04 diciembre 2009

ALICANTE: REPÚBLICA FORAL

ARTÍCULO DE Víctor Manuel GALÁN TENDERO.
      



¿Una república foral?
                  
El patriotismo alicantino, que tanto ha indignado a algunos, tiene profundas raíces históricas. Se remonta a la creación de nuestro municipio por Alfonso el Sabio en 1252, y todavía perdura en una serie de manifestaciones institucionales, sociales, culturales, festivas y deportivas. Dentro de la Historia de España y de Europa no resultamos ninguna excepción, pues el desarrollo urbano en todos los órdenes ha generado y difundido la estimación por lo local.
       
Antes que nada conviene aclarar que significa la expresión república foral, que puede resultar un contrasentido en el pensamiento político actual, muy distinto del de los siglos XIII al XVII. La palabra república, más que a un régimen electivo, se refería a una comunidad socialmente estructurada y organizada políticamente, en la estela de los clásicos grecorromanos. El interés por tales ideas en la Corona de Aragón lo manifestaron el rey Pedro IV y el teólogo Francesc Eiximenis desde el último tercio del XIV. El concepto se aplicó inicialmente a un reino o a su capital (el modélico “Cap i Casal”), y un poco más tarde a otras comunidades urbanas o “universitats”, dotadas de fuero o jurisdicción propia, como Alicante en 1459. Las singularidades legales de la localidad (sus fueros, franquezas, libertades, privilegios y buenos usos) constituían su esencia institucional y ética.
            
De éstas participaba todo buen vecino. Se consideraba tal al cabeza de familia que fijaba su residencia principal en las tierras del término municipal, disfrutando de una serie de privilegios o derechos particulares en lo personal y en lo patrimonial a cambio de atender a las debidas obligaciones individuales, territoriales, fiscales, políticas y militares, lo que originó no poca controversia entre los caballeros residentes en Alicante a comienzos del XIV, que se creían exentos de una gran parte de los deberes concejiles. Con el auge de la actividad mercantil en nuestro puerto no pocos forasteros ganaron por interés práctico la condición vecinal desde el siglo XVI, contrayendo matrimonio con alicantinas de buena posición. Su procedencia cada vez fue más diversa (del propio Reino de Valencia, del resto de las Españas, de Génova, de Francia, etc.) y contribuyó a la forja en el XVIII de “un pueblo en gran parte nuevo”, en palabras de Cavanilles, con “trages y costumbres que apénas se conocen en lo interior del reyno”. Era una clara prueba que nuestro municipio foral nunca se enclaustró en los mezquinos márgenes de la xenofobia ni engendró un descontento grupo meteco como sucedió en tantas ciudades mediterráneas. Tampoco fue reducida a la dependencia colonial de una metrópoli lejana, según se ha creído a veces, pues los forasteros entablaron relaciones sociales con toda naturalidad, aceptaron las normas locales y con el tiempo interiorizaron el amor por una tierra que sería la patria de sus descendientes. Sus intereses e inclinaciones siempre estuvieron claros, y en 1622 nuestro municipio se enfrentó al conde-duque de Olivares para seguir tratando con los ingleses por las especias. No en vano un capitán de Ragusa (la actual Dubrovnik) que vino a cargar lana en nuestro puerto recordó a fines del XVI que el 31 de agosto se celebrara la fiesta del milagro del Santísimo Sacramento de la iglesia de Santa María, oficialmente aprobada en 1602.
                   

Cavanilles
           
En suma, la república foral sería la forma histórica de la autonomía del municipio de Alicante, mucho más amplia en varios aspectos que la de una Comunidad de la España actual, además del fundamento de su personalidad colectiva, acogedora de numerosas generaciones de alicantinos.
             
