18 diciembre 2011

EL FUGAZ CANTÓN ALICANTINO (PARTE 2)



La insurrección de Cartagena.


El empeño de las Cortes Constituyentes republicanas naufragó en el mes de julio. El día 1 la minoría republicana intransigente se retiró de ellas, y el 8 la huelga general se transformó en revolución social en Alcoy. En Madrid los intransigentes comandados por Roque Barcia formaron un Comité de Salud Pública que llamó a la revuelta regional y a la formación de cantones. El 12 se proclamó en Cartagena el cantón, el 19 en Torrevieja, Almansa, Sevilla y Cádiz, el 20 en Castellón y Granada, el 21 en Málaga, y el 22 en Alicante, Valencia, Bailén, Andújar, Tarifa, Algeciras y Salamanca. El gobierno presidido por Pi y Margall cayó el 18 desbordado por tal estallido.

Proclamación del cantón de Cartagena

De todas estas insurrecciones la más persistente y vigorosa fue la de Cartagena, base naval de primerísima importancia de la armada española. Manuel Cárceles encabezó la sublevación en la noche del 11 al 12. Por la mañana, siguiendo consignas del Comité de Salud Pública, la guardia del Castillo de Galeras no se dejó relevar y enarboló la bandera republicana roja. Las autoridades municipales dimitieron y se formó un Comité revolucionario. Desde Madrid se unieron al movimiento revolucionario el inquieto diputado por Murcia Antonio Gálvez, natural de Torreagüera, y el general Contreras. Gran parte de la marinería simpatizó con la causa, y fracasó por completo el intento de disuadirlos del ministro de marina Anrich, que consiguió alcanzar Alicante el 14 por la tarde antes de dirigirse a Madrid con rapidez. El 27 se formó en Cartagena el Gobierno provisional de la Federación Española presidido por Roque Barcia, que aguantaría hasta la entrada en la plaza de las fuerzas del general López Domínguez el 12 de enero de 1874.

La Cartagena cantonalista no surgió por azar, como muy bien ha explicado Juan Bautista Vilar. Hacia 1870 los escoriales y carbonatos más superficiales de su serranía se habían agotado, y su explotación requería mayores inversiones para excavar las oportunas galerías. Miles de mineros de La Unión en paro exigieron del Comité un jornal de supervivencia. El impulso dado a la armada española desde 1859 no compensó el declive de la construcción y reparación de buques en el Arsenal en relación a sus días de esplendor del siglo XVIII: la fragata blindada Numancia se construyó en astilleros franceses en 1863, la Victoria en británicos en 1865, y El Ferrol se alzó con la de la Tetuán. Las condiciones de los marineros, reclutados mayoritariamente a través del sistema de la matrícula del mar, tampoco resultaron favorables en los tiempos de la Guerra del Pacífico y Méndez Núñez. La propaganda liberal politizó las ideas de no pocos de ellos al filo de la Gloriosa Revolución del 68.

Con la confianza que le otorgaban sus potentes defensas y la disposición de una parte muy selecta de las unidades navales españolas (como la Numancia, la Victoria, la Méndez Núñez, la Tetuán, la Almansa y el Fernando el Católico) y el grueso de los batallones de Iberia y de Mendigorría, los cantonalistas de Cartagena se aprestaron a expandir territorialmente su causa tanto por razones ideológicos como de necesidad económica. La ciudad de Alicante era uno de sus objetivos.

Estado del republicanismo alicantino.

El ideario demócrata conquistó la voluntad de muchos alicantinos a finales del reinado de Isabel II. De 1864 data la organización del Círculo de Artesanos. La Junta Revolucionaria alicantina, de predominio demócrata, remarcó el 30 de septiembre de 1868 el deber de los ciudadanos de hacerse dignos de la libertad para ganarse el respeto de los pueblos libres, palabras que no cayeron al vacío en nuestra extrovertida ciudad durante las temibles jornadas de 1873.

