nos abastecían de trigo norteafricano e italiano en años de escasez. Vistas las cosas, en mayo de 1692 se protestó contra la prohibición real de comerciar con los franceses.
                       
La destrucción material de la ciudad.
El deán y el cabildo de San Nicolás la ponderaron de estrago peor que el ocasionado por calvinistas o infieles, y los Electos del Reino consignaron apesadumbrados que se salvaron “pochs edificis de aquella, y éstos tan consentits de la ruhina y incendi dels altres que no es pot dir que queden”. De 2.000 hogares sólo 200 permanecieron intactos y 300 habitables. Las casas de la ciudad o edificio del ayuntamiento se redujeron a cal y cenizas, en gráfica expresión de los padres Maltés y López, incluyendo su Salón Menor (finalizado en 1590), donde se archivaban los actos, privilegios y otros documentos ciudadanos, y se accedía a otras dos salas que conservaban los registros de los procesos civiles y criminales de la Cort de Justícia local. Tales fuentes de conocimiento de nuestra Historia se han perdido de forma casi irreparable.
                     
En el bombardeo se arrojaron unas 4.000 bombas de 7 a 10 arrobas, según Maltés y López, frente a las 850 que encajó Barcelona (especialmente su Barrio de la Ribera). El gobernador de Orihuela redujo su número a 3.500 el 4 de agosto del 91. Entre el 22 y el 24 de julio 300 sobrepasaron la altura de nuestro castillo. Entre el 28 y el 29 se lanzaron 600 incendiarias. Los franceses casi agotaron sus municiones artilleras. El rey Carlos II no tuvo más remedio que consignar 4.000 pesos para la retirada de minas de la ciudad.
                 
Los sufrimientos de la población civil.
La historia de las víctimas no es una lacra de las guerras contemporáneas al contar con extensísimos antecedentes.
               
La contundencia del bombardeo provocó el pánico entre los alicantinos al modo de una epidemia de peste. El 22 de julio se desató la histeria colectiva en una ingobernable Babilonia, según Maltés y López. En plena canícula muchos refugiados atestaron con sus familias y enseres los caminos hacia Montforte, Villafranqueza, Muchamiel, Jijona y la Corona de Castilla. Los rumores de desembarco francés aterrorizaron todos los lugares de nuestra Huerta, superando las angustias de las incursiones berberiscas. Las monjas de la Santa Faz abandonaron con precipitación su monasterio.
                   
Transcurrido el peligro los alicantinos fueron retornando a una ciudad devastada, que hacia 1700 ya ofrecía signos claros de recuperación, conmemorando el Centenario de la Colegial de San Nicolás con representaciones de moros y cristianos en la Plaza del Mar.
                      
Heroísmos y miserias morales.
El propio almirante D´Estrées se sorprendió de la resistencia de Alicante, plaza menos fuerte que Barcelona. El virrey de Valencia agradeció la brava defensa de los milicianos, ocasionales soldados no profesionales. A fines de julio muchos se felicitaron que el bombardeo no fuera la antesala de la toma de Alicante, amenazando gravemente el Reino de Valencia y la Corona de Castilla (objetivo que quizá no contemplaran los franceses seriamente).
                        
Tal arrojo se vio empañado por los saqueos de los domicilios particulares. En 1692 el doctor Borrull los investigaría, imputándolos a los propios defensores, desde pescadores a clérigos. Gracias a los oficios de ciertos caballeros alicantinos, muchos objetos robados fueron vendidos en otras localidades valencianas.
                  
La polémica sobre el comportamiento del mando.
El comportamiento entregado del gobernador de Alicante Borràs mereció al principio el reconocimiento de todos. Sin embargo, en noviembre del 91 algunos caballeros locales censuraron ante el Consejo de Aragón su falta de resolución y torpeza, ya que precipitó el bombardeo sin recurrir a las negociaciones dilatorias y no supo hacer caer al francés en la trampa de la armada española. Un indignado virrey secundó con viveza al gobernador.
                       
Detrás de las críticas se encontraron los hermanos Cristóbal y Pablo Martínez de Vera, Tomás Pascual y Jaime Miquel. De poco sirvieron los encomios de Borràs hacia don Cristóbal, veterano en Milán, al frente de la trinchera de defensa. Además de cuestiones personales, se ventilaba la vieja pretensión de la aristocracia ciudadana de disponer de un gobernador noble y natural de Alicante, bien expresada en las Cortes valencianas de 1645. Con los años ni los caballeros fueron agraciados con un gobernador a la carta, ni Borràs gozó de agradecimiento. En 1694 se le desterró a veinte leguas del Reino bajo la acusación de robar fondos de los impuestos portuarios, viviendo miserablemente con sus diez hijos en 1697 mientras crecía el expediente de su proceso con nuevas alegaciones. Tal suerte disfrutó el caudillo de la defensa de Alicante.
                  
En suma, 1691 sacó a la luz las grandezas y las limitaciones de una ciudad enfrentada a un enorme reto, prólogo de los de la Guerra de Sucesión.
                
Fuentes y bibliografía.
-ARCHIVO MUNICIPAL DE ALICANTE. Cartas de 1665-1704. Privilegios y provisiones reales (Armario II, Libro II).
-DOMÈNECH, F., Treballs y desditxas que àn succeit en lo present Principat de Chatalunya y en particular a nostre bisbat de Girona (1674-1700). Edición de P. Guifre y X. Torres, Gerona, 2001.
-ESPINO, A., Guerra, fisco y fueros. La defensa de la Corona de Aragón en tiempos de Carlos II, 1665-1700, Valencia, 2007.
-GOUBERT, P., Louis XIV et vingt millions de Français, París, 2002.
-JOVER, N. C., Reseña histórica de la ciudad de Alicante. Edición de A. Soler, Alicante, 1972.
-KAMEN, H., La España de Carlos II, Barcelona, 1981.
-MALTÉS, J. B.-LÓPEZ, L., Illice ilustrada. Historia de la muy noble, leal y fidelísima ciudad de Alicante. Edición de Mª. L. Cabanes y S. Llorens, Alicante, 1991.
-PARKER, G., La revolución militar. Las innovaciones militares y el apogeo de Occidente, 1500-1800, Barcelona, 1990.
-PASTOR DE LA ROCA, J. Historia General de la ciudad y castillo de Alicante, Alicante, 1854.
-VELASCO, F., El otro Rocroi. La guerra naval contra Felipe IV en el Mediterráneo Suroccidental (o Mancha mediterránea), Cartagena, 2005.
-VIRAVENS, R., Crónica de la Ilustre y Siempre fiel Ciudad de Alicante. Edición de 1976.
                  
Víctor Manuel GALÁN TENDERO

 
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