25 diciembre 2010

ALICANTE CONTRA LOS 100.000 HIJOS DE SAN LUIS (1a PARTE)

La España liberal en el punto de mira de la Europa absolutista.

En el otoño de 1822 se reunió en Verona el último Congreso de la Santa Alianza. Desde la primavera de 1820 las grandes potencias absolutistas se encontraban inquietas ante el triunfo liberal en España, la nación que tanto se significó en la derrota de Napoleón y que promulgó en el sitiado Cádiz de 1812 una emblemática Constitución para los liberales de ambas orillas del Atlántico, la popular Pepa. La desconsiderada reacción de Fernando VII la silenció entre 1814 e inicios de 1820, y se apartó de la más conciliadora senda del más escarmentado y astuto absolutismo francés. Los historiadores enjuician tal reacción de extrema, distanciándose del compromiso entre Antiguo y Nuevo Régimen defendido por los adalides más perspicaces de la Restauración europea.

Promulgación de "La Pepa"

Las grandes potencias beneficiarias del hundimiento napoleónico (Gran Bretaña, Rusia, Austria y Prusia) querían evitar un nuevo incendio revolucionario que convulsionara a sus súbditos, impugnara sus instituciones y alterara su autoridad internacional. En el Congreso de Viena (finalizado en 1815) cooperaron en la reconstrucción del equilibrio de poder europeo, muy provechoso para la hegemonía británica en Ultramar, satisfactorio para la Austria imperial y un tanto frustrante para las aspiraciones rusas. El imaginativo zar concibió la idea de una Santa Alianza de las grandes potencias cristianas contra los avances de la impiedad liberal. La prudencia aconsejaba reintegrar a la Francia de Luis XVIII, purgada de excesos revolucionarios, en la gran familia internacional, y de desviar a los veteranos oficiales napoleónicos de aventuras de cambio político. Mientras España, la gran potencia de tiempos de Carlos III, era marginada de tales acuerdos, debatiéndose entre la ineptitud política, los problemas de reconstrucción tras la Guerra de la Independencia y la separación de gran parte de sus dominios americanos.

El éxito de los liberales españoles, tras la rocambolesca empresa de Riego, obtuvo grandes simpatías entre los europeos más aperturistas, especialmente entre los militares hartos del caduco absolutismo de Francia y Rusia. Se produjeron movimientos revolucionarios en las Italias y Portugal, alcanzando la onda a los patriotas griegos rebeldes a los turcos. Los vencedores de Viena se sintieron en peligro y culparon de sus desdichas a la España liberal. En el Congreso de Verona se jugó la carta de la intervención militar francesa ante el temor de un despliegue de fuerza ruso en la Europa Occidental, muy perturbador para Austria. Gran Bretaña arrancó de Francia la garantía de no invadir su tutelado Portugal, no prolongar el ataque a las Indias y no ocupar permanentemente España. El mismo duque de Wellington, de ideas conservadoras, asesoró en la nueva invasión peninsular a los franceses, que vieron la ocasión propicia para vengarse de la humillación napoleónica, afirmarse como gran potencia y perjudicar de paso la competencia de la naciente industria catalana.

El alba liberal en Alicante.

Los invasores no se encararon con una nación unida alrededor de su Constitución, sino lamentablemente resquebrajada. El desleal Fernando VII, que juró defenderla tras aceptarla a regañadientes en marzo de 1820, se consagró a poner palos en la rueda de los liberales por todos los medios. Se daba la paradoja que los defensores del parlamentarismo también lo eran de la autoridad moderadora de la realeza, dotada del derecho de vetar las leyes hasta tres veces consecutivas. La imperativa complicidad entre el monarca y las Cortes fue un deseo que Fernando, lejos de aceptar, deterioró al apoyar toda clase de intentonas absolutistas, echando leña a la división de los liberales entre moderados y radicales. Aprovechándose de las angustias de los campesinos empobrecidos por el pago de las nuevas contribuciones liberales, el 15 de agosto de 1822 se estableció en el Norte de Cataluña la amenazadora Regencia reaccionaria de Urgell.