Gran parte de los demócratas se inclinaron por el republicanismo, como ya hemos dicho, y entre 1868 y 1869 hicieron gala de su fuerza asociativa, publicitaria y electoral. En las elecciones municipales de diciembre de 1868 obtuvieron 2.179 votos frente a 2.136 de los monárquicos. Se formó un ayuntamiento de mayoría republicana encabezado por Maisonnave. Los honrados vecinos de Alicante podían cooperar con las nuevas autoridades ingresando en el batallón de los Voluntarios de la Libertad, a lo que animaba el periódico de Maisonnave El Correo de España. Este batallón era una milicia ciudadana formada por ocho compañías de cada distrito urbano, a las que se agregaron una 9ª. y una 10ª. de veteranos republicanos de tiempos del Bienio Progresista (1854-56). El alcalde, según el decreto orgánico del 17 de noviembre de 1868, tenía la potestad de convocar su alistamiento ante el peligro de alzamiento armado, como el representado por las partidas carlistas. Los propios voluntarios escogían a los capitanes, al comandante y a sus dos ayudantes.

La solidez de este baluarte demócrata fue mermada por las divisiones entre los republicanos moderados y radicales, pues el populismo republicano abrazó desde influyentes comerciantes, molestos con la marcha general de España y más inclinados hacia el moderantismo, a menestrales y jornaleros, ya vinculados algunos al naciente obrerismo y al cooperativismo. La actitud a seguir ante la instauración de un nuevo régimen monárquico, que no parecía escuchar las reivindicaciones populares, aumentó sus diferencias. En mayo de 1869 los radicales alicantinos firmaron el Pacto de Tortosa como aval para una España federal, y en octubre de 1869 se sumaron a una fracasada insurrección, que tuvo como consecuencia la disolución del consistorio republicano y la imposición de otro monárquico. Aunque la represión no consiguió acallar las voces más exaltadas en Alicante, la fuerza de los moderados les impidió conquistar el poder local por sí mismos como en la Cartagena del 73.

Eleuterio Maisonnave y Cutayar

En estas lides la figura de Eleuterio Maisonnave y Cutayar resultó clave. Miembro de una acaudalada familia de comerciantes de origen francés, en su juventud abogó por el librecambismo y el reformismo social. Secretario de la Junta Revolucionaria y del Gobierno Civil en 1868, se alzó con la alcaldía de Alicante. Su dedicación a la redención de nuestros quintos y a la lucha contra la epidemia de fiebre amarilla del verano de 1870 le granjearon muchos aprecios populares. En calidad de diputado defendió en el Congreso los intereses alicantinos. Promotor de medios de comunicación y animador de una tupida red de amistades y alianzas sociales (no ajena a su adscripción a la masonería a partir de 1876), supo forjarse una sólida posición local apta para catapultarse al primer plano de la política española del tumultuoso 1873. Cauteloso partidario del mantenimiento del orden social, se movió con astucia en la vida pública. Pese a suscribir el Pacto de Tortosa, al final de 1869 se conformó con una simple descentralización municipal y provincial. Fue un comandante de los Voluntarios de la Libertad que no llamó a la insurrección, y un alcalde que hizo de la necesidad virtud cuando dimitió tras el fusilamiento del radical Froilán Carvajal. De su templado proceder informó favorablemente el gobernador civil al ministro de la gobernación. Ministro de Estado bajo Pi y Margall, ocupó la cartera de gobernación con Salmerón y Castelar, sobresaliendo por su contundencia contra carlistas y cantonalistas. La Federación Regional Española de la Asociación Internacional de Trabajadores lo denunció en noviembre de 1873 como un perseguidor cruel y arbitrario gustoso de las detenciones arbitrarias, verdadero consorte del dictador Castelar. Su enérgica personalidad representó el giro conservador de una burguesía partidaria de los derechos individuales temerosa del desbordamiento popular. Su empeño en convertir Alicante en el valladar contra el cantonalismo fue coronado por el éxito.

La retirada de las autoridades gubernamentales.

Antonio Gálvez, como general del Cantón de Murcia, intimó el 18 de julio a las autoridades de Alicante a dejar salir hacia Cartagena el vapor remolcador anclado en nuestro puerto. El 19 se supo por correspondencia tomada a los radicales que los cantonalistas aprestaban una fragata. El domingo 20 a las siete de la mañana la fragata Victoria pasó a la vista de Torrevieja, a las tres de la tarde se le avistó a la entrada de la rada alicantina, y a las cuatro y media fondeó en nuestro puerto.

