13 mayo 2013

LA AMENAZA BERBERISCA SOBRE LAS COSTAS ALICANTINAS EN EL SIGLO XVII (y 2)


El estado de nuestras defensas

Como ya hemos comentado en otras ocasiones, la protección del Reino dejaba mucho que desear bajo los Austrias Menores. Los tributos regnícolas sobre la venta de los naipes, la sal, la seda, el arroz, los higos, las almendras, el azúcar, el vino, la nieve o el calzado distaron de ser suficientes para costear los gastos defensivos. La visita o inspección de su litoral en 1635 volvió a constatar las carencias habituales. La Junta de los Veinticuatro de la Costa, dependiente de los Electos o representantes de los tres estamentos del Reino, se vio desbordada por los problemas económicos, que impusieron drásticas y contraproducentes medidas. En 1649 suprimió dos (las de Oliva y Canet) de las cinco compañías de caballería de defensa litoral.

 El 9 de agosto del 37 se temieron nuevos ataques. Desde Ibiza el capitán don Bernardo Salelles alertó al virrey de Valencia. Las autoridades regias fueron movilizadas. Se envió a Peñíscola al capitán don Juan Milán. Alicante, la otra gran atalaya del Reino, fue apercibida por el práctico don Gaspar Sanz con la ayuda del capitán entretenido (o asalariado) don Bartolomé Ripoll. El baile alicantino don Alfonso Martínez de Vera socorrería a los defensores con las debidas cantidades de pólvora, ya que Felipe IV alentó su fabricación en Alicante. Los gobernadores de las demarcaciones forales de Játiva y Castellón secundarían con unidades de caballería e infantería el esfuerzo militar de Alicante y Peñíscola respectivamente. Los síndicos de la Generalitat lo ampararían y el veedor don Francisco Carroz lo supervisaría.

 La relajación de la disciplina y de la prevención militar se arrastraba desde hacía muchos años. Los guardas no siempre cumplían sus deberes y las torres de vigilancia no hacían debidamente las oportunas ahumadas de aviso. Las apreturas económicas acentuaron estos problemas. Curiosamente el corsarismo valenciano no alcanzó grandes vuelos a lo largo del XVII, pese a propuestas como la de don Francisco Imperial en el Alicante de 1615. A los problemas derivados de su organización quizá se sumara la competencia del bandolerismo, verdadero corso terrestre capaz de atraer a las más recias voluntades. Además, los caballeros no siempre estuvieron a la altura de sus deberes, crecientemente requeridos por el gobierno del conde-duque de Olivares. El maestre de campo don Fernando de Ribera fue el encargado de lidiar con tan delicado problema en tierras valencianas.

 Otro inconveniente formidable era el de la falta de unidades navales de protección de nuestro litoral, ya que nuestras declinantes armadas combatieron en otros frentes considerados más importantes para la conservación de la Monarquía. En las Cortes de 1604 se intentó articular una fuerza propia de cuatro galeras. Retomó en 1638 la idea el arbitrista valenciano Ibáñez de Salt, postulando que el Reino pagara seis galeras para defender su costa y atacar la de Berbería, planteamiento que consideraron las Cortes de 1645 sin mayor trascendencia práctica. En todo momento insistieron los valencianos en destinar aquellas galeras a la protección de su Reino, y no a otras empresas (excepto en circunstancias excepcionales).

 Los imperativos de la Guerra de los Treinta Años.

 Las aguas mediterráneas distaron de ser el único horizonte de peligro para los valencianos de la época. En el continente europeo la Guerra de los Treinta Años enfrentó a las dos ramas de la Casa de los Habsburgo con sus muchos rivales. Frenado el ímpetu de los suecos, España y Francia rompieron hostilidades en 1635.