Sus singularidades.
Alicante ejemplificó la animación urbana del litoral de la Corona de Aragón. Nunca ostentó la capitalidad de un reino o de una de sus demarcaciones al estilo de Orihuela o Játiva, pero sólo entre 1329 y 1363 fue segregada del Real Patrimonio en beneficio de una casa noble como le pasó a Elche, Cocentaina, Denia, Gandía, Montblanc o Balaguer más permanentemente y con no pocas protestas. El señorío directo del rey garantizaba la representación directa en las Cortes valencianas. Alicante enviaba a su síndico o representante con poderes para solucionar sus quejas en contraprestación al consentimiento del subsidio al monarca. Entre éste y los prohombres locales no se interponía nadie con otros intereses, muy capaz de deteriorar sus privilegios. Tampoco fue señorío de ninguna mitra arzobispal como Tarragona, Reus o Ibiza, ni sede episcopal o inquisitorial. La prohibíción de ceder bienes a instituciones eclesiásticas no alicantinas engrandeció a Santa María y San Nicolás (muy presentes en las mandas testamentarias de nuestros antepasados), acumulando aguas de regadío a fines del XIV. Los excesos puntuales no convirtieron Alicante en una población levítica, y el patronazgo y las asignaciones del poder civil se impusieron al eclesiástico sin necesidad de ninguna reforma protestante. La Contrarreforma no alteró su naturaleza en lo esencial, hundiendo aquí sus raíces el laicismo alicantino, tan floreciente en el XIX.
             

La Reconquista
           
Nuestro desarrollo histórico cabalgó a lomos de la herencia legal de Alfonso X, de su posición fronteriza y de su progreso comercial. La primera la singularizó con sus particularidades políticas, judiciales, penales y agronómicas, tales como el reconocimiento de la tahúlla frente a la jovada como unidad de medida, del resto del Reino de Valencia junto a las tierras al Sur de Jijona (las de la gobernación de Orihuela). Su condición  de frontera terrestre frente a castellanos y granadinos hasta fines del XV, y marítima hasta el XVIII le imprimió carácter y perseverancia, superando trances que incitaban al abandono. Marte terminó cediendo ante Mercurio, y el comercio promovió la expansión económica y animó nuestra vida social. Localidades del Reino otrora florecientes como Morella se inclinaron ante la expansiva Alicante en el XVI. El pragmatismo alicantino, que no excluye el gusto por las curiosidades de la Terreta, emanó de la adaptación de la fortaleza en mercado.
      
Su periodización.
A nadie se le escapa que entre 1252 y 1709, fecha de la derogación del municipio foral alicantino, sucedieron muchas cosas que modificaron nuestras instituciones y comportamientos sociales. Nuestra república foral conoció siete grandes etapas: 1ª) la fundacional bajo dominio castellano (1252-95), 2ª) la de su encaje, muy marcado por la guerra, en la Corona de Aragón y en el Reino de Valencia (1296-1366), 3ª) la del esfuerzo restaurador de la “universitat” alicantina (1367-1458), 4ª) la de la pretensión de pacificación de la cosa pública (1459-89), 5ª) la expansiva iniciada con la concesión del título de ciudad (1490-1600), 6ª) la del primer gran cronista local y de la sacralización laica de la república (1601-90), y 7ª) la de su martirio y final (1691-1709).
           
A lo largo de éstas los alicantinos dieron muestra de su tesón en medio de las adversidades, sirviéndose de sus instituciones y de su herencia legal, sin olvido del ideal comunitario pese a los excesos de sus prohombres. El estudio de la república foral de Alicante abraza sus poderes políticos, su espíritu público, sus símbolos de autoridad y la consideración que mereció a sus vecinos, además de sus relaciones con la monarquía y su legado.
       
