Pasear por la Explanada de España, al amparo de sus frondosas y altivas palmeras, se ha convertido en una de las costumbres más practicadas por los habitantes de esta tierra desde tiempos inmemoriales, y en uno de los anhelos más deseados de todos aquellos que vienen a visitarnos desde lejanos países allende los mares. Estas joyas exóticas del reino vegetal, compañeras inseparables de muchas localidades levantinas, adornan nuestros recuerdos y nuestras fotografías más personales como si de un miembro más de nuestra familia se tratase, escondiendo en su pasado, eso sí, un misterio que se remonta a los años más antiguos de nuestra historia.
Como nos contaba el insigne alicantinista D. Jaime Pomares Bernad, si bien la palmera “es actualmente el árbol más representativo de Alicante”, lo cierto es que para nuestros ancestros era una especie totalmente desconocida o, al menos, de contemplación muy esporádica. Se habla que fueron los fenicios, con su gran poder comercial y aún más destacado bagaje cultural en toda la cuenca del Mar Mediterráneo, quienes la introdujeron en “la terreta” desde Oriente Próximo; otras hipótesis convertidas en leyenda, en cambio, apuntan al sanguinario imperio cartaginés, capitaneado en estos lares –según ciertas teorías no contrastadas- por Almícar Barca, como el máximo responsable de tal asunto, suponemos que por aquello de su “Akra Leuka” y nuestro “Promontorio Blanco”.
Fuera quien fuese el responsable de aquello, y teniendo como segura la única y verdadera certeza “de que el impulso grandioso de su propagación se debe a los árabes que las plantaron por millares desarrollando su cultivo”, hasta el derribo de nuestras murallas a partir del año 1858, Alicante “estaba comprimida dentro de un cinturón de calles estrechas y empinadas, insalubres y sucias, sin ningún espacio libre”, en las que florecían especies vegetales y arbóreas de pequeño porte, tan diferentes entre sí como los álamos –negros y blancos-, chopos o pinos. Pero palmeras, lo que se dice “palmeras”…pocas o muy pocas. “En las calles y avenidas, el suelo era de peña, y los alcorques quedaban aprisionados entre bordillos de acera y adoquines”. Incluso la actual Explanada, “estaba formada por acarreos de cascotes y piedra de cantera”
“Tuvo que ocurrir un hecho tan luctuoso como el fusilamiento de Pantaleón Boné y sus “Mártires de la Libertad un 8 de marzo de 1844” para que, aprovechando los terrenos liberados al desartillarse el Baluarte de San Carlos “y los que se iban ganando al mar con los materiales del derribo de las susodichas murallas”, se crease con frondosa y exuberante vegetación el paseo que hoy recibe el nombre de Explanada de España y antaño, solo, Malecón. Fue entonces cuando se pensó en engalanarlo “con el árbol que mejor crecía y resistía a los ambientes salinos y los temporales de Levante: la palmera. Palmeras que, como no, llegaron de nuestro vecina y querida localidad de Elche, donadas por el prócer y Alcalde de la localidad, D. Antonio Bernad Sánchez, y plantadas por el Ingeniero Agrónomo, también ilicitano, D. Mariano Llofriu Ibarra”. Silenciemos, pues, ridículas e infantiloides disputas entre vecinos que no vienen al caso.
Poco a poco, la palmera “fue invadiendo Alicante; primero cambió sus especies la calle de San Vicente (popularmente conocida como “Carrer dels arbres”, por motivos obvios); después vistieron las avenidas de Gadea, Soto y Marvá, para terminar coronándose como la reina indiscutible de la Rambla, Alfonso el Sabio, Avenida de la Estación, Oscar Esplá y Aguilera”. Altas, longevas, limpias, majestuosas, de cultivo rentable… incluso acompañante de los juegos infantiles tradicionales, “cuando nos ejercitábamos con piedras para obtener dulces y baratos dátiles, caídos del cielo, y para correr delante del guardia civil de turno que pretendía acabar con lo que entonces se calificaba de intolerable conducta”. ¡Cómo han cambiado los tiempos, Señor!
El 3 de Marzo de 1933, siendo Alcalde D. Lorenzo Carbonell Santacruz, se elevó en el pleno del Ayuntamiento de Alicante una pregunta del Concejal socialista, D. Manuel González Ramos, para que el primer edil “explicara la razón de sustituir los tradicionales árboles de Alfonso el Sabio por palmeras”, ya que consideraba que los primeros eran más adecuados para la ciudad que las segundas. El Alcalde respondió entonces aquello de “Ya me darán la razón los vecinos cuando dentro de dos años haya desaparecido el insano polvo de sus calles, pues el árbol que produce más salud y más sanidad es la palmera. No tiene nidos, ni moscas, ni mosquitos, ni insecto alguno, y tamiza el suelo de tal forma que lo hace firme”. El bueno de “Llorenset” no sufría en sus carnes, sin duda, la plaga del esclarecido “picudo rojo” que tantos dolores de cabeza produce a nuestros gobernantes de un tiempo a esta parte.
Por último, la tradición oral cuenta, no sabemos si con acierto o equivocación, que durante los tres años que duró la despiadada Guerra In-Civil, los alicantinos nos comportamos de forma noble y respetuosa no sólo con nuestras palmeras, sino con el resto de especies vegetales y arbóreas que poblaban nuestros circundantes montes. En tiempos de escasez de alimentos, dramas personales e imposibilidad de conseguir combustible alguno para sobrevivir, el civismo de los ciudadanos quedaba patente de una manera generalizada con el cuidado y respeto de nuestra masa forestal.
“Pocas palmeras desaparecieron de nuestras calles, y escasos árboles de la frondosa ladera del Benacantil se talaron en aquellos luctuosos meses”, recuerdan algunos vecinos del Raval Roig, “a pesar de la urgente necesidad de la población para cocinar o calentarse”. Y aquellos salvajes y desaprensivos que actuaron sin escrúpulos en la zona del Tossal, fueron inmediatamente reprimidos por las autoridades a través de bandos municipales.
Parece que ya entonces, entre tantas vicisitudes y tragedias humanas, las palmeras eran benignas con nosotros..., y nosotros clementes con ellas. Una lección de respeto y amor propio la que todos deberíamos aprender siempre.
No somos nadie.
JUAN JOSÉ AMORES