La instantánea de una época.
En su famoso viaje por España de 1786 a 1787 Joseph
Townsend anotó sobre Alicante:
“Aunque sus estrechas calles estaban antes muy mal pavimentadas, la dedicación infatigable de su actual gobernador, don Francisco Pacheco, ha hecho que pocas ciudades puedan alardear de mayor pulcritud; y gracias al buen trabajo que ha realizado este hombre, se ha podido hacer de ella, antiguamente un nido de sabandijas en todos los sentidos, un lugar muy agradable para vivir.”
El
tiempo anterior parece sumergido en el pozo de la degradación. Alicante fue
rescatada por un hombre providencial.
Esta
manera de ver las cosas no se aviene con la complejidad del cambio histórico,
que en el siglo XVIII navegó entre el respeto a la tradición y el gusto por las
novedades. En los primeros años del reinado de Fernando VI (1746-59) nuestra
ciudad se debatía en este mar de dudas. Los sinsabores de la Guerra de Sucesión
iban quedando atrás, y Lorenzo López culminaba la Ilice Ilustrada que
emprendiera el también jesuita Juan Bautista Maltés. El orgullo de los
alicantinos hacia su patria chica permanecía incólume, pese a todos los cambios
institucionales introducidos en el municipio por las autoridades borbónicas.
Arrieros, carreteros, pescadores, marineros y factores de la mercadería
prosiguieron vivificando la vida comercial de Alicante hacia 1748. Veamos cómo
era su vida en aquel tiempo.
Fernando VI
Las
amenazas de la Madre Naturaleza.
Un 21 de febrero de 1748 cayó torrencialmente la
lluvia sobre Alicante. Desde las alturas del castillo el agua se despeñó por
los cauces de las avenidas hasta la ciudad. La de la Mina, cuyo nombre
recordaba el terrible acontecimiento de la Guerra de Sucesión, llegó a arrasar
la Calle Mayor. Muchos de sus vecinos se salvaron de ahogarse al poderse romper
las paredes medianeras de sus viviendas. La furia de las aguas alcanzó la Plaza
del Mar y la ya quebrantada Puerta Nueva, cuyo lienzo ya requería mucho antes
un urgente reparo.
El
23 se consideraron con gran preocupación los daños del temporal. Muchas calles
estaban cubiertas de las piedras arrastradas por las aguas. Se contrataron
jornaleros para limpiarlas y componerlas. Tal fue el rastro de este episodio de
intensas precipitaciones en la habitualmente poco lluviosa Alicante, tan
castigada por prolongadas sequías.
Aun
así nuestra ciudad bien pudo considerarse afortunada al salvarse de la furia de
las fuerzas telúricas. Los terremotos que afectaron a fines de marzo el área de
Játiva no nos violentaron, y el milagro se atribuyó a la voluntad de Dios. Las
rogativas y muestras de especial devoción se intensificaron hasta tal extremo
que se prohibieron el 27 de mayo las representaciones de comedias para mantener
el alicaído Hospital de San Juan de Dios. Los cómicos bien podían ofender con
sus irreverencias a la Divinidad, que en su ira desencadenaría un atroz temblor
de tierra. En la ciudad de Valencia se había obrado con igual “cordura”.
Tanto
favor de las alturas bien merecía que se celebrara solemnemente el 3 de junio
el patrocinio de Santa Felicitas. Decididamente el Siglo de las Luces no se
mostró muy diáfano aquellos días entre los alicantinos.
El peligro del contagio epidémico.
Antes que nos visitara la fiebre amarilla y el cólera
morbo, la peste bubónica todavía amenazaba nuestra localidad portuaria en su
retirada histórica europea.
En
1743 esta enfermedad asoló Mesina, y a finales de enero de 1748 llegaron de
Sicilia nuevas muy inquietantes. Una embarcación liornesa había traido el
contagio desde el Levante otomano, registrándose dos fallecidos y siete
enfermos de su tripulación. En el Mediterráneo de los comerciantes y las
epidemias todo detalle informativo alcanzaba un elevado valor.
El
Imperio turco no acertó a liberarse de los embates pestíferos en el siglo
XVIII, suponiendo un enorme riesgo desde las fronteras del Imperio austriaco al
español, cuyo sistema de información se extendía hasta las Italias, en la
órbita borbónica en parte.
