01 noviembre 2011

CUANDO ALICANTE JURÓ LA CONSTITUCIÓN DE 1812 (PARTE 2)



Mientras estos acontecimientos sucedían en nuestras tierras, en el Oeste de la Península la guerra giró favorablemente a los aliados. El 22 de julio Wellington venció a Marmont en la gran batalla de Los Arapiles, y el 12 de agosto entró en Madrid. Tales nuevas llegaron a Alicante al anochecer del 17 de agosto, la jornada en la que el flamante ayuntamiento constitucional había repartido las comisiones. La alegría se hizo patente el día después, y se acordó iluminar con antorchas el frontispicio de las casas consistoriales, prosiguiendo veteranos usos, e informar al gobernador para que diera su anuencia a las oportunas acciones de gracias al Todopoderoso. Confirmadas las buenas noticias, se decidió celebrar una solemne misa y Te Deum en San Nicolás el jueves 20 de agosto o al siguiente jueves, e iluminar toda la ciudad y sus arrabales. El 24 se felicitó debidamente a Wellington.

Conocidos estos reveses napoleónicos, Suchet se retiró tras la línea del Júcar dejando un puesto avanzado en Játiva. El general Maitland avanzó con cautela hasta Elda, pero retrocedió nuevamente hacia Alicante ante el temor de la reunión de las fuerzas del rey José con las de Suchet.

Primera Batalla de Castalla

Hasta comienzos de 1814 el conflicto estuvo bien vivo. El 13 de abril de 1813 se libró la segunda batalla de Castalla, esta vez con resultado favorable a la causa española, pero en junio de aquel año fallo el intento de liberar Tarragona emprendido desde Alicante. A lo largo de los meses se sucedieron los cambios de mando entre las fuerzas británicas estacionadas en nuestra plaza y las polémicas acerca del control de sus fortificaciones. El alojamiento de tan acrecido contingente militar resultó complicado, y agrió las relaciones entre los alicantinos y los soldados aliados. Finalmente la guerra dejó una ciudad de Alicante y una España exhaustas, enturbiando la puesta en práctica del proyecto constitucional.

Las angustias económicas.

Toda contienda amenazó el bienestar y el crecimiento económico de Alicante, muy dependiente del comercio con Francia y Gran Bretaña. Antes del estallido de la Guerra de la Independencia, la Monarquía española se alió con el Imperio napoleónico contra los británicos con nefastos resultados. En 1807 Alicante se quejó a la Junta de Agravios de Valencia, dependiente del Consejo Supremo de Guerra, de la falta de marineros por culpa de los reclutamientos. Aunque se concedió la exención de los calafates y de los carpinteros de la ribera, la preocupación económica distó de aliviarse ante la amenaza de aplicar el Bloqueo Continental contra la navegación, la producción y el comercio británicos.

Afortunadamente la insurrección patriótica alejó el bloqueo y permitió restablecer las relaciones con el Reino Unido. En la mañana del 8 de noviembre de 1808 se aproximó a nuestra bahía el navío británico de 74 cañones Kenit, procedente del bloqueo de Tolón, para abastecerse, y al anochecer del siguiente día desembarcó su tripulación. Se agasajó a su oficialidad con aclamaciones, una visita a la Real Fábrica de Cigarros, un banquete, una función de teatro y un baile. Los comerciantes de Alicante vieron la oportunidad de dar salida a los productos de la tierra y de combatir con mayor eficacia el corsarismo francés. La expedición de monedas de plata con las efigies de Fernando VII y de Jorge III entre la plebe simbolizó este deseo de prosperidad vinculado a la fidelidad.

Sin embargo, el brote de violencia antifrancesa alcanzó un alto grado de brutalidad la noche del 5 de junio de 1808 en la Ciudadela de Valencia, amenazando contagiarse a Alicante. Al final se impuso el orden y el comercio y las autoridades alicantinas respiraron aliviadas. El 27 de octubre de 1808 el capitán de ingenieros Luis Laviña ya pudo solicitar que se revocara el extrañamiento de su madre política Benita Tourrat, avecindada en nuestra ciudad.