Su amenaza no podía de ningún modo tomarse a la ligera. Comandada en aquella ocasión por el marino torrevejense José Solano Huertas y tripulada por unos quinientos hombres, la Victoria era una de las naves más rápidas de nuestra marina de guerra, junto a la Numancia y la Tetuán, pero no de las de mayor dotación artillera, honor que correspondía a las más lentas fragatas de hélice Villa de Madrid, Almansa y Navas de Tolosa. Provista de dos chimeneas, esta fragata acorazada con costados y reductos de 14 centímetros era una de las unidades más poderosas y modernas de la armada española. Tenía de eslora 90´17 metros, de manga 17´34 y de calado 8´60. Con la fuerza de mil caballos desplazaba 7.250 toneladas a una velocidad de 12 nudos. De su sala de máquinas se encargó el británico Samuel Ligthon, empleado en la base y maestranza naval de Cartagena que se sumó a la revolución cantonalista, de la que posteriormente huiría desilusionado a Orán, peripecia vital digna de la novela de 1936 de Ramón J. Sender Mr. Witt en el Cantón. El mantenimiento mensual de la nave en situación armada ascendía a unas 25.800 pesetas de la época, lo que sin duda pesó en las exigencias de dinero de los cantonalistas, y estaba artillada con treinta cañones de 20 centímetros capaces de sembrar la destrucción en los más de 3.900 edificios del caserío de una ciudad que sobrepasaba los 21.000 habitantes, ya desencorsetada de gran parte de su recinto amurallado. La zona militar o estratégica de la plaza ya se reducía al Castillo de Santa Bárbara, con un parque de artillería de un mínimo de seis piezas, y de su fortaleza avanzada del Castillo de San Fernando, apoyada en el mar en la cortina de San Francisco con los torreones de San Nicolás y San Cayetano.

Con independencia de su potencia militar efectiva, la fragata Victoria puso en manos de los cantonalistas una baza de disuasión notable en la guerra psicológica de nervios que iba a librarse. El alcalde Manuel Santandreu, seguidor de Maisonnave, sondeó los días 18 y 19 la disposición de los Voluntarios de la Libertad a resistir la embestida cantonalista. Las simpatías de algunos por la causa radical no obstaculizaron que mayoritariamente se expresaran a favor de acatar la autoridad del gobierno de Madrid y de sumarse a la revolución sólo si su triunfo se generalizaba.
Sin embargo, el veinte por la mañana las cosas ya se juzgaron de diferente forma. Ciertos grupos de Voluntarios se mostraron disconformes de entablar combate con otros republicanos en caso de desembarco, un parecer contrario al de los liberales conservadores acaudillados por Federico Bas, diputado por el distrito de Elche y director de El Constitucional. El apoyo de las fuerzas vivas alicantinas temerosas de la revolución no disuadió al gobernador civil José María Morlius de abandonar la ciudad hacia Novelda aduciendo órdenes del gobierno de Pi y Margall. En tales circunstancias los gobernadores de Valencia y Castellón también se retiraron a Alcira y Nules respectivamente. Se dijo querer evitar una hecatombre estéril de Alicante y una capitulación humillante para el honor de la autoridad republicana, pero sobre los conciliadores cayó el descrédito y las acusaciones de connivencia y cobardía. Al presidente de la Diputación, el republicano Juan Mas, se le confió la autoridad civil en aquellas tristes circunstancias. Se revivió el triste espectáculo del abandono por gran parte de sus autoridades del estío de la fiebre amarilla de 1870.

Al menos el gobernador militar, el brigadier Juan Ruiz Piñeiro, pensó por un instante en encastillarse con toda la guarnición en Santa Bárbara para salvar el honor y proteger a la población civil, idea que no fue secundada por sus jefes subordinados, partidarios de marchar con el grueso de sus tropas en columna a un punto más seguro. La agitación radical ante el gobierno civil los alarmó sobremanera. Así pues, el animoso brigadier se retiró a su domicilio particular y traspasó el mando al coronel Pascual Sanjuan. Sólo unos cuantos soldados y una dividida milicia cívica quizá plantaran cara a los atacantes. No pocos civiles huyeron de la capital asustados. Alicante parecía a punto de rendirse ante los cantonalistas llegados en la Victoria.

