28 diciembre 2010

ALICANTE CONTRA LOS 100.000 HIJOS DE SAN LUIS (2a PARTE)


Los promovedores de la causa liberal.

En Alicante el liberalismo tuvo seguidores entre los oligarcas del Antiguo Régimen, muy ligados al tráfico comercial y deseosos de engrandecer su patrimonio con la abolición de los mayorazgos y las desamortizaciones, según ya avanzamos. De mentalidad capitalista, con frecuencia explotaban sus tierras arrendándolas a los labradores entre cuatro y cinco años. El quinto barón de Finestrat, don José Pascual del Pobil Guzmán, asumió a la perfección tal paradigma. Poseyó varios señoríos en tierras valencianas y más de 19 hilos de agua en nuestro término. En 1820 fue el alcalde primero del Ayuntamiento constitucional, y en 1821 presidente de la Junta de Regantes de la Huerta de Alicante. Su fortuna en la Terreta sólo era superada por la del Conde de Soto-Ameno, don Nicolás Escorcia Ladrón y Pascual del Pobil, que disponía de 24 hilos de agua. En el círculo de nobles liberales ingresarían también los marqueses del Bosch, los Rojas emparentados con los Canicia y los Pascual de Bonanza y descendientes de los Martínez de Vera. De linajes ya destacados en los siglos XIV y XV, que entroncaron a veces en el XVI-XVII con ricas familias de mercaderes italianos, su peso en la política liberal-conservadora del Alicante decimonónico es indiscutible.

Los nuevos grupos de comerciantes enriquecidos imitaron el proceder de la veterana aristocracia local. El éxito en los negocios conducía a la compra de tierras y a la participación elitista en las instituciones locales. El liberalismo abría la puerta del engrandecimiento familiar y del reconocimiento comunitario, caso de los Lafora y de los Bernabeu. Mariano Piqueres, que presidió el Ayuntamiento constitucional en 1820, descendía de Francisco Piqueres, el palero que en 1769 fue comisario por la parroquia de San Nicolás en las elecciones de diputados del común y síndicos personeros.

Nuestra condición de plaza militar mediterránea reforzó tal orientación liberal, visible entre nuestros clérigos. Entre la oficialidad del Ejército las simpatías por la causa eran muy fuertes, al igual que en Italia, Francia y Rusia. El radical coronel Antonio Fernández Bazán, ligado ideológicamente a Torrijos y a Espoz y Mina, dirigió nuestra Fábrica de Tabacos en 1822 y encabezó la expedición contra la Orihuela absolutista. Tuvo una fuerte amistad con Bartolomé Arques, Arquetes, que formó en abril de 1823 una partida de 50 hombres y participó en su fracasada intentona liberal de 1826. La adhesión al liberalismo también la asumieron el comandante general Joaquín de Pablo Chapalangarra, que cayó años más tarde en la lucha para derrocar el absolutismo, y un número significativo de exiliados italianos, entre ellos el teniente coronel Esteban Flogieti. La resistencia potenció los sectores más radicales con la llegada de personas muy comprometidas con la causa liberal, que a veces forzaron la voluntad del ala local más moderada.

Espoz y Mina

El auxilio al resto del Reino de Valencia.

Ante la crítica situación de Valencia, los alicantinos fortalecieron las defensas liberales en la línea del Júcar. Inquietaba sobremanera la irrupción enemiga en la vecina provincia de Játiva y su entrada en el Norte de la nuestra. Las lecciones de la pasada Guerra de la Independencia permanecían muy frescas, cuando la ocupación de Denia en 1812 amenazó Alicante, y el triángulo Villena-Biar-Castalla entre 1812-13 resultó vital para su protección.

El 3 de mayo se libró a la asediada Valencia la cuantía de 250.000 reales para su cada vez más difícil defensa. Se auxilió la marcha del Batallón Provincial de Patriotas con el complemento de 6.000 reales. Esta fuerza, de 597 plazas organizadas en 8 compañías, fue organizada por el capitán de artillería retirado Andrés Vicedo, y reforzaba a los 300 soldados del Regimiento de Navarra destacados en la División del Júcar. Bien puede sostenerse que los liberales prosiguieron, bajo otro ropaje, los antiguos usos forales de cooperación defensiva entre municipios cuando el viejo Reino valenciano era agredido, asistiendo de manera acusada a las autoridades reales. Una vez más se dieron cita herencias persistentes e imperativos pragmatismos en la forja de las instituciones del liberalismo.

El repliegue liberal hacia Alicante.