La guerra potenció el valor logístico del puerto alicantino, de gran utilidad para el mantenimiento de los frentes de Aragón y Cataluña y de las guerrillas que operaron en la Meseta. La Junta de Gobierno de Valencia apercibió el 9 de diciembre de 1808 al comandante de artillería de Alicante para que armara a los quintos, milicianos y vecinos del Reino con fusiles y otros efectos ante la grave situación en Aragón. Durante estos años Alicante canalizó los caudales indianos de Cádiz, los suministros militares de Cartagena, y los de armamento y víveres del Norte de África y Malta hacia los Ejércitos del Centro y de Cataluña, y plazas como la de Tarragona.

Los avances napoleónicos entre 1809 y 1811 empeoraron nuestra situación. Las castigadas tropas regulares españolas se apropiaron de muchos de los recursos de una Hacienda en estado calamitoso. Los intendentes provinciales tuvieron la misión de abastecer a las fuerzas de su demarcación con los recursos de su territorio, lo que contribuyó a agotarlo y a reducir la capacidad de maniobra militar. La Caja de la Tesorería Militar ya ingresó los 2.601.500 reales de vellón de las rentas de los estancos de Alicante correspondientes a 1808. El 17 de junio de 1811 se impuso la requisa de caballos para el ejército. El 23 del mismo mes la Caja no pudo adelantar más fondos a la caballería. El 20 de agosto cuatro oficiales tiroleses de nuestras fuerzas solicitaron socorro económico, y el 26 el brigadier Manuel Melgarejo, coronel del regimiento de infantería de Murcia, también pidió fondos de subsistencia. Estas exigencias agriaron las relaciones entre los militares y el municipio. Desde el Cuartel General de Sagunto se recriminó el 18 de mayo de 1811 al ayuntamiento las excesivas medidas de cuarentena impuestas a los buques de guerra en contraste con los mercantes.

El mantenimiento de la fuerza de unos 14.000 hombres desde agosto de 1812 fue muy honeroso. En 1797 vivían en el término de Alicante unos 21.447 habitantes, incrementando la llegada de esta tropa en un 65% la población. Desde 1809 afluyeron refugiados de todos los puntos a nuestra ciudad, y no todos con las dotes del maestro platero Jaime Dovaqui, que deseó abrir negocio en Alicante tras huir de las plazas ocupadas de Cataluña. Un soldado costaba de mantener cada quincena (al igual que un guerrillero desde mayo de 1811) 5 reales, con una ración básica de etapa de 8 onzas de carne fresca o 6 de salada, 2 onzas de tocino curado o fresco, 4´4 de bacalao, 4 de arroz o una libra de patatas, y un cuarto de aceite. A los alcaldes se les mandó sufragarlo con los caudales de sus localidades. Las fuerzas al mando de Maitland consumían un mínimo de 70.000 reales cada quince días, lo que suponía el 22% de la recaudación del equivalente de 1768. Es decir, se gastaba el producto de un impuesto real de primer orden en cuatro meses y medio. En 1747 se valoraron las rentas de los propios y arbitrios municipales en unos 116.050 reales, alcanzando los 284.339 en 1845 y los 101.283 en 1847.

No ayudaron a remontar las recaudaciones ni las circunstancias bélicas ni la práctica de la defraudación y el contrabando, especialmente del tabaco y de los algodones manufacturados británicos, de larga tradición en nuestro litoral. En febrero de 1812 todavía no se había activado la contribución del equivalente al encontrarse en paradero desconocido la Intendencia del Reino tras la caída de Valencia. El derribo de muchas casas del Arrabal de San Antón mermó además el número de contribuyentes. Cuando La Rioja se encontraba falta de vino, la provisión de 27.650 cántaros (317.975 litros) destinados al ejército creó serios problemas entre los cosecheros alicantinos, al igual que la de 2.000 barricas de harina entre los hacendados y los comerciantes. Las arbitrariedades y el trato desigual fueron moneda corriente en la exacción de no pocas contribuciones, según se reconoció en la del servicio de bagajes en agosto de 1814.

