26 mayo 2008

ODA AL CASTILLO SAN FERNANDO

Nuestro compañero Jesús Sanchez & Family, "el enemigo público número 1", poco antes de decapitar al ilustre Doctor. ¿Quien dijo miedo?. Por cierto, el detalle de los calcetines blancos subidos hasta la epiglotis y los zapatos negros, no tienen desperdicio (Archivo Alicante Vivo)

Al leer hoy en Alicante Vivo el espinoso tema del deterioro de las estatuarias alicantinas, justo cuando se mencionaba el decapitado busto del doctor Rico, ha venido a mi memoria todo un torrente de recuerdos de infancia en el otrora feraz y bullicioso “parque del castillo de San Fernando”, hoy yermo y baldío páramo, abandonado a su más que incierta suerte.
A mediados de los sesenta, ese lugar, al abrigo de la imponente mole del castillo, era el lugar preferido de los niños alicantinos que como yo, allí encontraban diversiones que no se hallaban en ningún otro punto de la ciudad.
A saber.
En primer lugar, el tobogán más largo que jamás niño alicantino alguno conoció. Era de madera pintada de azul y salvaba dos de las terrazas del parque. Era realmente inmenso. Años después se cambió por otro metálico algo más corto pero con la novedad que tenía forma de ese con lo que si te lanzabas muy fuerte, al coger el bache, tu culo se despegaba del tobogán y por un instante volabas de verdad.
En segundo lugar, una enorme jaula llena de pavos reales, aves exóticas donde las haya que nos asustaban con sus fuertes chillidos y sobretodo con el súbito desplegar de la cola de los machos. Recuerdo que la primera vez que uno de ellos abrió ante mí aquel inmenso abanico casi me caigo de culo.
Tercero, la moto y el coche de bomberos, anclados en el suelo y en el tiempo y en que los niños nos pelábamos las rodillas y jugábamos a ser los hombres que ahora somos.
Por último, pero no por ello menos importante: el parque infantil de tráfico. Aún hoy cuando subo por Maestro Barbieri camino de mi casa, se me encoge el corazón al ver abandonada y despintada por los años, la pequeña pista por donde antaño en bicicletas y alquilados karts de pedales, los niños de entonces aprendíamos los rudimentarios principios del código de circulación bajo la vigilante mirada de nuestro querido y hoy olvidado “Sargento Moquillo”.

Todavía si cierro los ojos, viene a mi memoria las mañanas de domingo con la flamante bicicleta que el abuelo Salvador me había regalado (una Rabassa de color rojo con las ruedas blancas) subiendo ya sin ruedines a pedalear por el circuito, agachando la cabeza cuando pasábamos por debajo del puente que todavía sigue allí esperando que algún día otra generación de pequeños alicantinos pueda disfrutar como nosotros lo hicimos, parando en las señales, cediendo el paso, aprendiendo y de paso divirtiéndonos, con Pomares (que personaje) pitando y agitando los brazos como si estuviera en plena faena aclarando el lío del tráfico en el cruce de la goteta.
En definitiva, la decapitación del doctor Rico no es si no la última de las sinrazones que han abocado a ese pequeño rincón de nuestra terreta al más triste e injusto de los olvidos. Nadie menor de veinticinco años que pase ahora por allí, podría siquiera imaginar lo que para los que como yo, frisamos la cincuentena, significó aquel hoy yermo trozo de tierra en nuestra ya lejana infancia.
No sé a ustedes pero a mí me da una pena tremenda.

Pérgola en los jardines del Castillo. 1951. (Sánchez, AMA)

Vistas del recoleto parque que la ciudad de Alicante erigió en los años 30 a la memoria del Dr. Rico (Sánchez, AMA)

Alicantinos en la parte occidental del Castillo, a principios de 1930. (Sánchez, AMA)

Ladera de las cuevas, a las faldas de la antigua escuela de Magisterio. (Sánchez, AMA)

ALVARO GARCÍA SIRVENT

 
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