10 agosto 2009

"SER ALICANTINO DUELE... ¡¡EN EL MÁS ALLÁ!!: UN ENTIERRO A LA FEDERICA

                

"Esta campaña está dedicada a todos los alicantinos que han pasado a mejor vida. Y a los que aún están por ahí abajo y  que con el paso del tiempo, obviamente y sin exclusión, irán a hacerles una alegre visita"
  
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"Mi padre nos llevaba, los domingos, a mi madre, a mis hermanos y a mí, cuando éramos pequeños, de excursión a los cementerios de la provincia de Alicante, gustándole sobre todo el de Polop de La Marina. Por la mañana del domingo mi padre decía: -"Venga, que nos vamos de excursión", y nosotros le decíamos: -"¿A dónde?... ¿a ver esas casitas en el campo que tanto te gustan?..". Menos mal que luego se pagaba una buena comida, por aquella u otra zona de nuestra maravillosa y encantadora provincia de 
Alicante."
(José Ignacio Agatángelo Soler Díaz; médico.)
                  

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¿Alguno de nuestros lectores se ha preguntado alguna vez por qué pensamos desde Alicante Vivo que duele también ser alicantino en el más allá?

 
  
  
 
Estado en el que se encuentran, a día de hoy, algunos nichos y panteones "anónimos" del Cementerio Municipal de Alicante. (Pinchad en la fotografía para ampliar)
               
Nosotros sí... por supuesto.
 
Y aunque alguien pueda pensar que sólo los lugares en donde descansan los restos de las personas "anónimas" de nuestra ciudad se encuentran en estado lamentable, nosotros aseguramos, tras varios meses de investigación, que no es así. ¡Ni mucho menos!
        
Gran cantidad de tumbas, nichos y panteones de nuestros "personajes ilustres" están deteriorados. En nuestra asociación somos conscientes que el lugar en dónde descansan los restos de estas personas son, en muchos casos, propiedad privada, por lo que corresponde a los legítimos dueños o descendientes su respeto y conservación. 
        
Sin embargo, lo que más nos preocupa no es el estado físico de la tumba en sí, sino el abandono intelectual  y el olvido que existe de ellos no sólo entre los alicantinos, sino entre los propios gobernantes. O lo que es lo mismo: que nadie sabe qué ilustre alicantino descansa en nuestro cementerio o lo que hizo por nuestra ciudad.  Por ese motivo, la Asociación Cultural Alicante Vivo inicia esta campaña novedosa hasta la fecha en Alicante. Con "Ser alicantino duele... ¡¡en el más allá!!" queremos dar un nuevo paso hacia  la pervivencia y memoria de todas aquellas personas que han hecho grande la historia de nuestra ciudad. 
              
En muchos países, los camposantos son auténticos museos repletos de historia y obras de arte. Sin ir más lejos, el Ayuntamiento de Valencia ha creado rutas por su cementerio y las ha titulado "El Museo del Silencio". Sería interesante que en Alicante se editará un catálogo o lista "oficial" con los nombres de todos los ilustres que fueron enterrados aquí, al tiempo que se levantara un punto de información junto a su lápida en el que pudiera leerse los fragmentos más importantes de su biografía. Y como colofón a nuestro sueño, un proyecto para levantar un sencillo monumento o monolito con una placa en la que pueda leerse el nombre y la ubicación de TODOS nuestros ilustres.
             
Pero quizá eso no ocurra nunca....
         
¿O sí?
                 
Sirva la historia "Un entierro a la Federica", cedida amablemente por nuestro amigo D. José Ignacio Agatángelo Soler Díaz, hijo del que fuera Alcalde de Alicante, D. Agatángelo Soler Llorca,  como prólogo a nuestra campaña.
                 
Esperamos que os guste.
           
                   
Siguiendo la acera de los pares, desde la placeta de Sant Cristófol a lo que antiguamente se llamó Calle de la Infanta, luego de Primo de Rivera, luego de otro señor menos importante, para volverse a llamar en la actualidad otra vez de Primo de Rivera, mientras Dios lo permita y no se disponga otra cosa (que en este país las calles también cambian de chaqueta como los políticos normales), había una funeraria muy conocida por el extraño nombre de "La Siempreviva".
                   