Los dilatados poderes del concejo.
La Reconquista fortaleció la vida urbana hispánica, aprestando puntos fuertes de colonización en contra de los poderes enemigos musulmanes. En el protectorado de Murcia Alfonso el Sabio sólo pudo acometer inicialmente esta tarea en contadas localidades, como Alicante, donde la resistencia de sus naturales había anulado los acuerdos de sumisión de 1243. Aquí instauró un municipio de nueva creación en 1252, inspirado en la experiencia de las Comunidades de Villa y Tierra de la Extremadura castellana, donde un núcleo urbano regía un extenso territorio con numerosas aldeas. En nuestro caso el rey escogió como norma el Fuero de Córdoba con las franquicias de Cartagena, recibiendo a partir de ese momento el nombre de Fuero de Alicante, más tarde aplicado a Orihuela. La personalidad jurídica alicantina aparecía de manera embrionaria con la asignación de un territorio propio o alfoz (con antecedentes islámicos), el establecimiento de un gobierno local nombrado por el rey, la dotación de los distintivos de autoridad propios del pendón y del sello, y la singularización de unas normas más genéricas de la Frontera ibérica bajo el título de Fuero de Alicante. Aquí ya se encuentra un vivo deseo de perduración de este flamante sujeto histórico, el nuevo Alicante, por encima de contingencias personales, que determinaran a los inquietos conquistadores a marchar a sus tierras originarias de ultrapuertos, o colectivas como una reconquista islámica transitoria.
          

Juan II
        
En correspondencia a la época feudal el concejo obtuvo acrecidos poderes. Ordenaba el territorio, lo gestionaba económicamente, cobraba importantes tributos, administraba justicia, imponía el orden público, gobernaba políticamente su esfera y comandaba sus fuerzas militares. Alicante fue agraciada con el título de villa, que le permitía aplicar en nombre del rey la justicia civil y la criminal de menor importancia, reservándose la mayor a las ciudades. Con gran razón han caracterizado de señoríos terminiegos a esta clase de municipios Emilio Cabrera y Andres Moros, entrando frecuentemente en colisión con otros parejos por cuestiones que iban de lo económico a lo honorífico. Como todo reino no dejaba de ser un conglomerado de poderes locales, el monarca más bien ejercía de moderador en su propio provecho.
                 
Dentro del alfoz la jerarquía de señores y vasallos se aplicaba a la villa y sus aldeas, fuente de no escasos conflictos y persistentes rincores. En principio Novelda y Aspe el Nuevo y el Viejo fueron aldeas de Alicante, siendo entregadas al obispo de Cuenca con anterioridad a 1254. A principios del XIV, casi dos siglos antes de la eclosión de Sant Joan y Mutxamel, las aldeas alicantinas serían Agost y Nompot (la actual Monforte), y entre sus alquerías se contarían las de Bonyali, Benifadif, Alconchel, Aljacer, Beniçafa, Benipasset, Canelles, Loxa, Alhadran, la de la Albufera y Busot, añadiéndose también el castillo de Aigües.
          

Pese a que estos pequeños núcleos engrosaron a lo largo de la Historia los dominios familiares de ciertos señores locales, Alicante no fue separada del Real Patrimonio excepto en el breve intervalo del señorío del infante don Fernando (1329-1363), llevándolo a mal. De hecho fue incorporada en 1296 a los dominios aragoneses con la promesa de no ser segregada del real señorío, algo que ignoró transitoriamente Pedro IV en 1386 al desear cederla, sin éxito, a su camarlengo Pedro de Centelles por apuros económicos.
          
El espíritu de la paz pública.
En 1366 Alicante yacía en un estado de desolación palmario tras las potentes ofensivas de Pedro I de Castilla. Su estratégica posición en la frontera valenciana y el valor de su castillo aconsejaban medidas reparadoras desde lo económico a lo documental. Las buenas intenciones no evitaron un problema común a otras muchísimas localidades de la Corona de Aragón: las luchas de bandos por el control del poder municipal. El sistema de la insaculación intentó frenarlas con más o menos éxito, eligiendo los oficios municipales a suertes entre un grupo de personas seleccionadas, cuyos nombres se insaculaban o depositaban en un saco. En Alicante se implantó en 1459, y ahora nos interesa detenernos en los motivos que esgrimió la monarquía para aplicarlo.
        
La Paz de Dios, según Juan II, pacificaba la gobernación, y se alcanzaba por la habilidad de las gentes. Si carecieran de tal, la ley no toleraría la apropiación de lo público por unos pocos, admitiéndose la elección a suerte de los habitantes y vecinos dignos. Seguramente encontraríamos muchos reparos en la clase de dignidad exigida, si bien el ideal de formar el gobierno justo de la comunidad ya se expresó sin ambages. La ordenación no dañaría la estructuración política de los fueros particulares y estaría en vigor por veinte años cautelarmente.
        