Como los recursos habituales de la Hacienda no vastaron (incluyendo la contribución extraordinaria de guerra desde 1810), se recurrió al crédito de las casas comerciales. En octubre de 1812 los préstamos concedidos por los comerciantes y los hacendados se cuantificaron en 6.778.878 reales, y en 1813 se adeudaron a once casas (como la de los hermanos Raggio y la de Esteban Die) unos 602.442 reales en concepto de trigo, legumbres, bacalao, etc. para las tropas. Los problemas de liquidez motivaron que las contribuciones ordinaria y extraordinaria se pudieran abonar con billetes de la Tesorería en septiembre de 1812, lo que favoreceria a los hacendados y comerciantes que de tales medios disponían, asi como el incremento de la morosidad y de las peticiones de exención tributaria. Don Juan Gorman, socio de la compañía de don Juan Bushell, se ausentó de Alicante desde comienzos de 1812, y la susodicha casa fue investigada por las autoridades sobre posibles impagos. Por tal razón se sancionó a la Casa Stambon y Rosell el 5 de mayo. El 11 de julio la Cofradía de San Pedro del Gremio de Mareantes pidió la exención del equivalente por la inutilización de la playa de la Plaza de las Barcas, cuando preocupaba desde mayo la provisión de pescado en la ciudad. Todavía en el tiempo del liberalismo naciente eclesiásticos de San Nicolás como Vicente Pastor obtuvieron el 14 de septiembre la exoneración expresa de la contribución extraordinaria.

José Canga Argüelles

En marzo de 1813 Canga Argüelles censuró desde El Tribuno del Pueblo Español de Cádiz los motivos menos nobles de estos préstamos patrióticos, que se reembolsaban con las ganancias de la aduana alicantina, siguiendo un procedimiento que se remontaba a los siglos XVI y XVII al menos. Nicasio Camilo Jover ya advirtió en 1863 que algunas de las grandes fortunas del siglo databan del tiempo de la Guerra de la Independencia. Desde junio de 1811 a septiembre de 1812 la crisis agricola golpeó con violencia a España y Francia por culpa de las malas cosechas y los conflictos. De 1811 a 1813 los precios del trigo y de la cebada alcanzaron sus niveles más altos entre 1796 y 1818, casi a duplicándose. Esta alza atrajo a los arrendadores de los diezmos del trigo y la cebada y del vino de Alicante en busca de beneficios. El 14 de agosto de 1812 el ayuntamiento, que consideraba bien provista la ciudad, previno contra el exceso de tasas sobre los víveres y contra los que abusaran de la libertad de comercio para encarecer los precios. Desde finales del XVIII ciertos comerciantes habían sido acusados de especular con el hambre de las capas populares, y ahora el flamante municipio se enfrentaba con el dilema de preservar el control sobre los suministros propio del Antiguo Régimen o de no inquietar en exceso el incipiente liberalismo económico de los grandes comerciantes y hacendados. La delicada situación bélica aconsejó mantener la supervisión municipal de los suministradores de alimentos, que supieron obtener alzas de sus productos.

Las urgencias sanitarias e higiénicas.

La guerra puso a prueba la eficacia de organismos supramunicipales como la Junta de Sanidad de los Reinos de Valencia y Murcia, que exigió préstamos de varias localidades. El 16 de agosto se constató que todavía no había reintegrado a Alicante la cantidad de 6.000 reales. Así pues, nuestro municipio también estuvo en la primera línea de esta cuestión tan vital.

La situación no invitaba a la tranquilidad. En enero de 1812 el abastecedor de vacuno don Vicente Saragossa advirtió del posible inicio de una epidemia que cortara las redes de suministro de Alicante. Desde la primavera del año anterior se adoptaron medidas cautelares de cuarentena en el puerto, pero por motivos defensivos se tuvo que derribar el lazareto de Los Ángeles. Los temores no eran infundados, en especial cuando se recordaban los temibles estragos de fiebre amarilla de septiembre de 1804 a enero de 1805, acabando con la vida de unas 2.765 personas. Por suerte el brote de 1811-12 resultó más benigno, y sólo se tuvieron que lamentar 17 defunciones.