Desde el comienzo de la guerra buscaron refugio en nuestra ciudad no pocas personas ante los avances absolutistas, prosiguiendo la corriente de refugiados italianos tras el fracaso de la Revolución en los reinos de las Dos Sicilias y Cerdeña en 1821. Rememorando las trágicas jornadas de la Guerra de la Independencia la Audiencia del Reino de Valencia también se desplazó a nuestra ciudad para evitar el colapso de la administración pública.

Los negociantes alicantinos lo juzgaron en los primeros días como una oportunidad de oro para impulsar sus proyectos de obras públicas y acondicionamiento urbano, pero el empeoramiento de la suerte de las armas liberales malogró tales esperanzas. Alicante se encaró con la angustia de la saturación humana y del desabastecimiento. Muchos se pusieron en camino hacia nuestra tierra antes de caer en manos absolutistas con la esperanza de preservar el fuego sagrado de las libertades. El 11 de junio los milicianos nacionales, el ejército de operaciones y las autoridades (conduciendo a los presos) evacuaron Valencia. Siguieron la ruta Canales-Albaida-Alcoy-Jijona, con los franceses amenazándolos desde Fuente la Higuera provenientes del ya conquistado Madrid, hasta alcanzar Alicante el 16 de junio.



Esta nueva llegada de liberales comprometidos alteró el precario equilibrio político del cada vez más acosado Alicante. El moderado conde de Valdecañas, presidente de la Junta y comandante general interino del Distrito 8º., dudó de nuestra capacidad defensiva, conmocionando al pueblo y a los milicianos el 20 de junio. La situación se calmó por el momento con la marcha de la Milicia de Valencia a Cartagena.

El dispendioso coste de la causa.

Alicante soportó una enorme carga. Todavía se arrastraba la carencia de un moderno Cuerpo de Intendencia que proveyera de víveres a las tropas. El Intendente de la Provincia desde la Nueva Planta abastecía a su modo el ejército, supervisando con autoridad la contribución puntual de los municipios. No se disponía de modernos almacenes y de verdaderas unidades de transporte dependientes de las fuerzas armadas, alquilándose acémilas y carros con sus conductores. Los negociantes de las localidades donde se encontraban las tropas proporcionaban los alimentos necesarios. El reformismo liberal en materia militar se había demostrado insuficiente, y la nueva invasión francesa rememoró no pocas de las angustias de la napoleónica. Los municipios tuvieron que encarar las dificultades de la Guerra Patriótica.

Cuando los impuestos liberales no gozaban de popularidad entre las capas más modestas, la Junta Auxiliar no cobró las contribuciones al estar pendiente en abril la cosecha de granos. Los dispendios militares se incrementaron con la compra de municiones y víveres, y el mantenimiento de tropa y fortificaciones. La guerra obstaculizó el comercio. Además, en la aduana de Alicante, denunciaba Andrés Ortiz de Zárate, se falsificaban rúbricas desde el término de la Guerra de la Independencia al menos, deteriorando las rentas públicas la corrupción y el contrabando.

Se recurrió a la añeja solución del empréstito forzoso al comercio, con la garantía de la recaudación de la cuestionada aduana, junto a las inseguras contribuciones directas. Desde la Baja Edad Media la oligarquía alicantina había invertido en deuda municipal a través de los censales, aprovechando las urgencias de la apurada Monarquía española.

En un primer préstamo de mediados de abril se lograron 500.000 reales de vellón, cantidad de enjundia si consideramos que el mantenimiento del ejército estacionado en el Alicante de septiembre de 1812 ascendía a 260.000. La perentoria urgencia del auxilio de Valencia obligó a librar 250.000 reales el 3 de mayo, además de los ya citados 6.000 de ayuda de marcha del flamante Batallón Provincial.

Valencia en el siglo XIX

La contrariedad de la guerra y la afluencia de refugiados castigaban nuestras mermadas arcas. El 17 de junio el general en jefe del 2º. Ejército de Operaciones se quejó de la falta de vituallas en nuestra plaza. Los grandes comerciantes concertaron un nuevo empréstito de 200.000 reales a reintegrar en barras de plata. El Ayuntamiento se comprometió a aportar a la guarnición 4.500 fanegas de trigo (unos 150.750 litros) y 1.500 de cebada (50.250). Se arbitró el cambio de sal o tabaco por 2.000 quintales de plomo con la Diputación de Almería.

