-Una vida dedicada al pan: las vivencias de mis padres como panderos de Penáguila.
En el año 1982 mis padres, Enrique Brotons e Ignacia Alonso, cuando tan sólo contaban con 22 años, decidieron dedicar su vida a la elaboración del pan. No obstante, que se iniciaban en una profesión caracterizada por pasar de forma tradicional de padres a hijos, no disponían de ningún precedente en la familia. La única referencia que tenían era la elaboración del pan en los obradores de las masías de mis abuelos.
Pues bien, empezaron sus hazañas en el vetusto horno moruno de Estanislao. Trabajar en este horno centenario era toda una heroicidad porque sólo tenían una máquina amasadora antigua y, además, pesaban toda la masa en un peso tradicional de platos. Pero aquí no quedaba todo, una vez que la masa ya se encontraba dispuesta para ser cocida, era cuando empezaba la auténtica aventura, tenían que subir todo el pan fermentado en el sótano del horno (en unos tableros sobre la cabeza) por unas escaleras estrechas y curvadas a la plana baja de la casa para cocerlo (el lugar en el que se encontraba el horno). Sin duda alguna, en cuestión de pocos meses se trasladaron al horno de Victoria la Reina, que aunque también era moruno, gozaba de mejores condiciones. Será en este momento cuando el horno de mis padres pase a conocerse de forma oficial como panadería EBIA (Enrique Brotons e Ignacia Alonso).
El horno de la Reina se encontraba estructurado en tres naves. En la nave de entrada se encontraba el horno y el acceso al leñero. A continuación, se accedía al obrador y, por último, al despacho de pan. Aunque el horno disponía de una máquina amasadora, el pan continuaba pesándose en pesos tradicionales.
El horno de Penáguila no sólo era un lugar para cocer el pan, sino que también se constituía como lugar de reunión para las mujeres que acostumbraban a cocer sus mejores viandas. No obstante, sobre la una de la tarde, las mujeres empezaban a salir del horno con sus comidas, perfumando con el aroma de las mismas todas las calles del pueblo.
Volviendo a las vivencias de mis padres, se ponían a trabajar sobre las doce o la una de la noche. La primera acometida era llenar el horno de leña y prenderle fuego para prepararlo para la cocción. A continuación, mi padre cogía las sacas de harina, que pesaban unos cincuenta kilos, para depositarlas en la máquina amasadora y, de este modo, empezar la elaboración del pan. Cuando el pan ya se encontraba fermentado y dispuesto para ser cocido, mi madre empezaba a cocer las diferentes piezas de pan. Más tarde, sobre las siete de la mañana, cuando los abuelos más madrugadores ya están esperando en la puerta del horno para comprar el pan, mi padre salía con su Citroen a repartir el pan por las poblaciones de Alcoleja, Benasau, Benilloba y Benifallim. A la vez, mi madre se quedaba en Penáguila vendiendo el pan en el horno de la Reina hasta las dos de la tarde. Sobre las diez de la mañana, la hora aproximada en la que mi padre regresaba de repartir el pan, una vez había almorzado, limpiaba el horno y se iba a los pinares con su flamante tractor rojo a cortar leña de pino para su posterior quema en el horno.
Será en el año 1992, cuando mis padres se construyen su propio horno. Para ellos este paso significaba afrontar nuevos retos y, a la vez, una mejora en las técnicas de la elaboración del pan. Con la nueva construcción, el horno pasa a ubicarse en el Raval, y el despacho de pan en la calle Virgen del Patrocinio nº 9, la calle principal de Penáguila. De este modo, conservando los elementos tradicionales, pero dotándolos de las mejores tecnologías del momento, construyen un horno de leña giratorio, es decir, que la cocción del pan no se efectuaba en la misma zona en la que se quemaba la leña, como sí sucedía en los hornos morunos. Además, se dotará al horno de una máquina pesadora, formadora y amasadora, lo cual facilitaba el trabajo, al no tener que pesar y formar todo el pan a mano.
En el año 1997, una noche de sábado (el día que mis padres descansan y, por tanto, no están en el horno), unos vecinos (Mª José y Carlos), nos llamaron por teléfono alertados al observar desde su casa el humo que salía por las juntas de la puerta y las ventanas del horno. Sin duda alguna, el fuego se estaba apoderando del horno y, a la vez, atentando contra el medio de subsistencia de mi familia. No obstante, gracias al inmediato aviso de nuestros vecinos, se pudo salvar de las furiosas llamas del fuego toda la estructura del horno y gran parte del mobiliario. Sin duda alguna fue un gran golpe para mis padres, que significó casi empezar de nuevo. Pero aquí no terminan los acontecimientos negativos para mi familia. Una mañana cuando mi padre se dirigía a Alcoy con su furgoneta roja cargada de pan, empezó a salir mucho humo del motor. Mi padre confiando que lo podía arreglar en un instante, aparcó en la cuneta y abrió el capó para ver que sucedía, pero ante la gravedad de lo que sus ojos observaban, salió corriendo lo más lejos que pudo, y sentado sobre un margen contempló como su coche explotaba, quedando el pan y el coche reducido a cenizas.
Con el transcurso de los años los pueblos de la montaña de Alicante empezaron a sufrir una potente despoblación, como consecuencia de la falta de trabajo y de recursos. Esta situación ocasionó que mis padres afrontaran una nueva etapa, la venta de pan en la ciudad. De este modo, sin dejar de vender pan en los pueblos, empezaron a competir en Alcoy con las proliferantes panificadoras, que aunque era difícil hacer frente a los gigantes del pan, mis padres sólo podían competir ofertando un pan de calidad y cocido en horno de leña. A partir de este momento, se empezarán a hacer famosas las cocas tapadas, las coquetas, el pan rústico de medio kilo y las barras de kilo.
La salida a la ciudad significó una nueva etapa, pero no por ello cargada de menos dificultades. Entre los meses de enero y febrero, cuando las nubes cargadas de nieve tiñen de blanco las sierras, y las carreteras se encuentran cortadas hasta que las limpian, mi padre para no perder los clientes de Alcoy, poniendo su vida en peligro, ponía las cadenas a la furgoneta, y con una espesor de unos 15 centímetros de nieve, se lanzaba a la carretera para llevar el pan de Penáguila a Alcoy. Aunque en la actualidad a la más mínima predicción meteorológica ya se encuentran las máquinas quitanieves dispuestas para limpiar las carreteras de los pueblos de montaña, la realidad es que hasta hace pocos años, el sistema de limpieza era pésimo y, por ello, mi padre se veía obligado a conducir por unas carreteras colmadas de nieve para conservar sus clientes.
Ya han pasado muchos años desde que mis padres se iniciaron como panaderos. Bajo sus espaldas han visto como los pueblos año tras año han perdido la gran parte de su población. En la actualidad se podría afirmar, que las profesiones tradicionales como la de carnicero, panadero o las tiendas de comestibles de los pueblos, pesa sobre ellas el peligro de que se cierren y nunca más se vuelvan a abrir. En los últimos años está muy de moda el turismo rural, pero yo que vivo la realidad, observo que los pueblos de la montaña de Alicante sufren una potente despoblación, y si no se consigue detener, dentro de pocos años desaparecerán todas estas profesiones.
ENRIQUE BROTONS