Desde la época foral nuestro municipio venía contratando médicos para evitar o afrontar las crisis epidémicas más graves. El 28 de julio de 1812 Vicente Bernabeu, vecino de Alicante, solicitó del ayuntamiento el nombramiento de médico.

Las disposiciones del cordón sanitario se complementaron con otras higiénicas de carácter preventivo, muy en la línea del deseo ilustrado de adecentar el ambiente urbano. La falta de limpieza de las calles públicas por el abandono de la extracción de basuras se trató de remediar desde el 20 de agosto con la contratación de un servicio de recogida a cargo de los carreteros José Carbonell, Manuel Torregrosa, Vicente González, y los hermanos José Ramón y José Álvarez. Extraerían el estiércol de las calles para depositarlo en San Blas y en los montes de la Goteta a su beneficio, dado el gran valor que tenía para la agricultura de la época. Acometerían una primera limpieza total de Alicante, y a partir del 24 de agosto lo harían diariamente a las seis de la mañana. Aportarían en estas tareas sus propios carros (libres de todo embargo), y serían auxiliados por la mano de obra de los presidiarios. No sería de su competencia la recogida de animales muertos, ropas de éticos e inmundicias de los comunes y las acequias. Con independencia de los resultados conseguidos, se puede asegurar que se trató del primer contrato de recogida de basuras de un ayuntamiento constitucional en Alicante.

El tránsito de las caballerías de las fuerzas aliadas agravó el problema higiénico en determinados puntos de la ciudad, tomándose oportunas disposiciones sobre los mercados de Alicante el 7 de septiembre. De la Calle de la Pescadería, cercana al andén del muelle, se trasladó la venta de pan y fruta al tinglado erigido en la Plaza de Ramiro, a la calle contigua las tablillas del queso, manteca, arenques, longanizas y alimentos de este género, y las mesitas de quincallería e infantillo en la que conducía a la susodicha vía de la Pescadería, donde sólo se permitió la venta de berzas y verduras desde la Plaza de Ramiro hasta la Oficina del Repeso y el Fielato del Carbón hacia arriba. El arquitecto municipal Antonio Jover, abuelo del célebre cronista, se encargó de supervisar la ventilación del tinglado de Ramiro. No en vano el también arquitecto Emilio Jover edificaría en 1843 los tinglados de madera, separados por grupos de mercancías, del Mercado de Abastos ubicado en la cercana Plaza del Mar, según un proyecto autorizado en 1839.

Los problemas de provisión de aguas.

La sequía primaveral, tan habitual en nuestras latitudes, complicó aún más el ya delicado panorama del 1812. El 4 de abril se propuso por el regidor Caturla una rogativa a la Santa Faz en la Colegial los días 10, 11 y 12.

A estas inclemencias se sumaron ciertos problemas de abastecimiento. En calidad de síndico de las aguas de la Casa Blanca, el conde de Soto-Ameno se quejó en julio de los perjuicios derivados de la construcción del Castillo de San Fernando. El fontanero del riego de la Fuensanta del partido de la Sueca, San Blas y Capuchinos, aledaño a las paredes de los arrabales de la ciudad, se había negado a permitir el paso de las aguas según el turno diario de cada 16 semanas acordado en 1805, pues se destinaron a los trabajos de fortificación. Junto al conde se encontraron entre los perjudicados personalidades de la oligarquía local como al marqués del Bosch, Félix Berenguer de Marquina, Josefa Pasqual de Ibarra, Eladia Pasqual del Povil, Nicolás Montenegro, Ginés Gosalves, Julián Colomina y Castillo o Carlos Castillo. No está de más recordar que la familia Montenegro se distinguió al frente de la administración del pantano de Tibi. También gozaron de derechos de riego el convento de San Francisco y el beneficiado de San Blas. Quizá una de las razones del nombramiento de Soto-Ameno como alcalde primero constitucional estribara en el deseo de los impulsores del proyecto liberal de congraciarse con su círculo social.