Desde
Nápoles se informó cumplidamente del peligro, que confirmaron Florencia y
Génova, puntos tradicionales de nuestra actividad mercantil y financiera. Así
el obispo gobernador del Consejo de Castilla podía ordenar las medidas
oportunas para evitar el contagio.
La
amenaza era muy seria, y a fines de agosto las autoridades de Mallorca dieron
buena cuenta a las peninsulares de su gravedad. En Argel había prendido el
contagio, cuya trayectoria alcanzaría Esmirna, Salónica, Alejandría, Tetuán,
Saphí y Santa Cruz de Berbería. El drama se extendió en los umbrales de
Alicante.
Los grandes remedios a los grandes males.
Y si no nos alcanzó fue merced a las medidas de
cuarentena para evitar el temido contagio. Malta se salvó de igual modo.
El
dirigismo de la monarquía borbónica no tuvo más remedio que contar con la
colaboración del poder local. En 1743 se alzaron barracas de control en la
marina del distrito alicantino y al año siguiente se transfirió al municipio el
barco del resguardo de sanidad, capitaneado por Pedro Carratalá, y la
confección de los boletines de pescadores, en los que se daba cuenta de todas
las novedades.
El
16 de septiembre de 1748 muchas de estas disposiciones parecían hacer aguas.
Los boletines no se cumplimentaban debidamente para no perjudicar al comercio.
Era habitual que las naves infectadas arrojaran al agua los cuerpos de los
apestados antes de tocar puerto, escondiendo todo mal con letales resultados.
La Universidad de San Juan a finales del siglo XVII
En
consonancia se exigió cumplimiento el 20 de septiembre, especialmente en lo
relativo a los boletines de la villa de Muchamiel y de la universidad de San
Juan, reforzando de paso la autoridad de la ciudad de Alicante sobre ellas. Se
ordenó a los soldados de las torres del litoral que extremaran su vigilancia.
Cuatro morberos supervisarían el estado de salud, extremándose la vigilancia
alrededor del matadero. El esfuerzo rindió sus frutos.
Limosnas poco remunerativas.
La cofradía de caleseros apeló el 13 de julio a la
piedad cristiana de la autoridad para resolver sus problemas. La caridad mantenía
unida la sociedad alicantina en teoría.
Las
limosnas eran una de sus fórmulas predilectas, pero con frecuencia no
estuvieron a la altura de las expectativas, según se reflejó en algunas
dotaciones eclesiásticas. El Hospital de San Juan de Dios se quejó de ello, y
la dotación de la Peregrina se encontró insuficiente.
Pese
a todo el apego a la religión se mantuvo vivaz. El municipio cumplimentó con
solemnidad al obispo de Orihuela, se predicaban las bulas de cruzada, y el
Corpus se celebraba con esplendor, encargándose de uno de sus sermones el padre
dominico Vicente Rico. En el Alicante coetáneo el catolicismo se compatibilizó
con las nacientes formas económicas y sociales.
El deseo de trazar una ciudad nueva.
La histórica trama urbana alicantina acusaba no pocas
deficiencias de seguridad, comodidad y salubridad, difíciles de subsanar, pero
al menos en diciembre de 1748 se intentó hacer algo mejor.
A la sombra del Hospital Nuevo se proyectó la
ampliación del arrabal de San Antón. El maestro albañil Francisco Asensi
examinó el terreno bajo supervisión municipal y el padre mercedario Ambrosio
preparó en diciembre el memorial, el de un trazado regular.
Se
proyectó para desahogo del Hospital una plaza de 199 palmos de amplitud (unos
50 metros), trazando un ángulo con las casas del tratante Juan Sánchez hasta el
Portal de la Santa Faz. A fin de evitar la violencia de las avenidas de las aguas pluviales
descendentes del Benacantil se diseñaron dos calles, una de 41 palmos (más de 9
metros) de amplio y otra de 22 (casi de 5) cercana a las casas de la canterería
con salida al Camino de los Capuchinos.
Hacia
los Capuchinos ya había un camino, donde más tarde se encontraría la Calle San
Vicente, con unos pocos álamos reservados a la Intendencia de Marina del
Mediterráneo.
Las
heridas del bombardeo de 1691 iban siendo restañadas, alzándose las Casas del
Ayuntamiento, arrendando Vicente Soler sus obras hasta el 9 de septiembre. El
proyecto del deseado muelle fue prohibitivo para las arcas alicantinas y las
reales.
VÍCTOR MANUEL
GALÁN TENDERO
(Fotos: Alicante Vivo)