30 mayo 2007

LA ALFARERÍA DE AGOST

La alfarería de Agost representa uno de los oficios que abastecía la sociedad tradicional con objetos utilitarios en la vida cotidiana. En todas las casas, nobles y humildes, necesitaban los cántaros para el acopio del agua de la fuente y también vasijas para la conservación de los productos alimenticios. Las ollas y cazuelas para guisar tampoco podían faltar, pero éstas no formaron parte del surtido de Agost.
Los alfareros, como todos los artesanos que producían este tipo de objetos, tenían que ofrecerlos a precios asequibles para todo el mundo. Estaban obligados a fabricar mucho para poder subsistir, y no conseguían acumular grandes riquezas. Al contrario, el valor ínfimo de sus artefactos causó un menosprecio de su persona y su oficio que perdura todavía.
Cavanilles, a finales del siglo XVIII, habla de “un corto número de alfareros”. De 1817 existe un documento donde se nombra a Vicente Brotons, Pedro Román, Salvador Román, Vicente Román, Miguel Mollá, Salvador Casanova, Juan Mollá, Joseph Carbonell y Juan Ivorra como “alfahareros” de Agost. En 1821, estos alfareros construyen una ermita dedicada a sus patronas, Santa Justa y Rufina, que se encuentra recién restaurada en la Calle Alfarería.
Estos alfareros vivían y trabajaban en la parte norte del pueblo, cerca de la fuente. Sus talleres eran pequeños: el torno en un rincón de la habitación, la balsa para preparar el barro muchas veces a distancia del obrador, el horno para la cocción compartido entre varios. La producción de vasijas utilitarias, cántaros y orzas sobre todo, era pequeña y la vendían ellos mismos desplazándose con sus burros por la región.
A finales del siglo XIX la alfarería empieza a crecer considerablemente. Sus artífices abrieron un mercado en el norte de África, en Argelia sobre todo: mucha gente de la provincia había emigrado allí para trabajar en el campo. La mejora de la red de carreteras y ferrocarriles permitió la expansión del mercado nacional.
Por todo ello, las alfarerías de Agost aumentan el número de trabajadores y de talleres. Nuevos modelos de vasijas, sobre todo botijos con formas curiosas y la decoración con barbotina, el bordado o el “ramejat”, se introducen.
Mientras que en el pequeño taller de antes , el alfarero se encargaba de todos los trabajos, ahora hay especialistas. Unos traen la tierra, otros la leña. Las mujeres contribuyen con trabajos auxiliares formando un equipo. Cada alfarero tenía su peona; también había "bordadoras", especializadas en la decoración. Cada alfarería tiene uno o dos "pastadores", hombres que preparan el barro y participan en la cocción turnándose con otros compañeros, puesto que este proceso dura 5 días. Casi todo el pueblo vivía de la alfarería. Hasta 30 fábricas se conocieron con una producción anual de entre 1 millón y 2 millones de piezas. Agost se hizo famoso por la buena calidad de sus botijos. La variedad de modelos es enorme, como hoy se puede ver en el Museo de Alfarería.
La Guerra Civil corta este desarrollo. A grandes rasgos podemos decir que después empieza una nueva época. De los años cuarenta y cincuenta son los botijos pintados con plantillas en varios colores. Nuevos clientes de otras regiones de España acuden a las alfarerías de Agost para abastecerse con botijos, cántaros, bebederos, orzas, lebrillos, jarros y morteros.
Con ellos y con enormes cantidades de macetas, floreros y paragüeros pintados en frío han llegado a los años 70 casi veintitrés alfarerías. Hoy quedan doce, adaptándose continuamente a las demandas de sus compradores.

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