Entre las comisiones del flamante consistorio constitucional se encontró la de obras y fuentes públicas, según vimos, confiada al tercer regidor el abogado don Rafael Alberola, supervisor de la limpieza de la red de abastecimiento y repartidor de la debida contribución vecinal. El 7 de septiembre la suciedad amenazó eclosionar en las casas particulares ante el deplorable estado de las cloacas y de la acequia madre. Agravó el problema la estrechez de la boca de las principales cloacas que terminaban en el andén del muelle y la lengua del agua del mar. La interceptación por ciertas huertas de las aguas de La Goteta y Santa Ana, la crecida porción de piedras, barro y tosca en el nacimiento del agua en el Tossal, el quebranto de algunos acuíferos y el mal estado de los grifos empeoraron la provisión de una ciudad sobrecargada de personas y problemas. Se encomendó al arquitecto Antonio Jover la solución de tantas cuestiones en la medida de lo posible.

Con dificultad comenzaba un siglo en el que Alicante sufriría la falta de aguas potables, en el que el servicio público de 20 fuentes repartidas por sus barrios y 4 por sus paseos y jardines sólo aseguraba pocas horas de abundancia a la altura de 1875, cuando todavía se quejaba José Pastor de la Roca de que nuestro puerto constituía “un elemento funesto de insalubridad y un foco pestilente para la higiene pública, a causa de los conductos de cañerías e inmundicias de la población que afluyen al mismo, y corrompen sus aguas”.

El alcance del humanitarismo en tiempos de guerra.

La teórica filantropía del Bien Común combatió con muy desigual fortuna la amenaza del hambre popular, y el paliativo de la Casa de la Misericordia funcionó con dificultades. El 24 de marzo la ciudad sólo disponía de 400 ovejas para el abasto cárnico, y el vecino de Orihuela Nicolás Pérez ofreció 2.000 ovejas, 800 carneros, 600 reses vacunas, y 400 machos cabríos con la expresa condición de satisfacer los despojos diarios al administrador de la Misericordia, casa beneficiaria del arbitrio de los tres ramos de las ropas de sebo y de las pieles lanares del matadero.

El trato a los enemigos vencidos permite calibrar el humanitarismo coetáneo. El mantenimiento de los 24 presos pobres de solemnidad reconocidos costaba al día más de 33 reales, y las variadas rentas asignadas a su manutención no fueron suficientes. El 31 de agosto el ayuntamiento reconoció ante el alcaide del castillo de Santa Bárbara una deuda de más de 510 reales por tal concepto. En tales circunstancias se autorizó el trabajo de las prisioneros. En la isla de Tabarca muchos de ellos fueron concentrados, ya que su ubicación resultó dificultosa en una ciudad saturada humanamente. El 3 de septiembre se solicitó al gobernador militar la habilitación de los torreones de la Puerta Nueva y del Vall, que ya habían servido a este propósito, y la de la Casa de la Asegurada por contar con pozo de agua, fraguas y otros elementos necesarios, trasladando el parque de artillería al almacén de la Plaza del Barranquet. Sin lugar a dudas su vida de cautiverio estuvo marcada por las privaciones, pero no por un sistema represivo saturado de actos de sadismo al estilo del de los campos alemanes en la Europa Oriental y japoneses en el Sureste Asiático durante la II Guerra Mundial.

