Los
vikingos, entre el mito y la realidad.
En el imaginario de la Europa medieval los vikingos
han encarnado la brutalidad guerrera del Norte pagano. Despiadados y astutos,
surcaron las grandes rutas fluviales y marítimas en sus características
embarcaciones de la América Septentrional al interior de Rusia. La literatura y
el cine han consagrado esta imagen heroica. A partir de la segunda mitad del
siglo XX los historiadores han desconfiado cada vez más de los terrores
expresados por los monjes en sus crónicas, y han destacado su pericia técnica
en las artes de la carpintería, su maestría de navegantes y la importancia de
sus colonizaciones en el desarrollo de los pueblos de Europa. La Era Vikinga de
los siglos VIII al X eclosiona como la culminación de la civilización del
hierro de las poblaciones germánicas de Escandinavia, cuando se forjaron
definitivamente las grandes jefaturas monárquicas anhelantes de prestigio,
riqueza y de imponerse en sus territorios. Las grandes expediciones
respondieron con éxito a tales deseos.
La
vitalidad vikinga se desbordó sobre una Europa en transformación, en la que
estaba afirmándose el feudalismo. El declinar del Imperio carolingio favoreció
sus planes en la Francia Occidental, pero no en la Oriental (núcleo de la
futura Alemania). El éxito también les sonrió inicialmente ante los reinos
anglosajones de Britania y los grandes clanes celtas de Irlanda. No tuvieron
empacho, como es natural, de aliarse con alguna facción en lucha en sus
empresas militares, de tal modo que la historiografía invierte hoy en día la
prelación de los ataques vikingos en los orígenes de los castillos feudales.
Más bien fue la degradación del orden imperial público el que les proporcionó
alas. Las experiencias exitosas de Carlomagno, de Alfredo el Grande y de Abd
al-Rahman II de Córdoba así lo prueban. Precisamente en la Hispania islámica,
en el Al-Andalus, los vikingos lidiarían contra una resistencia organizada,
pero también aprovecharían con determinación los orificios del poder emiral,
aún no bien establecido en nuestras tierras a la altura del 859.
La gran expedición desde el Loira.
La gran expedición desde el Loira.
Al-Andalus encajó la primera embestida vikinga en el
844, cuando tras saquear Lisboa los normandos alcanzaron Sevilla siguiendo el
entonces navegable Guadalquivir. En Tablada las tropas de Abd al-Rahman II les
infringieron una sonada derrota.
Sin embargo,
la osadía vikinga no se arredró. Procedente del noruego antiguo “víkingr”, la
palabra vikingo terminó por significar pirata de mar, y en la segunda mitad del
siglo IX su Gran Ejército atacó con diferentes alternativas Inglaterra y
Francia. Dos destacados capitanes, Björn Costado de Hierro y Hastein,
dirigieron la arriesgada expedición que pretendió tomar la misma Roma siguiendo
la costa desde el Golfo de Vizcaya al Mediterráneo Occidental. Diferentes
unidades de combatientes vikingos se agruparon bajo su mando con el acicate del
botín y de la gloria.
La campaña
partió en el 859 de las bases de los vikingos daneses en el Loira. Las
incursiones de pillaje de los daneses fueron el prolegómeno de la imposición de
tributos a las poblaciones locales primero y después de una verdadera
colonización en ciertos casos (como el de Normandía). Según Ibn Idari
al-Marrakusi su flota se compuso de sesenta y dos naves (cifra en todo caso
inferior a las ochenta que asaltaron Sevilla), cuyas características técnicas
no especifica pero que podemos suponer a través de los vestigios arqueológicos
estudiados en otros puntos: alargadas y estrechas, de cascos abiertos,
elaboradas en tingladillo, sin puente y con poca capacidad de almacenar, tan
rápidas como flexibles, combinaron la energía del viento con la de sus remeros.
La armada albergaría un contingente que no bajaría de los tres mil y no
excedería de los cuatro mil hombres. A la Península Ibérica pondrían rumbo sus
proas provistos de sus mejores armas, la sorpresa y la celeridad.
Las defensas del emirato de Córdoba.
Abd al-Rahman II legó a su sucesor Muhammad un emirato mejor organizado en lo administrativo, fiscal y militar, pero sobre el que persistían las amenazas internas y externas. En vísperas de la segunda gran incursión vikinga el emir Muhammad combatió la insurrección de la levantisca Toledo, la antigua capital de la monarquía visigoda.