En España era un órdago en toda regla contra el constitucionalismo, que en caso de fracasar por sus propios medios facilitaría la nueva invasión francesa. Ya el 14 de julio anterior los absolutistas se pronunciaron con éxito en Orihuela, que durante el Trienio Liberal (1820-23) formó parte de la provincia de Murcia. Esta intentona fue sofocada por las fuerzas de los liberales alicantinos con celeridad.

Alicante era una de las grandes plazas del liberalismo español junto a otras ciudades litorales de intensa vida comercial, aunque la expedición de Ascensio Nebot en defensa del pronunciamiento de Riego en Torrevieja y Benidorm sólo suscitara unos pasquines favorables a la Pepa en febrero de 1820. La incertidumbre recomendaba una actitud prudente, que se tornó expansiva cuando se supieron las nuevas del éxito liberal. El gobernador absolutista Wenceslao Prieto fue destituido, y el Cabildo Extraordinario del 12 de marzo restableció el Ayuntamiento constitucional de 1814. El 19 de marzo, celebrando el octavo aniversario de la proclamación de la Carta Magna, se puso una lápida conmemorativa en la Plaza de la Constitución, culminando la jornada con un sermón en San Nicolás del presbítero liberal Mariano Ramonell.

Plaza de la Constitución en 1913 (actual Portal de Elche)

La importancia de su tupida red comercial (de la América del Norte al Oriente del Mediterráneo) en la fortuna y posición de la oligarquía local, la destacable concentración desde 1801 de operarias y en menor cuantía de empleados técnicos y administrativos en la Real Fábrica de Tabacos, la movilización patriótica desde marzo de 1808 en numerosas y animadas reuniones en cafés, en las que oradores improvisados eran escuchados con pasión por civiles y militares, y la quiebra de las instituciones implantadas aquí desde 1709 ante el gravísimo estado de emergencia nacional a partir del Dos de Mayo (conocido por los alicantinos doce días después) abrieron en Alicante la senda del liberalismo.

No en vano el 28 de mayo de 1820 destacados liberales locales, como Rafael Bernabeu o Mariano Piqueres, establecieron madrugadoramente la Sociedad Patriótica de Amantes de la Constitución, una escuela de debate parlamentario y foro de cabal conocimiento de las nuevas ideas. El rey y los más moderados enfriaron las ansias de las sociedades patrióticas en las Cortes en el otoño de 1820, pero no fueron capaces de detener en urbes como la nuestra los progresos de la prensa más radical y menestral de carácter crítico-satírica, ni de evitar la popularidad de la Milicia Nacional entre las capas medias y bajas. En tal ambiente la Constitución encarnó las viejas leyes españolas mancilladas por el despotismo y las virtudes de la Iglesia de Jesús en boca de eclesiásticos liberales como el exaltado Ramonell. La aristocracia de hacendados y comerciantes de Alicante la aceptó con la vista puesta en los beneficios de la supresión de mayorazgos y de la desamortización de bienes eclesiásticos, liberándose de paso del control municipal del gobernador militar.

La concesión de la capitalidad provincial reforzó el vínculo con el liberalismo. El 23 de abril de 1820 un gentío exigió al nuevo Ayuntamiento en la Sala Capitular que declarase Alicante cabecera de provincia separada de Valencia. En marzo de 1822 Alicante fue erigida en capital de una de las nuevas cincuenta y dos provincias españolas, catalogándose de segunda en el seno de cuatro categorías administrativas por su población y riqueza, con derecho a elegir cuatro diputados a Cortes. Esta primera provincia alicantina no incluía ni Orihuela (dentro de Murcia) ni Denia, en la efímera provincia de Játiva, pero los acontecimientos marcharon con marcialidad por todos los rincones de la Piel de Toro.

Una nueva invasión francesa.

El 23 de enero de 1823 Luis XVIII declaró ante las Cámaras de su reino que cien mil franceses invocando al Dios de San Luis conservarían el trono de España para un descendiente de Enrique IV. Sin previa declaración de guerra la invasión de España comenzó el 7 de abril con el acopio de enormes provisiones, que a menudo llegaron tarde. Prestos a evitar las carencias de abastecimiento de la guerra napoleónica que vivaqueaba sobre el territorio conquistado, germen de hostilidad popular y fermento de las guerrillas, los atacantes encomendaron la intendencia al negociante Gabriel Ouvrad. La fuerza expedicionaria se articuló en cuatro cuerpos de operaciones y uno de reserva, oscilando sus efectivos a lo largo de la intervención entre 90.000 y 120.000 hombres. Bajo el mando supremo del duque de Angulema, gran parte de sus comandantes eran veteranos de la pasada Guerra de la Independencia. En sus filas combatió el propio príncipe de Saboya Carlos Alberto, reputado más tarde por uno de los primeros campeones de la unificación italiana, para hacerse perdonar sus simpatías por la adopción de la Pepa en el Reino de Piamonte en marzo de 1821. De 12.500 a 35.000 españoles realistas cooperarían con las fuerzas francesas.

