02 mayo 2013

LA AMENAZA BERBERISCA SOBRE LAS COSTAS ALICANTINAS EN EL SIGLO XVII (1)


El azote de las regencias otomanas en el Norte de África.

Desde los más remotos tiempos los piratas han surcado las aguas del Mediterráneo. Sus puertos y sus gentes han estado marcados por ellos. No aminoró su fuerza en el siglo XVII, cuando el Mare Nostrum comenzó a ceder protagonismo histórico a ciertas áreas de la Europa atlántica. Entre 1580 y 1620, si seguimos a Braudel, Argel experimentó una segunda edad dorada. Cada vez más desvinculada de la autoridad efectiva del Imperio otomano, cuya capital se enclavaba en la bulliciosa Estambul, recibió la aportación de los navegantes atlánticos, especialmente de los enemigos del poder español. Se renovó su construcción naval, y de sus astilleros comenzaron a salir navíos redondos además de las mediterráneas galeras y galeotas. Con tales naves ampliaron su radio de acción, alcanzando Islandia en 1627 y sembrando la inquietud entre los complacientes aliados de la víspera. Evidentemente nuestro litoral no se salvó de sus zarpazos, a los que ya estaba demasiado acostumbrado desde el siglo XIII con variantes. Sus pobladores tuvieron que enfrentarse con el peligro berberisco en el problemático XVII, tan marcado por la crisis. 

Las costas del Reino de Valencia tras la expulsión morisca.

Las armadas argelinas gozaron a veces de la complicidad de los moriscos valencianos, tachados de verdadera quinta columna por autoridades coetáneas e historiadores contemporáneos. Se fortificaron parajes como Altea para evitar la temida confluencia entre ambos, pues el tramo entre Jávea y Villajoyosa era considerado especialmente peligroso.

La expulsión de los moriscos en 1609 no acabó con la inseguridad litoral. Algunos expulsos se sumaron al corsarismo por rencor y deseos de ganarse la vida. El desarrollo comercial espoleó la codicia pirata. Ya en septiembre de 1601 cinco galeotas argelinas se posicionaron en la Isla de Santa Pola (la actual Tabarca) para interceptar el tráfico mercantil: atacaron dos naves bretonas cargadas de trigo, abrigándose una de éstas al resguardo de la Torre de Agua Amarga, donde los alicantinos ofrecieron una cerrada defensa de mosquetería y con dos pequeñas piezas de artillería.

 En 1616, tras surcar las aguas de Guardamar y Alicante, una flota de veintidós naves recaló en la todavía no bien guarnecida Altea. Las fuerzas navales hispanas la obligaron a retirarse.

 El acecho corsario disponía de sólidos precedentes. En 1628 una saetía sembró el terror entre los sufridos pescadores en el área de la Torre de las Salinas. Tal estado de angustia se prolongó mucho tiempo después. En 1683 los buques holandeses que surcaban la ruta de Liorna a Cádiz a través del Cabo Martín (distrito de Jávea) eran atacados por los intrépidos argelinos, contra los cuales se propuso lanzar la flota de las Galeras de Cartagena y armar una fragata pagada por la comunidad de pescadores de la ciudad de Valencia en 1690. Todavía en 1830 los franceses invocaron la erradicación del corsarismo en la conquista de Argel, que tantos caminos abriría a muchos alicantinos de los siglos XIX y XX

 El nervio de las acciones corsarias

 A comienzos del XVII se disputaron la hegemonía en Argel el cuerpo militar de origen turco y la corporación de los comerciantes dedicados al corsarismo, imponiendo finalmente los segundos un bey de su preferencia (en teoría bajo la autoridad del sultán otomano). Los argelinos no siempre mantuvieron buenas relaciones con otras poderes islámicos norteafricanos, pese a su común servidumbre de Estambul. Con la también regencia de Túnez hubo serios enfrentamientos en 1628. El año anterior las batallas contra las poblaciones del interior mermaron los efectivos militares argelinos, debilitando circunstancialmente el corsarismo.

 De todos modos Argel superó tales inconvenientes. El más crudo interés y la hermandad islámica acercaron a los poderes musulmanes del África Septentrional: las naves argelinas se unieron a las de Túnez y Bizerta en 1640 y 1642. Con la corte de Fez también se entró en tratos.

Confidentes de toda laya informaron (y preocuparon) a las sobresaltadas autoridades españolas. Desde ingleses católicos hasta renegados portugueses, pasando por cautivos fugados en azarosas circunstancias, revelaron temibles planes. En 1628 se llegó a temer un ataque contra Orán y una incursión contra la Armada Real desde la zona de Tetuán. Junto a las galeras viejas y nuevas los argelinos podían desplegar cuarenta navíos redondos y treinta buques de diferentes tonelajes. 