 El agotamiento de las arcas castellanas después de duros sacrificios condujo a Olivares a exigir mayores contribuciones a los reinos de la Corona de Aragón, semillero de agrias disputas legales. Su proyecto de Unión de Armas fue severamente replicado. En el Reino de Valencia las expresiones de contribución al monarca se fueron deslizando del amor a la obligación, como ha observado James Casey. Aunque no experimentara el estallido de Cataluña o Nápoles, nuestro Reino no estuvo exento de forcejeos constitucionales y serios conatos de rebeldía.

 La frontera con Francia comenzó a drenar energías. En septiembre de 1636 el barón de Benifayró y Santa Coloma, don Juan Vives de Cañamás, se ofreció a alzar una fuerza de cuatrocientos a quinientos jinetes para la defensa de Perpiñán, aún española. El éxito no le acompañó, y para reforzar Navarra en 1637 se echó mano de las compañías de caballería de la costa valenciana, lo que supuso deshacerlas coincidiendo con el saqueo de Calpe. Algunos de los jinetes retornaron sin licencia y otros sin caballo. Los estamentos enviaron una embajada a la Corte para evitar otra salida de tropas pareja, pero la entrada de los franceses en Guipúzcoa y el asedio de Fuenterrabía en 1638 obligó a los valencianos a movilizar dos mil hombres. Se conmemoró con gozo en Alicante la derrota del francés, que no cejó de atacar por Cataluña. Se impusieron nuevos reclutamientos de hombres, que ocasionaron la viva disconformidad del pueblo en el Marquesado de Elche. En 1639 se intentaron levar en el Reino mil doscientos infantes, proporcionando uno cada cien vecinos o familias. Era un cálculo poco realista que no tenía en consideración que la población valenciana rondaba los 61.000 vecinos. Aunque el conde de Elda y el arzobispo de Valencia se anticiparon en el socorro de la rosellonesa Salses, el envio de las tropas del Reino estuvo jalonado por los incidentes. Antes de proseguir hacia los Alfaques estalló un motín entre los soldados concentrados en Peñíscola a la espera de los navíos de Benjamín Ruit. Creyeron que se los llevaban a Italia, y tuvieron que ser reducidos al orden con fuego de mosquetes. Nada de ello coadyuvaba a mejorar la defensa contra el corsarismo argelino.

 La pervivencia del peligro.

 Indiscutiblemente el corsarismo argelino se apuntó un contundente éxito en Calpe, y ya el 24 de agosto de 1637 sus naves volvieron a surcar sus aguas. Su amenaza se haría persistente. 

 A comienzos de septiembre de 1642 las autoridades de Denia, Jávea, Moraira y Calpe alertaron al virrey de la amenaza corsaria. Su objetivo era saquear Jávea, según las informaciones transmitidas por algunos cautivos fugados a los barqueros que surcaban el litoral alicantino. Los efectivos navales barajados resultaban inquietantes. Si en junio se temió una flota de catorce navíos y cuatro galeotas, en septiembre la alarma subió de tono. Se llegaron a avistar ocho galeras más de Argel, a las que se unirían otras ocho de Túnez y Bizerta, y por si fuera poco los enemigos tenían aprestados veinte bajeles redondos.

 La armada española ya tenía bastante en contener a la francesa en el Mediterráneo, aprovechándose de la rebelión catalana. Nuevamente los valencianos se encontraron encadenados a las servidumbres de la deficiente defensa terrestre. La carencia de compañías ordinarias de caballería coincidió con el envío de las de la Costa a la raya de Cataluña. Los equinos de albarda o de tareas rústicas no eran los más adecuados para el combate. El 24 de septiembre el virrey solicitó el socorro de al menos las compañías de Villajoyosa y Oliva.

 Al final otras poblaciones corrieron peor suerte. Manuel Sala registra en su obra el ataque de San Juan por 430 corsarios en la madrugada del 30 de marzo de 1643. Los varones de la localidad junto con los de las huestes de Alicante, Muchamiel y Villafranqueza consiguieron liberar del cautiverio a 108 mujeres, 83 ancianos y 42 niños antes de embarcar, derrotando al invasor.