Los apuros se intensificaron en agosto. El día 5 el comandante general Chapalangarra encareció que se entregaran 400.000 reales y 12.000 arrobas de harina (153. 504 kilos) a la División de Bazán. Se tuvo que contraer un préstamo más, de 681.000 reales. Se impuso un tributo municipal de 320 reales por la tenencia de cada hilo de agua, abonable en metálico, plata o la cesión de derechos. Afectaba a nuestras grandes fortunas, situándose en la línea de la contribución obligatoria impuesta por Espoz y Mina a los grandes propietarios de Barcelona. Sin embargo, pocos lo satisfacieron, ayudándose de la treta de avanzar escasas cantidades sin pagar todo el montante o ausentándose de sus deberes. Se alcanzó a vender a diversos comerciantes italianos las campanas de templos y conventos, ejemplo de impiedad liberal para los absolutistas.
El sacrificio alicantino resultó extenuador, máxime tras los desastres de la guerra contra Napoleón. La cuantía de los empréstitos ascendió a un mínimo de 1.381.000 reales, mientras que en el más benévolo 1842 la contribución de todo el Partido de Alicante sólo alcanzaba los 927.304. Una punción de tal magnitud, sin contar las compras de alimentos y municiones, significaba el 18% de la recaudación aduanera del citado 1842.

Los residentes franceses en Alicante.

La arremetida de los Cien Mil Hijos de San Luis se inscribió en una dilatada trayectoria de hostilidad hispano-francesa, inconveniente que no paralizó ni en los momentos más críticos las vitales relaciones comerciales entre sí. La colonia mercantil francesa detentaba un importante protagonismo en Alicante desde la segunda mitad del siglo XVII. Los grandes puertos de la fachada atlántica de Francia nos abastecían de bacalao y manufacturas, y con dirección a Marsella se embarcaban todos los años valiosas cargas de barrilla para la elaboración de cotizados jabones. Los negocios adquirieron tal volumen a lo largo del XVIII que no escasos comerciantes de origen francés se naturalizaron en la Terreta, adquiriendo bienes raíces y fundando una familia, como sucedió con los señeros Maisonnave.

Durante la Guerra de la Independencia se consiguieron evitar las matanzas de franceses que ensombrecieron la Valencia de 1808, pero en la primavera de 1823 los viejos fantasmas se cernieron sobre la comercial Alicante. Las relaciones se enturbiaron por la detención en Marsella de ocho buques españoles y la declaración de hostilidades de la armada francesa en el Mediterráneo.

Rafael Bernabeu propuso el encarcelamiento de todo francés que no acreditara una fianza, además de confiscar sus bienes en beneficio de la causa patriótica. Esta clase de represalias ya fueron adoptadas a finales del XVII con el aplauso de una población atemorizada por la amenaza enemiga y que juzgaba de quintacolumnistas a los residentes franceses. En 1823 las evoluciones de las naves de Francia en aguas de las Marinas, cuando una fragata se encaró ante Denia, predispusieron a ello. No extrañe que los informes de las autoridades consulares francesas, bien estudiados por Antonio Moliner, nos hablen de la buena acogida dispensada a las tropas de su país tras la capitulación definitiva de nuestra ciudad el 11 de noviembre.

La completa militarización de la autoridad pública.

En la primera semana de julio los invasores se encontraban a dos leguas de nuestras murallas, prestos a bloquearnos según practicaron en otros puntos.

Desde Cartagena el general Torrijos envío a Chapalangarra hacia Alicante al frente de los batallones de línea de Zamora y de Navarra, del Provincial de Soria, del Provisional de Teruel, de las compañías del Provincial de Chinchilla, de dos batallones de la Milicia Nacional de Valencia, de las fuerzas ligeras del Batallón de Miquelets de Tarragona, de las compañías del Resguardo Militar de Navarra, de las de Seguridad Pública, de varias partidas, una batería, cien caballos, y una división naval. Esta División se articuló en dos brigadas dirigidas por el coronel Bazán y el brigadier coronel Irribarren. Las fuerzas de ligeros y algunas del batallón de Zamora en particular hicieron el trayecto por tierra protegidos desde el mar por siete faluchos y la polacra del capitán Riquert (azote de contrabandistas). El 25 de julio entraron en Alicante.

El General Torrijos

Irribarren había sido designado comandante militar accidental por el conde de Valdecañas, y siguió la estrategia de salidas puntuales contra los sitiadores. En una se arriesgó a hostilizar en San Vicente del Raspeig al realista Samper, que contaba con 3.000 infantes y 800 jinetes. Ante la embestida de tal fuerza de caballería formó en cuadro, salvándose del trance por el socorro que los vigilantes alicantinos, que oteaban la acción desde el castillo de Santa Bárbara, le enviaron.