Más fácil de enunciar que de cumplir, en 1461 se verificaron las primeras rectificaciones. En 1477 y 1502 se dictaron nuevas ordenanzas municipales. Aunque su cumplimiento distó mucho de la excelencia, siempre se insistió en el tesoro de riqueza y consideración que rendía el buen regimiento de la cosa pública. En 1490 un animado Alicante alcanzó el título de ciudad, y tras la convulsión de las Germanías (1519-22) aquel ideal público fue conducido en el XVI con poca ortodoxía por una oligarquía en la que descollaron linajes como el de los Pascual.
                         
Los símbolos de la autoridad y el prestigio.

          
En aquel mundo de distinciones honoríficas y de cultura oral, las imágenes de los símbolos de poder disfrutaban de una importancia extraordinaria, y no sólo las religiosas. A los tradicionales pendón, escudo y sello municipales se sumarían en el XVI dos iconos de primer orden, la Santa Faz y la imagen de nuestro castillo, todavía representativos de la alicantinidad.
      
El conocido milagro de la Santa Verónica de 1489 reposaba sobre otro milagro, este humano, el del florecimiento de nuestra huerta por encima de incontables adversidades. Su más preciada cosecha fue el florecimiento de Sant Joan, Mutxamel o El Palamó. La invocación de agua pluvial de los primeros procesionarios de la Santa Faz auguraba la construcción del pantano de Tibi un siglo después. Cuando el corsarismo norteafricano arreciara en nuestro litoral, su monasterio (de patronazgo municipal) acogería a las gentes de la huerta y fortalecería los ánimos de sus diestros tiradores. No en balde la Santa Faz se encuentra entre las angustias y los éxitos de legiones de alicantinos.
               
El símbolo de la característica Cara del Moro, resultante de la no tan desdichada explosión de la mina borbónica en 1709, ya se anunciaba (al menos) dos siglos antes, según el testimonio del gran cronista Martí de Viciana. Este simpático notario de Borriana entabló amistad con los miembros de la corporación municipal de 1562, y ofreció en su “Libro tercero” una elogiosa presentación de nuestra ciudad, digna de un publicista alicantino. Con calidades superiores a los más de trescientos valencianos, el castillo del Benacantil era clave para la conservación del Reino, algo recordado con insistencia por los documentos oficiales desde el XIII. Apuntaba Viciana que se fundaba sobre una cabeza de hombre, bien contemplada desde la marina. Tal coloso protector auspiciaba el crecimiento demográfico y comercial de una república bien regida, que rendía 7.000 ducados anuales, invertidos juiciosamente en la fortificación de la ciudad por un municipio para el que todo eran alabanzas. Nuestros prohombres locales supieron ganarse al cronista para su causa, haciéndole ver los aspectos más seductores de Alicante.
           
La sacralización de la república.
En el XVII tales prohombres se mostraron muy conformes con la idea de Plinio de que el tiempo sacralizaba las repúblicas. El Seiscientos alumbró no por casualidad el primer gran cronista alicantino: el deán de San Nicolás Vicente Bendicho, seguidor tardío del corógrafo Gonzalo Ayora. La boyante Alicante había recibido en 1600 el privilegio del regimiento de Orihuela, la capital de la gobernación meridional valenciana, y los pleitos con las autoridades reales y con otras localidades (como la propia Orihuela o Valencia) ganaron en intensidad, amparándose toda pretensión y fundándose todo derecho en la posesión histórica. Así se conservaban los linajes y el derecho de las gentes, en opinión de Bendicho. El creciente interés por la cultura clásica, las nuevas fundaciones religiosas y la proclamación de la colegialidad de San Nicolás secundaron esta verdadera ofensiva cultural, bien aplicada a las lides del Derecho. De ahí nació la pretensión barroca de descender del mítico Túbal y de apropiarse de Ilici Augusta, ubicándola en el Tossal de Manises.
             