Como posteriormente harían los anglosajones y los francos, los andalusíes pusieron en los mares una importante armada de la que disponemos de muy poca información para esta época. Ibn Idari insiste en su despliegue desde Galicia a la actual Cataluña, pero su principal radio de acción parece que se concretó entre Lisboa y Gibraltar en la época que nos ocupa. Se compondría de distintos tipos de embarcación: galeras para el combate y para el transporte de buques de casco redondo con castillete de popa y arbolados con dos o tres palos provistos de velamen latino (al estilo de los representados en las cerámicas mallorquinas conservadas en San Matteo de Pisa). Los esquifes ayudarían a maniobrar a las naves mayores en los movimientos más complicados y serían inestimables para mantener las comunicaciones de la flota. El propio Ibn Idari cifra en trescientas las naves que actuaron en la expedición emiral contra las díscolas Baleares en el 848-49, lo que nos indicaría la importancia de la susodicha armada cordobesa. De hecho en el siglo X sus efectivos ascendieron en el gran puerto de Almería a trescientos. Desconocemos el punto de integración en ella de los barcos de los corsarios de Al-Andalus, más o menos obedientes a la autoridad cordobesa.
Junto a esta muralla flotante de madera, las tropas terrestres se encontraron apercibidas en áreas sensibles como el curso inferior del Guadalquivir para detener los avances de los invasores. Los alcaides de las principales fortalezas las regían, ya que integraban el “yund” o el ejército costeado por la administración emiral. Las gentes de los distritos dependientes de tales fortalezas tenían que observar una serie de normas de protección en caso de alerta. La disciplina impuesta por el Estado cordobés podía mostrarse de gran utilidad.
La tierra de Tudmir.
Precisamente su autoridad todavía tenía que ser fortalecida en la tierra de Tudmir, una de las más singulares “kuras” de Al-Andalus.
Siguiendo al polígrafo del siglo X Al-Razi abarcaba en líneas generales el territorio de las actuales provincias de Alicante, Murcia, Sur de la de Albacete y Norte de la de Almería. Debía su nombre al célebre conde Teodomiro (Tudmir en árabe), que consiguiera del conquistador Abd al-Aziz el no menos famoso Pacto del 713. Se complació Al-Razi en comparar el Segura con el Nilo, y no titubeó en referir las bondades de los árboles de Tudmir, los provechos que le reportaba el mar y la valía artesana de sus poblaciones montañosas.
Eran recursos que no pasaban desapercibidos a ojos de los gobernantes cordobeses. Los enfrentamientos que ensangrentaron Tudmir entre las facciones árabes e islámicas ofrecieron oportunidades de intervención a los emires. En el 825 se erigió la ciudad de Murcia para fortalecer el control de la región, pero hasta la centuria siguiente los gobernantes de Córdoba no conseguirían imponerse del todo. Sobre esta tierra de ocasiones cayeron los vikingos de Björn y Hastein.
Nuestras fuentes de información.
La incursión vikinga en Tudmir no la conocemos a través de documentos emirales originales, hoy en día perdidos, sino de historiadores musulmanes que tuvieron acceso a ellos. El historiador que recopiló la información proporcionada por aquéllos, como Al-Razi, fue Ibn Idari al-Marrakusi, autor andalusí que vivió entre los siglos XIII y XIV, un tiempo de tribulaciones y de reconstitución para el Islam occidental tras las grandes campañas de la Reconquista.
En 1306 apareció su “Historia de Al-Andalus”, escrita de forma escueta y directa. Sobre el tema que nos ocupa refiere con sobriedad el itinerario y las principales acciones de los invasores, sin entrar en anécdotas ni en pormenores que nos resultarían de enorme interés. De todos modos su estilo no resulta tan resbaladizo para el historiador como el de las Sagas vikingas, si bien exige una cuidada crítica de su léxico y un trabajo de comparación de sus distintos pasajes con el fin de extraer la mayor riqueza informativa de su obra, como sucede con otros autores de la cultura árabe, difícil ejercicio en el que mostró toda su maestría Míkel de Epalza.
Los normandos y uno de los pulmones de la naciente
Europa, el Mare Nostrum.