Casa de la Asegurada en el siglo XIX

Eran, si se quiere, muy ligeras gotas de esperanza humanitaria en un tiempo de barbarie bélica que conculcó los más preciados anhelos de las Luces, según denunciaron los impresionantes grabados de Goya. Todavía en 1821 los alicantinos destinaron cantidades de dinero en sus testamentos al socorro de aquellos que sufrieron durante la Guerra de la Independencia. Así pues doña Juana Salazar en un gesto de caritativa buena voluntad confió 12 reales al cura decano de San Nicolás para aliviar los padecimientos de los prisioneros de la última contienda con Francia, de sus viudas y familiares. Todavía eran tiempos en que gran parte de la población creía en que las buenas obras (en forma de limosna a los Santos Lugares de Jerusalén y a la redención de los cautivos cristianos en países musulmanes) franqueaban las puertas del cielo, al modo de sus antecesores de los siglos XIII-XIV.

La comunicación con Cádiz.

Alicante despachó con frecuencia desde 1810 con la sede de la España no ocupada, Cádiz. Pérez Galdós la definió de corte improvisada donde la hartura y abundancia de la que disfrutaron los militares contrastó vivamente con las condiciones que sufrieron en el frente del interior peninsular. Salvando las distancias, la gran metrópoli del comercio indiano del XVIII tuvo no pocos puntos en común con Alicante, oponiéndose igualmente a todo intento británico de controlar sus fortificaciones. En Cádiz se guarecieron de la francesada las primeras autoridades patrióticas de la acosada Nación, y en Alicante las del abatido Reino de Valencia. La navegación de cabotaje que enlazaba los dos puertos tuvo una gran importancia logística durante la guerra. El 23 de febrero de 1812 se destinaron al asediado Cádiz 8.000 barriles de harina. La superioridad de la armada británica en el Mediterráneo tras Trafalgar garantizó el mantenimiento de estas rutas.

Desde Cádiz se enviaron a Alicante fondos indianos y tropas contra el enemigo, dada su posición geoestratégica. En enero de 1809 fondeó en Alicante la fragata Atocha, llegada de Cádiz y que ya había recalado en Cartagena, con un caudal de veinticuatro millones de reales, que se distribuyó entre distintos puntos. Siete se embarcaron hacia Valencia en los faluchos del resguardo de rentas para el Ejército de Aragón, seis hacia Tarragona para el Ejército de Cataluña en un bergantín británico de 16 cañones anclado en Alicante con una dotación de cien hombres por ofrecimiento del general Doyle, tres socorrieron a los Ejércitos de Cataluña y del Centro, y otros tres al duque del Infantado en Chinchilla. En Alicante se depositaron cinco millones para atender las urgencias bélicas. El comienzo de la emancipación hispanoamericana en 1810 golpeó la recepción de estas puntuales transferencias monetarias, aunque los soldados prosiguieron arribando. En la defensa de Valencia de mediados de 1811 las Cortes enviaron al general Blake al frente de una fuerza desembarcada la mitad en Alicante y la otra mitad en Almería. El eje logístico Cádiz-Cartagena-Alicante vigorizó la resistencia española, pero los graves problemas del ejército regular español y la primacía dada al frente portugués por parte del alto mando británico impidieron sacarle el máximo provecho estratégico.

Las autoridades acantonadas en Cádiz no cometieron con los hacendados y comerciantes alicantinos el error de recortarles sus contactos con las Indias, generando mayores miserias, como les aconteció a los de la Cataluña libre de franceses tras la pérdida de Tortosa el 2 de enero de 1811. Incluso la Guerra de la Independencia al menos presentó la cara amable del estrechamiento de las relaciones humanas entre alicantinos y gaditanos. A fines de septiembre de 1812 el oficial de la Secretaría del Despacho de Indias y regidor del estamento nobiliario del antiguo ayuntamiento de Cádiz don Rafael Morant se ofreció con gentileza a servir al municipio alicantino en la medida de sus posibilidades. Por azares del destino un gaditano nacido en 1881, el barón de Rosta don José María Py y Ramírez de Cartagena, daría forma con el paso del tiempo a las modernas Fogueres de Sant Joan.

La defensa de la autonomía municipal.