Nuestros divididos liberales alinearon una tropa regular de sólo 50.000 soldados en tres Cuerpos y uno de reserva. Las Capitanías Generales en las que se dividía España no formaban Cuerpos de Ejército o Divisiones, y en caso de guerra se formaban Cuerpos a propósito, comandados por Generales en Jefe designados para la ocasión. Sobre alguno de sus comandantes pesó el delito de traición, caso del general Ballesteros, al frente de una mal organizada fuerza de 14.000 infantes y 3.000 jinetes con la misión de cubrir Navarra, Aragón y Valencia, en disputa con el general francés Molitor, cuyo objetivo al mando del 2º. Cuerpo era la ocupación de los reinos de Valencia, Murcia y Granada, disponiendo de 20.300 infantes y 5.000 jinetes. De las dificultades de los defensores de la causa liberal da idea que el combativo general Espoz y Mina en Cataluña abandonara el campo al enemigo, descartando acciones guerrilleras, recluyera a muchos de sus 20.000 soldados en poblaciones importantes, y redujera sus fuerzas de maniobra. Tras evitar los grandes choques con los invasores, la rendición paulatina impuso su ley sin contemplaciones.

La visión de cronistas e historiadores.

Mediado agosto de 1823 los invasores centraron sus esfuerzos contra la emblemática Cádiz, invicta ante Napoleón y refugio del maltrecho gobierno liberal que arrastró tras de sí a un díscolo Fernando VII desde Madrid y Sevilla. Su caída en septiembre de 1823 tuvo un resonante efecto propagandístico y simbólico, eclipsando en los relatos más generales la no menospreciable resistencia de plazas como Alicante. No está de más, en suma, darla a conocer un poco más.

Los primeros interesados en dar a conocer al gran público los hechos y su trascendencia fueron los liberales alicantinos de la época de Isabel II al afirmar el valor de sus principios y ponderar los sacrificios asumidos en su defensa. Es de sobra conocido que la reina doña Isabel distó de ejercer la prerrogativa moderadora de la Corona con sagacidad y prudencia, lesionando a los liberales más avanzados en el juego político. Desde sus posiciones municipales y regionales se lanzarían a una campaña de exaltación de sus principios políticos durante el Bienio Progresista (1854-55), de particular energía en tierras valencianas y catalanas. En 1854 el periodista y político progresista José Pastor de la Roca insertaría una breve noticia en su Historia general de la ciudad y castillo de Alicante caracterizada por su tono retórico y el deseo de gloriar la trayectoria del intrépido Alicante liberal, anunciando la gesta del pronunciamiento de 1844 de Pantaleón Boné, que sí narraría con cierto detalle. Don José de Orga publicó con orgullo en 1855 las andanzas de los milicianos nacionales de Valencia en el Alicante de 1823. Así se abrió el camino de Nicasio Camilo Jover. La resistencia de 1823 enaltecía nuestra Historia junto a otros grandes episodios militares (el bombardeo de 1691, los asedios de la Guerra de Sucesión, etc.), y en su Reseña histórica de 1863 ofreció un vivaz relato cuajado de detalles militares y económicos. Del alcance de su éxito da cumplida idea que el progresista valenciano Vicente Boix en su Crónica de la Provincia de Alicante de 1868 copiara literalmente sus palabras.

Pantaleón Boné y los suyos a punto de ser fusilados en la actual
Explanada de España en 1844 (cuadro del Archivo Municipal)

Transcurrido el azaroso Sexenio Revolucionario, en el que los alicantinos vivieron otro intenso episodio político-militar (el bombardeo de la flota cantonalista de 1873), las aguas se fueron serenando bajo el sistema canovista. El canto del cisne de la historiografía local alicantina exaltadora de 1823 vino marcado por el cronista Rafael Viravens en 1876. La derrota republicana en la Guerra Civil de 1936-39 impediría desarrollar desde el progresismo local el paralelismo entre el Alicante de 1823 con el de 1939 en clave de postrer baluarte de la libertad española.