En ella se exhibían, igual que hoy se hace con los automóviles de trinca, tras de unas amplias vitrinas, un reconfortante muestrario en el que figuraba desde el más modesto ataúd de madera de pino, forrado de paño negro y festoneado de galones amplios y dorados en forma de cruz, hasta el más ostentoso féretro de brillante caoba tapizado interiormente de capitoné de diversos colores, a gusto del consumidor, provisto de cabezales de raso, de gran comodidad para el difunto, y ornado por fuera de bellos herrajes, bronces, asas o asideros de pulido metal. En aquella época aún no se había planificado el desarrollo del país y se gastaba excesivamente en "muerterías" por parte de quienes podían hacerlo, mientras los no pudientes optaban por conformarse, como siempre y en todo, con cualquier cosa. Ahora, y con la ordenación de la economía, es muy de esperar que queden igualados, aunque no sea más que en la muerte, los ciudadanos, al menos en eso de "no tener donde caerse muertos".
                       
Entonces las funerarias hacían los entierros en coches de caballos, encristalados, que parecían tristísimos escaparates móviles, exhibidores de la pobreza o de la vanidad de los difuntos o, quizás mejor, de la de sus deudos, que los muertos, más bien callados e inoperantes, ya no tienen opinión en sus sepelios a no ser que la hubiera dispuesto en codicilios sobre sus propias exequias.
               
En las esquelas, que se repartían a mano, se leía, lo mismo "La familia no recibe", o "por deseo del finado no se admiten coronas", que "por expreso deseo del difunto el entierro será a "La Federica". Las familias podían optar sobre los variados muestrarios de cajas, urnas, coches y coronas. Y lo hacían llorando y suspirando, entre tanta novedad como se les ofertaba, de forma descuidada y poco provisora en lo tocante a la pecunia, que ya los empleados de pompas fúnebres saben a que familiar hay que preguntarle cómo ha de ser un entierro y siempre suelen hacerlo a algún primo segundo de los que no tienen luego que pagar gastos.
                
                                 
Y como la vida ha de seguir, las penas y tristezas se acompasan a las situaciones. Es evidente que no es lo mismo presidir en los duelos familiares cuando se camina tristemente tras los despojos de quien deja detrás la miseria que cuando se hace, solemnemente, en los de aquel que te lega los bienes que no se pudo llevar a la otra vida, que si se pudiera aquí no iba nunca a heredar nadie.
                                  
Lo cierto es que en la muerte, tanto más que en la vida, las vanidades humanas afloran. Porque ¿quién no recuerda el mencionado "entierro a la federica" tan prusiano y tan solemne?.. Aquellas urnas rodantes de biselados y limpios cristales que dejaban traslucir al exterior las riquísimas cajas de caoba que llevaban dentro; aquellos caballos engualdrapados, con arneses negros y penachos del mismo color. Hasta ocho caballos podían arrastrar de estos carruajes, tristemente enjaezados. A los lados del cortejo se encuadraban enlutados lacayos, de empolvadas pelucas y sombreros tricornios, portando largos varales terminados en negrísimos plumeros. Arriba del pescante solía verse aquel impresionante cochero, totalmente albino. Pepet, de rostro palidísimo, céreo, con una aureola como de fuego fatuo, tan inolvidable que aún hoy me estremezco al recordarle y a veces sueño con él. Era un personaje tan tieso, tan flaco, tan pálido, tan enlutado, tan quieto, que las gentes al verle pasar decían:
         
-¿Es eixe el mort?
             
Y Pepet, inmutable, llevaba los caballos a un paso corto y muy adecuado y procesional. Y no miraba a nadie, distraído quizá con la  vista hacia el más allá.
               
Siempre había entierros de niños, muchos por aquel tiempo en que la mortalidad infantil no estaba aún erradicada. La tosferina, el sarampión, la escarlatina, la difteria o garrotillo, y otras muchas enfermedades infecciosas, cobraban numerosas vidas infantiles, en lo cual, y según pienso, tenía mucho que ver el Ángel de la Guarda de cada uno, deseoso de llevarse purísima al cielo el alma incontaminada de su niño. Que sin duda el Diablo de la Guarda el que no nos deja morir y el que cuida de nuestras vidas, cuando infantes, al objeto de hacernos llegar a la pubertad, a la mayoría de edad y al pecado, y poder llevársenos, así, al fuego eterno. Los entierros blancos, en coches blancos, con cajas blancas, se reservaban para los niños, para las doncellas y para  las monjas, no alcanzándome a mi lenta compresión el porqué las cajas blancas se emplearan con las monjas y no con los curas y frailes.
                