La negociación armada y la proclamación del Cantón alicantino.

Con sus seguidores en la calle y la fragata en el puerto los cantonalistas tuvieron todas las de ganar durante aquella tarde estival del 20 de julio. Comandados por el mismo Antonio Gálvez, optaron por sumar a su causa a los republicanos más remisos a través del diálogo, respaldados con suficiencia por su fuerza coactiva. Los seguidores del gobierno de Madrid dispusieron unidades de Voluntarios en las Casas Consistoriales, telégrafos y la sucursal del Banco de España. Las piezas estaban ya ubicadas sobre el tablero antes de comenzar las negociaciones en el gobierno civil.

Allí el desembarcado Gálvez indicó que su llegada respondía al deseo de alentar el movimiento revolucionario, ayudando a sus seguidores alicantinos, y a la necesidad de allegar para la causa recursos, correspondiendo a Alicante la entrega de quince a veinte mil duros. De Juan Mas obtuvo circunstancialmente una respuesta benevolente, pero no de Sanjuan ni del alcalde Santandreu. Según Nicasio Camilo Jover, Gálvez tampoco cosechó una recepción más cálida en su alocución a las masas ciudadanas. En todo momento el jefe cantonalista quiso comunicar telegráficamente a Madrid la incorporación de Alicante a la revolución que modelaría la República española de abajo a arriba, tratando de impedirlo los moderados alicantinos. Sin embargo, la retirada definitiva del brigadier Ruiz Piñeiro los dejó en una posición todavía más débil. Una compañía de Voluntarios relevó a las tres del batallón de Soria que guarnecían el Castillo de Santa Bárbara. Aun así se rogó al coronel Sanjuan que no entregara a los cantonalistas las dependencias militares, los presos y sus causas al menos hasta el día siguiente. En aquel verano el hastío hacia las quintas, la indisciplina y las deserciones minaron a las fuerzas armadas, reducidas a las tropas más veteranas y a unidades de la Guardia Civil.

Con las últimas luces del día veinte se formó en la Diputación una Junta Revolucionaria, embrionaria del futuro Cantón alicantino. Con acritud Gálvez presionó al Ayuntamiento a cederle todo el poder, lo que se logró tras duras disputas verbales entre los Voluntarios. En las Casas Consistoriales, finalmente, se alumbró en la noche del 20 al 21 una nueva Junta Revolucionaria de Salud Pública. Aquella España republicana sumó momentaneamente un nuevo cantón federal.
Su alcance social y territorial.

El Cantón de Alicante fue flor de un día, el 21 de julio del 73. Tras su derrota, Nicasio Camilo Jover lo conceptuó con desdén de poder imaginario elegido a sí mismo. La composición de la Junta Revolucionaria abrazó a ocho representantes municipales de Alicante (Manuel Sáez, Faustino Uriarte, Rafael Jordá, Juan Such, José Charques, José Marcili, Eduardo Oarrichena y Eduardo Carratalá), dos de Elche (Juan Ruiz y Francisco Baeza), y uno respectivamente de Villena (José Martínez), Aspe (Antonio Botella), Monóvar (Jaime Villate), Novelda (Francisco Rico), Orihuela (Fausto Ginestar), Callosa d´En Sarrià (Manuel Navarro), Torrevieja (Pedro Vallejo), Villajoyosa (José Nogueroles) Benidorm (Vicente Zaragoza), Denia (Marcelino Codinas), y Alcoy (José Puig). Se pretendió integrar en la Junta a los republicanos federales de todas las tendencias, sin llegarse a dictar medidas de claro radicalismo social por temor a estallidos como el obrero de Alcoy entre el 8 y el 13 de julio.