El Mediterráneo era zona de promisión para los guerreros-comerciantes y mercaderes de esclavos.
La
flota vikinga surcó las aguas atlánticas de la Península, y a la altura del
litoral de la “kura” de Beja dos de sus naves cargadas de oro, plata, esclavos
y provisiones fueron apresadas por los andalusíes. No consiguieron los
normandos violentar la entrada por el Guadalquivir una vez más, pero saquearon
Gecira al-Hadra.
A partir de este momento la suerte les resultó más favorable. Atacaron la costa norteafricana, castigando a los potentados de la Idua, y después tocaron el Rif de Al-Andalus, identificable con el área malagueña. Al-Marrakusi nos ofrece una perspectiva muy sugerente del llamado por Braudel Canal de la Mancha del Mediterráneo, de hermandad geográfica y cultural entre sus dos orillas, digna del onubense del siglo XI Al-Bakri, que presentó los puertos andalusíes acompañados de su gemelo norteafricano en línea recta. Esta amplia zona marítima parecía escapar del control directo de los emires de Córdoba.
Los vikingos irrumpieron en la cuenca de un mar en el que ni la vida urbana ni la comercial habían fenecido. El tráfico de productos lujosos y de esclavos gozó de gran valía. Los conquistadores carolingios habían arrojado muchos esclavos en los mercados europeos, regulándose su trato en tierras de su imperio por el Capitular de Diedenhofen (805). Los vikingos prosiguieron con tan lucrativo como deshumanizado comercio, extendiéndolo con vigor a nuevas tierras de la Europa Oriental, la de los eslavos. La demanda de esclavos persistió entre las aristocracias y los ciudadanos del Mediterráneo, con independencia de su credo. Monasterios como el de Santa Giulia de Brescia llegaron a disponer de hasta 750 esclavos prebendados frente a sus 800 familias labradoras de parcelas de tierra o tenencias.
El comercio, junto a otros factores, alentó el crecimiento de las ciudades en Europa entre los siglos VIII y IX, según Michel Rouche. La Italia de influencia bizantina (Nápoles, Salerno, Gaeta, Amalfi y Venecia) actuó de correa de transmisión económica hacia la llanura del Po y el valle del Rhin, coincidiendo con la elaboración de documentos de gran interés como el “Libro del éparca”, bajo el reinado del emperador bizantino León VI (886-912), que refería las normas de veintidós corporaciones de oficios. El tráfico mercantil también benefició a los poderes locales, y el franco Carlos el Calvo no tuvo más remedio que ordenar en el 864 a sus condes que le dieran noticia de los mercados existentes para sancionar a los no autorizados. En el 844 una ciudad como la rosellonesa Elna se definía como mercado público. En la segunda mitad del siglo IX la regalía de la acuñación de moneda se fue resignando cada vez más por las grandes monarquías cristianas a potentados territoriales, deseosos de disponer de medios de pago reconocidos y prestigiosos para atender sus necesidades económicas en materia de comercio y tributación.
En tierras mediterráneas las comunidades judías actuaron con vivacidad como intermediarias en el tráfico de esclavos, transitando las rutas que unían la Europa carolingia con Al-Andalus. En el fondo la piratería intentó capturar parte de sus beneficios, lo que en parte explicaría el auge de los llamados piratas sarracenos, en ocasiones identificados con andalusíes rebeldes a la autoridad cordobesa. En el 815 atacaron Alejandría, Creta en el 827, Sicilia en el 839 y la propia Roma en el 846 con gentes de Tahart. Llegaron a establecer una temible base en el 891 en Fraxinetum, en la costa provenzal. En el siglo IX también piratearon en el Mare Nostrum las naves de los condes de Ampurias y de las gentes de las Baleares, no dominadas por Córdoba hasta el 902 completamente.
En las aguas mediterráneas los vikingos no se sintieron extraños. A lo largo de sus singladuras capturaron esclavos que vendieron sobre la marcha, aceptando asimismo su rescate por parte de sus allegados. La incursión del 859-61 franqueó en cierto modo el camino de la simbiótica Sicilia normanda, donde Al-Idrisi ofrecería su descripción de Al-Andalus y de otras tierras al rey Roger II.
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VÍCTOR MANUEL
GALÁN TENDERO
Fotos: Alicante Vivo