A los niños muertos les acompañaban en sus entierros sus compañeros de colegio, sus amiguitos, sus pequeños vecinos, portadores de ramos de flores o de coronas blancas, caminando en filas como cuando salían de paseo desde la escuela, como cuando el niño muerto, el "morticholet" aún les acompañaba en el caminar. Iban los maestros y maestras en estos entierros muy enlutados y entristecidos y regañaban, a veces, a los pequeños que inconscientes de la severa amargura de los momentos en que vivían, hablaban fuerte o se reían en la triste situación, llegando incluso, los más perversos, a chupar pirulís o regalicia.
                
 
D. Agatángelo Soler Llorca, autor del texto y Alcalde de Alicante entre los años 1954 y 1963
                 
Cerca de los coches fúnebres solía verse a un empleado de "La Siempreviva" apodado "El Llobarro", gordísimo, de rostro mofletudo y picado de viruelas, eterno acompañante de fúnebres comitivas, testigo perpetuo de duelos sin cuento, exacto medidor de difuntos a quienes tomaba a lo largo y ancho con metro de sastre, una cinta mugrienta de tira de hule, centimetrada, de esas que luego se enrollan como una ammonite, como un caracol; buscando en sus mediciones acomodo lo más aproximado posible a las existencias disponibles en la funeraria.  
           

También amortajaba cadáveres, les hacía afeitar de madrugada por barberos especializados en tales menesteres que jabonaban las caras, rígidas y frías, de una clientela que ya no sangraba en cualquier desliz de navaja, ni temía por su paralizada nuez, ni notaba las siempre frías manos del barbero. Era un empleado que hacía de todo. iba y venía con recados, siempre cerca de la familia doliente, de la comitiva fúnebre, organizando duelos y despedidas, redactando esquelas y encargándose de su reparto. También encomendaba las misas sencillas y las gregorianas, los funerales y cuantos cometidos fuesen adecuados a la tristeza funeraria. No era insensible pues a veces suspiraba y decía: 
             
-"Dios mío y todas mis cosas" -cuando jadeante, al subir las escaleras cargado con una caja dejaba a su paso un vago ambiente de anís de Monforte del Cid. 
                
No empecía su profesión el que en las cabalgatas festivas de "Les Fogueres de Sant Joan" desde lo alto de una rutilante carroza y vestido de dios Baco, coronado de pámpanos, al aire el piloso y mamelludo pecho, descubierto igualmente su ombligo grande como una pandereta, excitara el regocijo de las gentes que exclamaban a su paso: 
            
-¡"Ahí viene "El Bocho"!
         
"El Bocho" era el apodo de un famoso industrial funerario, y por tal mote los alicantinos personificaban a la mismísima Muerte y a todos los empleados que por su causa trabajaban. Cuando alguien estaba muy enfermo y se barruntaba que le quedara poca vida, o bien se veía por la calle a alguno muy desmedrado y pachucho, todos pensaban que pronto iría a por él "El Bocho".
             
Había entierros de primera, de segunda y de tercera, (aparte del de "a la federica") que en esto de morirse parecía haber organización ferroviaria. Todo estaba en suprimir libreas, plumas y caballos, y en usar coches sencillos de negro, más bien mate, o de blanco, más bien sucio. Y también estaba "La Pepa", nombre con que los alicantinos designaban a un extraño carromato de madera pintada de negro, totalmente cerrado, sin cristaleras, que servía para enterrar a los pobres de solemnidad que de esta forma, gratuita y "altruista", iban desde el camastro de su pobre casa, o de la sala del hospital, a tomar tierra en la fosa común o innominada. Era "La Pepa", tirada por un solo y escuálido jamelgo, o simplemente por una mula, negra, eso sí, la que llevaba a los desheredados de la fortuna a su sepultura entre los cristianos aunque, naturalmente, en la última de sus categorías. El miedo a "La Pepa" era general y a causa de tal pánico surgieron esa serie de sociedades de entierros que ocuparon la atención de muchos alicantinos antes de que las letras del televisor o del "seiscientos" comenzaran a preocuparles. Por aquella época la muerte se pagaba a plazos, a cómodos plazos semanales, y por unos pocos duros al mes había quien se quedaba tranquilo pensando en que no sería "La Pepa" quien se lo llevara, sino que se usaría en el traslado de sus despojos un bonito carricoche engalanado con arreglo a la cuantía de sus cuotas. Se podía contratar el número de coronas, el piso del nicho (mejor los de primera planta), el número de curas, y hasta a la banda de músicos de la Cruz Roja, o a la de Muchamiel, para formar el cortejo caminando a paso lento y ejecutando la marcha fúnebre de Chopin.           
                           