El municipio, y no el partido judicial o el distrito, encarnaba directamente la soberanía popular, y todo Cantón se forjaría a través de la federación de municipios afines. De todas las localidades alicantinas fue la de Torrevieja la que mantuvo una actitud más desenvuelta y autónoma, autoproclamándose Cantón el 19 de julio. Relléu invocó su protección, y a la caída del Cantón de Alicante algunos de los republicanos torrevejenses se decantaron por ingresar en el de Murcia

El Cantón alicantino no pretendió alterar el territorio provincial forjado en 1836 ni participar en la resurrección del reino de Valencia, en línea con ciertas ideas del foralismo más progresista. El episodio cantonalista nos permite revisar el estado de la cuestión provincial alicantina pasado el ecuador del siglo XIX.

De nuestra provincia se tuvo una idea generalmente positiva, y no se consideró ningún fracaso humano o administrativo. Pese a la división del antiguo reino, no se negó la valencianía de la mayoría de los alicantinos. En 1868 Vicente Boix, prohombre de la Renaixença, consideró Alicante una provincia hermana, al igual que la de Castellón, que formó parte importante del reino valenciano. Todavía no había sonado la hora de señalar el carácter artificial de una provincia que enlazaba elementos históricos de las Coronas de Castilla y Aragón, como haría Rafael Altamira en 1905, y Eleuterio Llofriu celebró en 1872 la variedad paisajística que imprimía donaire y gracia a los diferentes tipos de la mujer alicantina, de notable abnegación, laboriosidad, belleza y religiosidad, y constantemente preocupada por sus hijos. El orgullo de la Millor Terreta del Món cobijó a toda la provincia en el sentir de Llofriu, y ciertos autores españoles singularizaron a los alicantinos como grupo diferenciado. En 1844/45 Pascual Madoz no apreció entre ellos las distinciones temperamentales que se daban entre los serios castellonenses del interior y los más risueños del litoral, y destacó su constancia y amor al trabajo fundamentado en el conocimiento, capaz de doblegar a las fuerzas de la naturaleza, y la inesperada violencia ante el contrario de personas de conducta generalmente civilizada. En 1869 Roque Barcia los distinguió de los valencianos, grandes defensores de la igualdad, y resaltó su laborioso temperamento, similar al de los murcianos. Ya en 1887 el singular federalista Valentí Almirall especificó entre los pueblos catalanes de la Península a los alicantinos junto a los valencianos, sin hacer mención de los castellonenses. En estas valoraciones ya asoma la observación del carácter complejo y fronterizo de las tierras alicantinas, que tanto daría que hablar en la segunda mitad del siglo XX.

Sobre esta base los liberales del Sexenio procuraron reforzar la actividad y la autonomía provinciales entre 1868 y 1870, enmendando los abusos centralizadores de los moderados de tiempos de Isabel II. Los cantonalistas desearon llevar estos principios a sus últimas consecuencias. El derrocamiento del centralismo por el federalismo, en opinión de Roque Barcia, transformaría a las enfrentadas localidades feudales de España en municipios democráticos que conformarían realmente una gran familia nacional. El naufragio del cantonalismo alicantino no cabe atribuirse, en suma, a la carencia de patriotismo local o de pretensiones de regenerar la vida municipal, sino a que sus vientos soplaron en Alicante a favor de las velas del republicanismo más conservador.

El forcejeo político.

En una jornada marcada por un intenso estado de agitación en toda la ciudad, especialmente visible en la Plaza del Mar y en la Calle Mayor, y por la apresurada marcha de muchos vecinos, la presidencia de la Junta recayó en Antonio Botella, cuyas disposiciones encontraron la enconada resistencia de muchos funcionarios municipales en general y en particular del comandante de marina accidental Emilio Pascual del Pobil, de antiguo linaje aristocrático.


La decisión de entregar a las partidas de Payá y Bertomeu las armas guardadas en las Casas Consistoriales fue contestada con energía por los capitanes de los Voluntarios Sáez y Nogueras. La petición de Gálvez del pago de 10.000 duros colmó el vaso, y la milicia alicantina se constituyó en Junta de Gobierno Provisional opuesta a la Junta Revolucionaria. El frágil Cantón se hacía trizas.

Ante el giro de los acontecimientos, Gálvez y sus subordinados embarcaron en la Victoria. Un negro rumor de bombardeo se extendió por toda la ciudad. Quizá los cantonalistas de Cartagena finalmente depositarían en el fiel de la balanza la potencia de su artillería con fatales consecuencias.