El gobierno municipal, alma de la república, autorizó tales iniciativas con decisión. Bendicho se encomendó a su patronazgo, auténtico ángel de la guarda contra todo murmuración de otros aspirantes a la nombradía. Asimismo, el médico Francisco Morato le solicitó plaza en 1686 pese a su “innegable demérito y impericia”, en palabras suyas. El obligado arranque de modestia se coronaba con toda una declaración de fe y de esperanza: “el dolor de este imposible restituirme a mi siempre amada quanto venerada patria”. La república moldeó la idea de patria o tierra natalicia y familiar a la que se obsequiaba en agradecimiento a los dones recibidos, máxime en la cultura barroca del patronazgo tan determinada por la matriz feudal. Así pues, la patria de Bendicho, Morato y otros muchos fue Alicante, situación que no se alteró en el XVIII y que pervivió incluso en el XIX.
           
Esta patria barroca ya insinuaba una entrañable conocida nuestra (bautizada por el marqués de Molins en 1841): la Terreta o la cariñosa idealización de un medio áspero domado por el trabajo de generaciones. Bendicho ponderó la templanza de su atmósfera, el abrigo de su bahía y las delicias de sus frutos, relegando lo negativo. Hoy en día un geógrafo no emitiría un dictamen tan benevolente aunque hubiera nacido al resguardo del Benacantil. Sin embargo, la opinión de don Vicente la compartió uno de nuestros primeros turistas documentados, el obispo de Cuenca, que en agosto de 1688 gozó de los saludables aires alicantinos con satisfacción de nuestros munícipes.
         
 La delicada relación con la monarquía.


Pedro IV
       

Aquella idea de república no era incompatible con la aceptación de un monarca, algo difícilmente comprensible en la actualidad. El buen entendimiento entre la realeza y los prohombres locales era el motor de la comunidad, al igual que acontecía en el Reino de Valencia y otros Estados de las Coronas de Aragón y Castilla. El rey agradecía el servicio de sus vasallos con privilegios que sus herederos confirmarían sucesivamente, cuando lo aconsejaran las circunstancias. En Alicante nunca se polemizó como en la Inglaterra del XVII sobre la naturaleza de tales privilegios: si eran la herencia de la debilidad real o el derecho de los súbditos. Ahora bien, sus vecinos jamás abandonaron su defensa en los tiempos más adversos. La anuencia de aquéllos solidificó el control de Alicante por Jaime II en 1296.
           
Aunque la monarquía cedería progresivamente la elección directa de los oficios municipales a lo largo de la Baja Edad Media (recuperándola en 1709), no dejaría de inmiscuirse en nuestra vida interna bajo muy diversas fórmulas. Marcaba el tono público, decidía la paz y la guerra, otorgaba toda clase de favores, reclamaba ciertas cargas, dictaba el tenor de las ordenanzas municipales, vigilaba su acatamiento, y sus oficiales territoriales porfiaban con las autoridades locales para ampliar su capacidad de maniobra. De tres monarcas tuvieron los alicantinos especial recuerdo: de Alfonso X por fundar un gobierno sociable y político atento al comercio, de Pedro IV por luchar (pese al desliz de 1386) para preservar Aliacnte realenga y valenciana, y de Fernando el Católico por su buen conocimiento de las cuestiones de la Corona de Aragón, elevando la localidad a ciudad.
         