Fotografía extraída de http://calarcayalgomas.blogspot.com
       
Los avispados "fiadores" de las exequias póstumas aprovechaban a su clientela, mientras estaba viva, para colocarles gabardinas, zapatos, trajes, dinero al veinte por ciento semestral, radios, neveras de hielo, y otras muchas cosas que se les pudiera apetecer a las familias aseguradas, gracias a la gran fianza que para el crédito daba una muerte cierta. ya que el que no pagara lo adquirido perdía los derechos al entierro y se lo llevaría "La Pepa" como a cualquier mendigo muerto al pie de una tapia. Y ya es de suponer, y aún de asegurar, que ante tamaña amenaza se podía vender de todo a cualquier precio con la seguridad de cobrar. Recuerdo que en mi niñez era un tanto dado al despilfarro y muchas veces gastaba mis pequeños ahorros en chucherías y golosinas, sobre todo en pirulís, pasas, y almendras de la paraeta del "Tío Toni" o en manzanas recubiertas de caramelo rojo, pinchadas en un palito, que se vendían en ambulancia, por hombres y mujeres, que iban ofreciéndolas en canastas de mimbre. Ante estos desvaríos que hacía presentir mi tendencia a la más espantosa de las ruinas, "María La Plorona" solía decir:
             
-"A este xiquet quant es muiga se l'amportará "La Pepa".
       
Y se ponía a llora anticipadamente por mi desgracia segura, mientras yo chupaba caramelos, o regaliz, de forma tan inconsciente como derrochona.
              
Los duelos solían despedirse frente al cine Monumental si eran sencillos que, cuado había más ostentación y lujo, y para que no se los perdiera nadie, se alargaban hasta lo que es hoy la Plaza de los Luceros, que también se llamó de Cataluña, y de La Independencia, aunque todos le llamaban siempre "Plaza de los Caballos" por los que hay en la magnífica fuente de Bañuls, que ahí en el centro de la plaza figuran; y muchos la conocían por "Plaza de la Alegría" por aquello de los entierros y su despedidas.
                                                          
En algunos sepelios modestos, en los muy de tercera y en los de "La Pepa", no solía verse acompañamiento y tampoco había despedidas. Solamente algún familiar, a veces tan sólo uno o dos, caminaban tras el muerto, sin curas ni flores, sin lutos severos, con triángulos de tela negra cosidos apresuradamente en las puntas de las solapas de desvaídos trajes marrones o a rayas, o bien ostentando en el ojal un botón forrado de tela negra y barata. Era en estos entierros cuando, mi padre se quitaba la bata blanca de boticario y se ponía la chaqueta para acompañar a tan exigua manifestación. A veces solía ir yo con él, cogido de su mano, de la que aún al recordar, siento el calor. Me solía decir:
                  
-"Algún día iras detrás de mí, como ahora vamos nosotros detrás de este coche. No llores... Aguanta como un hombre. -y se le saltaban las lágrimas-. Desde ese momento me querrás mucho más; hasta ese momento no comprenderás cuánto me quieres ni cuánto te quiero."
                             
Y yo observaba sus ojos húmedos y tristes por las lágrimas. Eran lágrimas que mi padre soltaba pensando en las que algún día habrían de salir amargamente de mis ojos. ¡Y vaya si lloré, y lo sentí, y no lo pude aguantar!... Y sí que supe, entonces, caminando tras mi padre muerto, cuánto me había querido y cuánto le quería yo.
             