El avance científico de la historiografía desde hace cincuenta años ha permitido arrojar nueva luz sobre los hechos. Recientemente Rafael Llorca los ha estudiado desde una óptica más serena y menos presentista. De todos modos lo sucedido en nuestra Terreta hemos de encuadrarlo en un marco más general si pretendemos una comprensión más completa, siendo muy recomendables las obras de Artola, Ardit, Fontana y La Parra.

La organización de la defensa.

El 6 de abril la contienda empeoró para los liberales en tierras valencianas al ser derrotada la División del coronel Antonio Fernández Bazán (comandante general de la provincia de Castellón) en las inmediaciones de Chilches, y el 8 iniciarse el segundo sitio absolutista de la capital del Turia, mantenido hasta el 9 de mayo. Urgían medidas de emergencia.

El 12 la entonces Diputación Provincial se constituyó en Junta Auxiliar de la Defensa Nacional, según el Decreto de las Cortes del 15 de febrero, con la presencia del jefe político, del comandante general y del intendente. Pese a las reticencias de este último, la Junta dispuso de los fondos provinciales. Se socorrió al Regimiento de Navarra, y se nombró una junta repartidora especializada para gestionar los medios materiales de cara a la defensa. Sus tres miembros eran designados por la Diputación, el comandante y el intendente. También se movilizó la Milicia Nacional local, aceptándose la aportación de Bartolomé Arqués de armar una partida complementaria de cincuenta hombres. Los efectivos regulares, milicianos y voluntarios no eran suficientes, y el 24 de aquel agitado abril se empezaron a formar cuerpos patrióticos provinciales en ayuda de Valencia, invitándose a oficiales retirados y personas con experiencia militar a incorporarse. El alistamiento por cabezas de partido estuvo a cargo de comisionados. Las propias Cortes autorizaron a los comandantes militares a constituir guerrillas el día 25.

El ideal de guerra patriótica.

Tales medidas dibujaban el vigoroso ideal de la guerra patriótica y revolucionaria, no siempre conducido a buen puerto. Merece la pena que se le dedique un poco de atención si se pretende entender la resistencia del Alicante liberal y su sentido histórico.

El altruísmo de su motivación se cifraba en la defensa de la Constitución, empresa digna de los españoles libres, pues sin derechos cívicos las personas carecían de patria auténtica. La preservación de esta España de las libertades frente a la agresión absolutista requería la adopción de medidas excepcionales. Una Junta de emergencia acaudillaría el esfuerzo de guerra, auxiliando el ejército regular a la sociedad sin pretender ninguna forma de dictadura. El voluntarismo liberal y la generosidad patriótica se estructuraba a nivel local y se proyectaba a todo el territorio nacional. La ayuda a Valencia defendía la propia Alicante y la supervivencia de la España liberal por razones que iban más allá del pragmatismo estratégico. La Junta no pretendía bajo ningún concepto la disgregación de la Nación, sino sostener con eficacia su independencia y dignidad. Aquí se deposita el acrecido valor de la resistencia del Alicante de 1823 para todos los españoles, sin ignorar el significado histórico que tuvo (y tiene) para los propios alicantinos, ya que en los inicios del constitucionalismo latía el veterano corazón de nuestra república foral, abolida tras la Nueva Planta, que a través del provincialismo buscaba un lugar preferente en la flamante España liberal.

El caro ideal de la guerra patriótica se remontaba a la propia Revolución Francesa, y se practicó con vigor en España desde la guerra contra Napoleón. Sostuvo el combate por el liberalismo y la democracia hasta 1874, reapareciendo en cierta manera en julio de 1936. Sin embargo, sus contrarios eran poderosos: los partidismos, las carencias de medios, las rivalidades locales y la excesiva tutela militar. Los liberales alicantinos los enfrentaron con gallardía y fortuna desigual.

Continúa y finaliza en la próxima entrega.


VICTOR MANUEL GALÁN TENDERO
(fotografías añadidas por Alicante Vivo)

 
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