Los vecinos de Alicante se gloriaron de servir a sus reyes, la fibra moral de su república y el elemento esencial de su pacto con la monarquía. Era la fineza, el más preciado don de su urbanidad. En su escudo exhibieron la real corona con el Toisón de Oro por su defensa (no tan unánime como afirmaban) de la autoridad de Carlos I durante las Germanías. La titulación tampoco era baladí, y si Bendicho la trató de Muy Ilustre, Noble y Leal, en 1709 la ciudad se reclamaba Muy Ilustre, Muy Fiel y Leal tras la Guerra de Sucesión, haciéndose vivas protestas de fidelidad de nuestros prohombres a la causa de Felipe V. Tales reclamaciones se nos pueden antojar pueriles hoy en día, pero en aquel tiempo encubrían animadas discrepancias en el seno de la corporación municipal (perjudicando la anhelada imagen de unánime conformidad con el rey), y buscaban la prosecución de una añeja relación muy favorable a los intereses familiares de nuestros oligarcas en forma de títulos, honores y gratificaciones, que después se presentaban falazmente como beneficiosos para toda la comunidad. La guerra tenía la cualidad de accionar tal maquinaria, a veces con fatalidad.
            
El martirio de la república foral.
El siglo XVII presenció las primeras guerras mundiales de la Historia, alcanzando a Alicante de 1691 a 1709. El brutal bombardeo francés de la primera fecha presagiaba los desastres de la Guerra de Sucesión a la corona de los reinos de España, un conflicto que en el Reino de Valencia y en el propio Alicante tuvo el carácter social y civil. Los ejemplos de fidelidad de no escasos municipios e individuos valencianos y los prudentes consejos de reforma de la foralidad fueron brutalmente ignorados por el abolicionista Decreto de Nuevo Planta (1707), que más que una homologación de las Españas bajo las leyes de Castilla supuso la implantación de un régimen militar en la Corona aragonesa, distinto del civilismo de la administración castellana o del foralismo vasco-navarro. Se pretendía fortalecer el poder de la monarquía sirviéndose de la ocasión, y no forjar ninguna nación.
          
Desde la historiografía romántica del XIX a la científica del XX se ha venido juzgando la abolición de los Fueros del Reino como el abrupto final de un régimen decadente cada vez más intervenido por la realeza. Es un punto que convendría revisar más atentamente, según acredita el caso de Alicante. Ni la intromisión real resultaba novedosa ni sus instituciones daban muestras de esclerosis a fines del XVII. El despegue del comercio internacional y de la cultura barroca le brindaron unos escuderos de los que carecía trescientos años antes. La vigencia de las ordenanzas de 1669 podía haber superado con creces el 1709, evitando los perjudiciales excesos de las nuevas contribuciones fiscales. Las desafortunadas circunstancias de la guerra asesinaron nuestra república foral. Entre el interés y el temor muchos prohombres se acomodaron al nuevo ayuntamiento borbónico bajo la batuta militar. 
         
La preservación de su legado.
La adversidad no amilanó a los vitales alicantinos. Se guarecieron de las adversidades, con éxito variable, parapetándose en una foralidad defensiva que recordaba las glorias pasadas, bien evocadas en el memorial de don Francisco Burgunyo para revocar el título de conde de Alicante al barón de Asfeld, el conquistador borbónico de la ciudad. Sin embargo, la más sustantiva imposición de las alcabalas no se suspendió rememorando el gobierno de Alfonso X. Su herencia fue reivindicada en 1713 para recuperar antiguos privilegios, que no faltaban a la ley universal de la Monarquía como acontecía en muchas ciudades castellanas. Este embrionario “neoforalismo” reclamaba la capitalidad del Sur del Reino de Valencia, mayor distinción honorífica, el voto en las Cortes de Castilla y la franquicia portuaria al estilo de Marsella y Livorno. Esta acción que usaba la historia patria para promover intereses comerciales y honoríficos ante una nueva administración después de una guerra tenía muchos puntos en común con la del grupo catalán de Narcís Feliu de la Penya antes de la Guerra de Sucesión. 
                                  