Pero a mí los que me gustaban eran los entierros de los curas, que entonces como abundaban, se daban muchos; y sobre todo los de los canónigos, algo más escasos pero mucho más solemnes. No he visto nunca ninguno de obispo, que deben ser grandiosos. Recuerdo aquellas filas interminables de sacerdotes en revestida; canónigos con pectorales de blanca piel de cordero y con capas rojas; beneficiados con vellocinos teñidos de gris y negras sotanas. Curas con roquetes blancos bordados por primorosas manos monjiles en fililí. Y tantas cruces alzadas como parroquias existentes. Los ataúdes eran llevados a hombros de religiosos y presentaban la novedad de ir portados con la cabeza del difunto en el sentido de la marcha y no con los pies por delante como todos los demás. Estos entierros eran sin tapa en el féretro y se veía, sobre todo desde los balcones llenos de aficionadas, perfectamente al difunto, cuidadosamente amortajado con las vestiduras de celebrar. Aunque estaba prohibido por entonces entrar a los muertos en las iglesias por las al parecer impías disposiciones de la autoridad civil, liberal y sanitaria, sí que entraban en los templos los cadáveres de los curas, quizás porque se consideraría a los eclesiásticos más asépticos, más en olor de santidad y menos propensos a contagiar. En estos funerales había mucho incienso y órgano y cantos de escolanías entonando el "liberame Domine de morte aeterna". Y en la calle, durante el trayecto, marchas fúnebres interpretadas, en tan solemnes casos, y más si el cura era importante, por nuestra magnífica banda municipal.
                                               
Así, entre entierros fastuosos de gentes riquísimas o espeluznantes de niños en cajitas blancas, tristes entierros de tercera y desolados entierros con "La Pepa", la gente se iba muriendo tranquilamente y con su muerte daba sana distracción al vecindario y a la sociedad. Había tiempo para morirse y para acompañar a los que se morían. porque tal como he dicho antes, no había preocupaciones por las letras de las lavadoras, friegaplatos, frigoríficos, televisores ni "seiscientos", y las familias podían gastarse sus ahorros en "El Crepúsculo", muy seria sociedad anónima, para que no se los llevara "La Pepa". Tampoco había Seguro de Enfermedad y la gente podía morirse sin ayudas, más tranquila y sin cartilla.
                                          
No, no dudemos de la muerte como espectáculo, de su increíble atractivo como representación. Se adornaba a veces de tal forma que todos nos sentíamos partícipes en ella. Nadie miraba en los velatorios el reloj porque no había muchos de pulsera, que son más disimulotes y discretos, y los de bolsillo estaba feo sacarlos, por denotar las prisas.
                      
Y en San Juan y en Muchamiel, los dos pueblos vecinos de Alicante, era un gozo ver los entierros, cuando los campesinos de la huerta, vestidos con señoriales blusas negras de brillante tejido, olorosas de cidras y membrillos, pantalones de pana del mismo oscuro color, se destocaban del enlutado sombrero y, manteniéndolo en la mano derecha con las alas hacia arriba y la copa hacia abajo, se lo acercaban al pecho hasta tocarse en él con la muñeca y, al pasar por delante de los familiares, en la presidencia del duelo, alargaban armónicamente el brazo y sombrero hasta casi tocarles la cara mientras exclamaban:
                
- "¡Sentiment.!".
                     
Si los que me leen han figurado en la presidencia de alguna comitiva fúnebre habrán tenido ocasión de ver los rostros variopintos, circunstanciales, y siempre tan raros, que ponen algunos de los que desfilan dando el pésame. Desde el que, inexplicablemente, soríe, hasta el que mira hacia el cielo, compungido; el que baja la cabeza o el que mira hacia otro lado; el que asiente al pasar o el que parece que niega, según mueva la cabeza de arriba abajo o de izquierda a derecha. Otros aprietan las mandíbulas haciendo raras muecas; muchos le palmean a uno el hombro, o te oprimen el antebrazo con gesto simpaticón y protector, mientras te aprietan la mano con mucha efusividad y sacudimientos".

(Extracto del libro "Un entierro a la Federica". Impreso en Alicante en 1975 Agatángelo Soler Llorca. Nota: Todo lo relatado transcurría entre los años 1923 y 1932)
                         
            
 PD. AÑADIDA: "Aquí arriba estamos muy bien. Me he encontrado felizmente con mi padre Agatángelo y mi madre, con mi abuelo y abuela, con mi bisabuelo. con mis hermanos Pepe, Matilde, Trinita y Xavier, y con mi hijo Javier. Con muchos y tantos amigos... de derechas y de izquierdas como lo son don José Guardiola y Ortiz, don Antonio Rico Cabot, don Gastón Castelló Bravo y don Lorenzo Carbonell Santacruz, y nos lo pasamos muy bien. También hay, por aquí, monjas y frailes, pero no veo a algunos curas que conocí en la Tierra, excepto a mi hermano Pepe, por más que miro, y me temo lo peor ya que sospecho a qué es debido. Desde aquí os doy las gracias a la Asociación Cultural "Alicante Vivo" por acordaros de los que ya no estamos con vosotros, a simple vista".
                  
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