El fracaso cantonalista y sus razones.

La Junta de Gobierno Provisional comisionó al comandante Beltrán para negociar con Gálvez. Se desmintieron los extremos de bombardeo, y a las cuatro de la madrugada del martes 22 salieron de nuestro puerto un vapor remolcador y dos escampavías, y a las cinco la Victoria con el vapor Vigilante en pago a la causa.

Gálvez creyó contraproducente para sus fines propagandísticos abrir fuego, y se conformó ocasionalmente con dejar un espectral Cantón alicantino a su marcha. Gran parte de los republicanos alicantinos hicieron protestas de haber reconocido la autoridad del gobierno de Madrid en todo momento. Algunos de los más comprometidos abandonaron la ciudad con la Victoria y las otras naves. En un más tranquilo día 23 los gobernadores civil y militar volvieron a ejercer su potestad procedentes de Villena. Se restableció nuestro ayuntamiento y la alcaldía se confió a Anacleto Rodríguez. Los Voluntarios de la Libertad recibieron todos los agradecimientos, el brigadier Ruiz Piñeiro retornó con las tropas entre el alborozo de muchos, y se cesó al “intrépido” Morlius. Lorenzo Abizanda, de la plena confianza de Maisonnave, se encargó del gobierno civil, depurando la milicia de individuos sospechosos. La represión de los republicanos conservadores emprendió su camino.

Los expedicionarios de Gálvez habían sometido a la cantonal Torrevieja a extorsión el 22 de julio al retornar a su base de Cartagena. El 30 del mismo mes atacarían con éxito Orihuela. El 27 de septiembre sí abrirían fuego desde sus naves contra Alicante, donde el ministro Maisonnave les opuso resistencia al frente de fuerzas regladas y milicianas. Las seis horas de bombardeo no consiguieron vivificar su mortecina causa.

Sin el peso del republicanismo más autoritario el grueso de los Voluntarios de la Libertad no hubiera sido capaz de imponerse a los cantonalistas. Las redes interclasistas tendidas alrededor de los seguidores de Maisonnave acreditaron su eficacia, recibiendo la ayuda interesada de los grupos más conservadores. El cantonalismo ni supo ni pudo utilizar en su provecho el patriotismo local de la Terreta, tan exaltado por Maisonnave. Se conceptuó la irrupción en Alicante de cantonalistas del resto de la provincia de intromisión ajena en los asuntos particulares de la ciudad. La coacción de la Victoria agravó el sentimiento de humillación forastera, animando a la resistencia. El Cantón no se imponía a fuerza de expediciones militares.

Alicante, punta de lanza de la reacción republicana.

El fracaso cantonalista ante Alicante descubrió los puntos débiles de aquella revolución federalista. Maisonnave tuvo la inteligencia de presentarla como el modelo de la sensatez republicana en España ante el aventurerismo de los piratas de Cartagena. Todo ello reportó beneficios políticos y económicos muy pasajeros. Los ingresos de la renta de aduanas en la provincia de Alicante así lo acreditan:

Ejercicio presupuestario//Rdto. en ptas//Índice

1870-71//2.133.496//100
1871-72//2.509.312//117
1872-73//3.025.653//142
1873-74//5.354.243//251
1874-75//3.926.056//184

Cartagena dispuso de una fábrica de desplatación y de notables reservas de metal para acuñar moneda y comprar en la Argelia francesa. Dada su inferioridad, las naves obedientes a Madrid no bloquearon con eficacia sus comunicaciones, y patronos y contrabandistas de varias nacionalidades hicieron negocio en el Cantón. Sin embargo, su aislamiento terminal, los problemas de la Valencia cantonalista y la incidencia del carlismo en los puertos del Norte terminó por repercutir favorablemente en el comercio provincial alicantino en 1873-74, dentro de un ambiente de recuperación económica progresiva. Del Cantón de Alicante quedó el sobresaltado recuerdo de su fugacidad en la España de la Restauración.


VÍCTOR MANUEL GALÁN TENDERO
Fotos: Alicante Vivo


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