La preponderancia de las autoridades militares marcó la tónica de la vida municipal alicantina desde 1709. Los planteamientos de una administración más civilista en tierras valencianas no se atendieron debidamente, y los liberales heredaron estas pretensiones, que las penosas circunstancias políticas de la España decimonónica impidieron. El mariscal José O´Donnell destituyó de la gobernación de Alicante al general De la Cruz e impuso a su segundo al mando San Juan el 3 de marzo de 1812. El 9 del mismo mes creó una Comisión de Gobierno en el Reino de Valencia libre de napoleónicos ante la disolución de la Junta Superior valenciana, y pidió varias salas en nuestra Casa Capitular. El 16 de marzo esta Comisión reclamó del ayuntamiento alicantino los preciados fondos de la contribución extraordinaria de guerra. Estaba en juego la autonomía económica local, y el municipio no se dejó avasallar por autoridades ajenas. Le recordó al mariscal que más allá de sus ingresos de propios y arbitrios sólo percibía la de medio millón entre los más pudientes desde el 30 de mayo de 1813 para víveres en caso de sitio, destinándose ya su producto al auxilio del Tercer Ejército, y exigió una nueva explicación acerca de la superioridad de las atribuciones de la Comisión. El 18 de marzo, víspera de la promulgación de la Pepa, la Comisión respondió con la amenaza de graves multas de hasta 200 ducados a Francisco de Paula Soler, Juan San Martín y Manuel Soler de Vargas. Al final las aguas se aquietaron cuando el Consejo de Regencia aconsejó a la Comisión retirar la mencionada sanción.

La entrada en vigor del nuevo régimen constitucional no atemperó el talante autoritario de los militares. El 29 de agosto el gobernador ordenó construir en el andén del muelle para servir al ejército un pozo valorado en 4.000 reales a cargo del fondo del alumbrado. El ayuntamiento le recordó su proceder anticonstitucional, ya que tenía que dar cuenta a la Diputación Provincial. La contestación del gobernador el 3 de septiembre esta vez fue amable pero firme, insistiendo en su exigencia. Con mucha menor afabilidad se condujo el Comandante General Copons y Navia en noviembre de 1812 ante el intento del ayuntamiento y de la Comisión del Reino de reemplazar a los vocales propietarios de esta última por suplentes.

En todo momento el municipio defendió los propios y arbitrios (los bienes e imposiciones que mantenían la hacienda local) de toda tentativa de apropiación, lo que acarreó no pocos conflictos de competencias. Entre marzo y abril de 1809 empeoraron las dificultades de abastecimiento de la ciudad de Valencia, y a finales del mismo año la Junta de Armamento y Defensa del Reino de Valencia ordenó la designación de un diputado anual por los síndicos personeros de la gobernación para la administración del goce de los propios. El diputado se presentaría ante el Capitán General y la Junta en Valencia. El gobernador y corregidor de Alicante, el polémico Cayetano Iriarte, respondió con recelo, y el diputado del común Juan Visconti se sintió desairado. Al pedir la convocatoria de un cabildo extraordinario fue arrestado por insubordinación por el gobernador en enero de 1810.

Las apreturas bélicas de 1811-12 forzaron a las autoridades patrióticas a expedir nuevas instrucciones a los intendentes para el régimen de propios y arbitrios. Aunque los liberales de momento no alteraron su sistema de gestión en profundidad, la entrada en vigor de la Pepa también inquietó los ánimos en este punto, y las Cortes Generales y Extraordinarios tuvieron que responder a las dudas que Alicante expresó el 26 de noviembre de 1812. Las nuevas instituciones se acomodaron a los veteranos usos: el contador guardaría hacia el ayuntamiento el respeto que se dispensaba a la anterior Junta de Propios, y la Diputación Provincial supervisaría como la Contaduría General. En septiembre de aquel año Francisco de Paula Soler, como contador e interventor de los propios, anduvo atareado en ofrecer el expediente formado en el juzgado del gobernador.