La desestimación de muchas propuestas “neoforales” al menos se compensaba con la pervivencia hasta bien mediada la centuria de ciertos estilos de administración patrimonial y elementos de la pasada foralidad por inercia o ignorancia. En alguna ocasión el absolutismo rescató de la quema  algún antiguo fuero valenciano favorable al Real Patrimonio. Desde 1739 hasta la Desamortización de Mendizábal casi un siglo después figuraría en nuestros testamentos por decreto la veterana claúsula foral (propia del realengo valenciano) de no legar bienes del término a los eclesiásticos y caballeros foráneos, bajo pena de comiso. El deseo de ser sepultado en los templos locales del labrador al noble fortaleció este verdadero patriotismo del más allá, y los conflictos de jurisdicciones (tan habituales en el Antiguo Régimen) el más cotidiano. Incluso en el fatídico 1709 el vicario de Santa María plantó cara a un capellán de regimiento por el derecho a bautizar al hijo de un militar de paso. El cronista López, continuador de Maltés, no vacilaría en proclamar Alicante su patria, madre y tierra propia mediado el XVIII. 
        
La crisis del viejo régimen borbónico no arrastró ni la personalidad ni el brío alicantinos. Nuestros liberales, que obtuvieron la anhelada capitalidad provincial, fueron unos municipalistas convencidos que impulsaron el cambio político desde la localidad. En 1863 Nicasio Camilo Jover todavía proclamaba a Alicante su querida patria. Trescientos años después de la anulación de nuestra república foral bien podemos decir que nuestra Historia no ha sido precisamente un fracaso, y ha tenido su propio ritmo (no asimilable al de otros) como consecuencia de los avatares de aquella república foral. De aquí resultamos los alicantinos. Decir que en Alicante no ha habido nada es una solemne tontería, pareja a no creer en nosotros mismos. ¿Hemos perdido los arrestos del cura de Santa
           
Fuentes y bibliografía.  
   ARCHIVO HISTÓRICO PROVINCIAL DE ALICANTE.
   - Sección de protocolos notariales.
    -Protocolos del notario Jaime Navarro, año 1707, número 1318.
    -Protocolos del notario Pascual Bueno, año 1718, número 352.
    -Protocolos del notario Felipe Pérez, año 1750, número 1429.
    ARCHIVO MUNICIPAL DE ALICANTE.
    Sección de privilegios.
    -Libro de los Privilegios.
    -Privilegios reales de Pedro IV, Juan I y Martín I, Armario 1, Libro 2.
    -Privilegios reales de 1508 a 1579, Armario 1, Libro 9.
    -Privilegios reales de Felipe IV, Armario 1, Libro 20.
    Cartas recibidas de 1665 a 1704, Armario 11, Libro 11.
    Sección de ordenaciones.
    -Pleitos de la ciudad de Alicante, Armario 5, Libro 57.
    BENDICHO, V., Chrónica de la Muy Ilustre, Noble y Leal ciudad de Alicante, 4 vols. Edición de M. L. Cabanes y C. Mas, Alicante, 1991.
    CABANILLES, A. J., Observciones sobre la Historia Natural, Geografía, Agricultura, Población y Frutos del Reyno de Valencia, 2 vols. Edición de Albatros, Valencia, 2002.
    DEL ESTAL, J. M., Documentos inéditos de Alfonso X el Sabio y del Infante, su hijo Don Sancho, Alicante, 1984.
    EIXIMENIS, F., Regiment de la cosa pública, Barcelona, 1927.
    FERRER, M. T., Les aljames sarraïnes de la governació d´Oriola en el segle XIV, Barcelona, 1988.
    GIMÉNEZ, E., Militares en Valencia (1707-1808). Los instrumentos del poder borbónico entre la Nueva Planta y la crisis del Antiguo Régimen, Alicante, 1990.
    JOVER, N. C., Reseña histórica de la ciudad de Alicante. Edición de A. Soler, Alicante, 1978.
    MALTÉS, J. B.-LÓPEZ, L., Ilice Ilustrada. Historia de la Muy Noble, Leal y Fidelísima ciudad de Alicante. Edición de M. L. Cabanes y S. Llorens, Alicante, 1991.
    ORDENANZAS MUNICIPALES DE ALICANTE, 1459-1669. Edición de A. Alberola y M. J. Paternina, Alicante, 1989.
    VICIANA, M. de, Libro tercero de la Crónica de la ínclita y coronada ciudad de Valencia y su reino. Edición de J. Iborra, Valencia, 2002.

 
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