El saqueo de Calpe.

 Quizá la incursión argelina que más conmocionara a nuestros paisanos del XVII fuera el saqueo de Calpe. La villa formaba parte del señorío del marqués de Ariza, y sus gentes gozaban de justa fama de bravos. El gran cronista Gaspar Escolano refiere algunas de sus hazañas contra los piratas que les valieron conquistar tal admiración. Las cartas de las autoridades locales del área al virrey y al Consejo de Aragón dispensan al historiador una gran cantidad de información, pero el relato más vibrante nos lo brinda el dean Vicente Bendicho, cuyo hermano Jaime era el baile de Murla y un hombre con similares inquietudes literarias. Dentro de su célebre Crónica introduce un auténtico reportaje.

Calpe en el siglo XIX
En la madrugada del 3 de agosto de 1637 cinco galeras argelinas de veintiseis bancos cada una fondearon en la costa de Calpe, comandadas por Alí Puyili. Desembarcaron 600 corsarios provistos de armas de fuego, que antes del alba se aprestaron a asaltar la villa. Muchos de sus vecinos se encontraban ausentes debido a las labores agrícolas. Dentro de Calpe quedaban especialmente mujeres, niños, ancianos y algunos forasteros que acudían a la fiesta del 5 dedicada a la Virgen.

Los invasores rompieron a atacar por el arrabal, encarnizándose la lucha en la casa del baile, cuyos canales del tejado manaron sangre de varios asaltantes caídos. La muralla de la villa entorpecía la rapidez de la acción. Sin embargo, la casa del gobernador tenía una ventana sin reja abierta en la propia muralla (¡). Un joven corsario se encaramó a ella, y los invasores tras desatrancar la puerta de la casa entraron en la villa. Las mujeres y los niños se refugiaron en la torre. Para su fatalidad cedieron a las insinuaciones de los corsarios. Cayeron en su cautiverio. Vicente Bendicho cifra su número en 396 personas, y las fuentes virreinales entre 296 y 302. La villa fue saqueada y sus templos profanados (incluída la hermita de San Gregorio). Sólo abandonaron la artillería y las campanas

 El socorro de las localidades cercanas llegó con retraso y mal. La guardia del Peñón o de las Peñas de Ifach avisó tarde a Benisa, acosada al igual que Altea con problemas de bandos. Casi a la puesta del sol del triste día 3 llegó a Calpe la fuerza capitaneada por Jaime Bendicho, que no se mostró dispuesta a permanecer en el azotado lugar. 

El rescate de los cautivos

 Los luctuosos acontecimientos de Calpe ocasionaron un gran dolor en todo el Reino de Valencia. El apresamiento de mujeres y niños indignó sobremanera. Los menores serían fácilmente inducidos a abjurar del cristianismo, propinando un duro golpe a la Fe en el sentir de las personas del tiempo del Barroco. Una derrota moral se encabalgaría sobre otra militar.

Impuso la necesidad intentar comprar su libertad al no poderse cazar a los corsarios. Al fin y al cabo una de sus palancas era el afán de lucro. Instituciones y particulares ofrecieron sus donativos. El arzobispo de Valencia ofreció 2.666 libras, el cabildo de la catedral valentina 1.333, la propia ciudad de Valencia 666 (la misma suma que la Generalitat), los padres mercedarios 1.000, los inquisidores a título individual 100, y las parroquias valencianas 2.206 en calidad de limosna.

 Las 8.637 libras, satisfechas mayoritariamente en reales castellanos, equivalían a una media de la tercera parte de los ingresos municipales de Alicante durante un año. Por término medio cada cautivo se rescataría por 29 libras, un valor muy cercano al constatado por nosotros para el Alicante de 1572. Quizá por ello el sacrificio no tuviera la ansiada compensación. Tras conseguirse con premura el dinero, se confió al que fuera gobernador de Játiva (que estaba en Villajoyosa) don Francisco Milán, a don Antonio Ramírez de Arellano y al canónigo Argent. Infructuosamente esperaron durante días la respuesta de los corsarios en Moraira. Se avistaron siete galeotas en las Peñas de Ifach, pero la contestación no llegó. El 11 de agosto de 1637 informaron apesadumbrados al virrey don Fernando de Borja del fracaso de las gestiones.

 Indudablemente los captores esperaban mucho más. Todavía a la altura de febrero de 1646 Calpe solicitó la reducción de sus deudas para atender al rescate de sus cautivos y a la reedificación de sus maltrechas murallas. Uno de sus vecinos tuvo que implorar permiso en 1647 de las autoridades para pedir limosna con el fin de rescatar a sus hijos. La consternación de las familias añadió amargura a una localidad amenazada con la despoblación. 


VÍCTOR MANUEL
GALÁN TENDERO
Fotos: Alicante Vivo

 
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