La guerra no arrojó al olvido las rivalidades ancestrales entre localidades hermanas, y las pretensiones de privilegios comerciales las enconaron a veces. En 1700 Orihuela ya pretendió habilitar Torrevieja como puerto propio para liberarse de las exigencias del de Alicante, y en septiembre de 1812 la propia Torrevieja volvió a la carga en el mismo sentido ante el auge de su tráfico con la ciudad de Murcia. Tanto en una fecha como en otra Alicante se defendió insistiendo en lo lesivo que para el Real Patrimonio resultaría la defraudación de derechos resultante de tal habilitación. Decididamente el añejo genio de la república foral moraba en la naciente Terreta del liberalismo.

La renovación de Alicante y sus problemas.

La Guerra de la Independencia planteó unos problemas que ya resultaron habituales en el pasado y otros que lo serían en el futuro. Desde los días de Alfonso X el Sabio el municipio alicantino se encontró aprestado para combatir con mejor o peor fortuna, librando durísimas batallas en 1356-66, 1691 y 1705-09 especialmente. La guerra nuevamente impuso su pesado tributo de sacrificios de todo tipo en 1808-14, pero esta vez acompañada de los deseos de renovación urbanística y de satisfacción de las demandas ciudadanas propias del liberalismo, donde radicó el quicio entre los dos grandes tiempos históricos.

Su ideal de hombre ciudadano ya se encontró pergeñado en los requisitos para ser elegido diputado anual por los síndicos de la gobernación en diciembre de 1809. De momento no se requirió ningún nivel de fortuna ni distinción de clase social. Se valoró su inteligencia, probidad y arraigo a la tierra que representaba, exigiéndose asimismo que el candidato fuera un natural casado o viudo con hijos mayor de veinticinco años o de edad superior a los cuarenta si fuera seglar. En la Constitución de Cádiz el requisito de los diputados a Cortes de contar con una renta anual proporcionada, procedente de bienes propios (enunciado en el Artículo 92 del Capítulo V del Título III), fue defendido con dificultad por Muñoz Torrero, Argüelles y Juan Nicasio Gallego en el debate del 28 de septiembre de 1811 so capa de garantizar la independencia de aquéllos. Del alcance de la polémica da idea que el mismo Artículo 93 ya suspendiera el precedente “hasta que las Cortes que en adelante han de celebrarse declaren haber llegado ya el tiempo de que pueda tener efecto, señalando la cuota de la renta y la calidad de los bienes de que haya de provenir”.

Sin embargo, este idealismo liberal de comunidad de hombres honestos chocó desde los comienzos con la más descarnada realidad del ejercicio del poder a nivel local, como hemos visto en el caso de Alicante, donde las grandes familias de comerciantes se sintieron tentadas por las ínfulas de ennoblecimiento desde la Baja Edad Media, y la mentalidad práctica de la vieja oligarquía supo aprovecharse tanto de las fórmulas contractuales de explotación agraria y laboral como del valor de las fincas urbanas para configurar mayorazgos. Figura del poderoso linaje de los Escorcia, el conde de Soto-Ameno (el primer alcalde constitucional de Alicante) simbolizó tal estado de cosas, también observado en grados distintos en Albacete, Lorca, Cartagena y Murcia.
Aún así los más nobles ideales de libertad no terminaron secuestrados por unos pocos, y los alicantinos más modestos terminarían por abrazarlos a lo largo del siglo XIX, adaptándolos a sus necesidades vitales. Por encima de peripecias y aciertos la Constitución de 1812 proyectó su radiante luz en el amanecer de nuestros derechos ciudadanos. Bien merece que doscientos años después en su honor gritemos ¡Viva la Pepa!

VÍCTOR MANUEL GALÁN TENDERO
(Fotos: Alicante vivo)

Fuentes archivísticas.

ARCHIVO HISTÓRICO NACIONAL. Estado. Junta Central. Sección de Guerra. Junta de Alicante (12 de noviembre de 1808-3 de enero de 1810).

ARCHIVO HISTÓRICO PROVINCIAL DE ALICANTE. Protocolos notariales, 2943.

ARCHIVO MUNICIPAL DE ALICANTE.
-Cabildos de 1812. Armario 9, libro 107.
-Reales Órdenes. Legajo 1911-14, números 1 al 6.

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