El 5 de agosto llegó a Alicante al frente de mil hombres Joaquín de Pablo Chapalangarra en calidad de comandante general de la provincia. Encaró con brío la preocupante carencia de recursos materiales. En uso de la Real Orden del 25 de mayo unió el mando político al militar. El 23 de septiembre ordenó celebrar con solemnidad la conmemoración del inicio de las sesiones de las Cortes de 1810. Durante aquellas jornadas las fuerzas liberales se batieron con coraje en las acciones del Jardín Botánico, del Barranco de las Ovejas, El Portixol, Santa Pola, Muchamiel, Villajoyosa, San Juan, y Elche.

Joaquín Romualdo de Pablo
y Antón (Chapalangarra)


La capitulación honrosa.

El curso de la guerra en España resultó desastroso para los liberales. El 4 de agosto el general Ballesteros capituló en territorio granadino ante el enemigo. Las plazas fuertes bajo su mando, como Cartagena y Málaga, desobedecieron la rendición. El 8 de agosto el duque de Angulema promulgó el Decreto de Andújar para prohibir todo arresto político sin el consentimiento de las fuerzas francesas, deseando evitar violencias que prolongaran la guerra. El envío de Riego a Málaga se saldó con el fracaso el 14 de septiembre. El 1 de octubre el rey fue liberado de la custodia liberal tras la caída de Cádiz, embarcando hacia Puerto de Santa María para reunirse con Angulema. El 3 decretó la rendición de Alicante.

Nuestros liberales se mantuvieron firmes y buscaron una rendición honrosa, respetuosa con las personas y sus bienes. El coronel comandante en Elche Vicent Foullon de Doué, y el vizconde de Bonnemains, comandante de la 6ª. División del Ejército de los Pirineos, la procuraron. El 6 de noviembre se negociaron en Elche los términos de la capitulación, que se harían efectivos el 11.

Cesaba toda resistencia, comprobada la disolución del régimen constitucional. Los milicianos desarmados de Valencia podían retornar a sus hogares escoltados. Las tropas regulares partícipes de la resistencia se acantonarían hasta nuevo aviso en Jijona, Alcoy, Cocentaina y alrededores. El personal de marina y de la hacienda militar gozaría del mismo trato que la guarnición. Se reconocía sobre el papel la licencia temporal para visitar a los familiares, el resguardo de la condición militar, la garantía de manifestación conforme a las leyes, y la concesión de pasaportes. Se precisó la entrega a las tropas francesas de los castillos de Santa Bárbara y San Fernando, de las puertas de San Francisco y Nueva, y de la isla de San Pablo o de Tabarca, donde se depositaría con honor la bandera coronela hasta ser librada a la Milicia Nacional en 1834, ya defenestrado el absolutismo fernandino.

Alicante fue la postrera plaza liberal en rendirse. El 2 de noviembre se acordaron las capitulaciones de Barcelona, Tarragona y Hostalric, el 5 la de la Cartagena comandada por Torrijos, y el 9 la de Menorca. Muchos lo recordaron con orgullo pasados los años.

Una reacción condenada al fracaso.

Entrados los franceses en Alicante, el comandante Chapalangarra y no pocos liberales optaron por marchar a Gibraltar, no fiados de las promesas absolutistas. El 12 de noviembre, el vizconde Bonnemains tranquilizó a la población al anunciar respetar el orden. Al día siguiente el nuevo comandante de la plaza, Talabot, ordenó el buen comportamiento de las tropas francesas con los alicantinos. Los cerca de mil milicianos valencianos emprendieron el retorno al hogar el misma día 12, marchando por Muchamiel, Villajoyosa, Altea, Benisa, Ondara, Oliva, Cullera y Silla bajo la escolta del 4º. Regimiento de Línea francés. El Batallón de Soria, el Resguardo de Navarra y los Miquelets de Tarragona lamentaron desdichas en su camino.

El ambiente se endureció con la arribada del brigadier Pablo Fermín de Iriberry como gobernador de Alicante el 5 de diciembre. Los franceses no permanecieron durante años en Alicante como en Cádiz, Barcelona o Pamplona. Los poderes del gobernador eran los de las viejas instituciones absolutistas. En 1826 desarboló la expedición de los hermanos Bazán, pero a partir de 1833 el liberalismo impuso sus reales en España y Alicante. Su resistencia a favor del liberalismo no fue intrascendente.


VICTOR MANUEL GALÁN TENDERO
(fotografías añadidas por Alicante Vivo)


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