 De todos modos los aguijonazos del corso no parecían tener fin. En 1651 los argelinos capturaron hasta cuarenta y cinco personas en las inmediaciones del Cabo Martín, empleando la Isla de Santa Pola como base de operaciones. La propia Santa Pola padeció su acoso en 1663.

 La disputa entre localidades hermanas.

 Cuando acechaba el peligro todo el mundo pretendía disponer de la mejor protección a su alcance, perjudicando a veces de una u otra forma a sus también necesitados vecinos, máxime en unos tiempos de penurias. En las Cortes de 1645 los municipios realengos valencianos se quejaron de los inconvenientes de los alojamientos de tropas, prestación de bagajes y envío de socorros militares en no pocos casos, quejándose de ser agraviados en relación a otros.

 Aleccionador al respecto fue el largo pleito que enfrentó a Villajoyosa y San Juan. Tras la mencionada supresión de las compañías de caballería de Canet y Oliva en 1649, se consideró trasladar la de Villajoyosa a otro punto en dos ocasiones. En 1668 San Juan consiguió el ansiado emplazamiento de tal fuerza, a las órdenes de don Luis Escorcia y Ladrón.


 Sant Joan d'Alacant en 1689

 Las autoridades de Villajoyosa contestaron con una batería de argumentos en aquel año y en 1677. La marcha de la compañía la exponía a las depredaciones musulmanas y al recrudecimiento de las parcialidades entre los Lorca y los Linares. En cambio San Juan se encontraba a la sombra de la ciudad de Alicante, cuyas fuerzas se ponderaban con interesado optimismo. Su ubicación en la Huerta alicantina la preservaba de muchos peligros, según esta versión, ya que la llegada de corsarios a sus inmediaciones sólo se debía a las malicias de algún renegado.

 La disposición en 1676 de un cordón sanitario que evitara el contagio de peste que afectaba a Cartagena y Murcia ayudó a reforzar su postura a San Juan. Su alegría no duró demasiado, pues en 1680 se proyectó la supresión de la compañía por las consabidas razones económicas. Al final la unidad de caballería retornaría a Villajoyosa en 1685, dejando tras de sí años de estériles disensiones que en nada mejoraron el estado militar de nuestras defensas. 

 El empeño de hacerse a la mar.

Durante siglos los piratas se cebaron en los pescadores de nuestro litoral, pero no consiguieron acabar con ellos. En el siglo XVII la pesca cogió vuelos, anunciando su expansión dieciochesca.

 El caso de Villajoyosa resulta paradigmático. La pesca sustentó a sus gentes más modestas y proporcionó a sus labradores género de venta de valor singular. La arriería se fortaleció, proporcionando pingües ganancias. A la ciudad de Valencia llegaron sus barcas, que transportaban trigo, cebada, algarrobas y otros productos una vez vendida la pesquería. Las ganancias también alcanzaban al rey a través de los tributos y del servicio de provisión a Peñíscola, Vinaroz y Tarragona en plena guerra catalana.

Conscientes de sus valor, los representantes de Villajoyosa intentaron conseguir del monarca una serie de peticiones. En las Cortes de 1645, las últimas del Reino de Valencia, reclamaron que no se embargaran sus barcas por impago de deudas. En el comentado litigio de la compañía de caballería adujeron la necesidad de protección de los más de cien pescadores en la Isla de Benidorm. La porfía de unas gentes enfrentadas al hambre sería de gran ayuda a la hora de plantar cara al corsarismo.

 Alicante, atalaya de las potencias europeas ante Argel.

 La declinación militar de la Monarquía hispánica en el Mediterráneo no fue pareja con el auge comercial de la ciudad de Alicante. Convertida en un puerto de primera categoría para los holandeses, ingleses y franceses, se erigió en una plaza fuerte contra el corsarismo argelino. Además de proporcionar auxilios de víveres y de tropas a la cada vez más cercada Orán, pérdida temporalmente en el decurso de la Guerra de Sucesión, atendió las necesidades de las fuerzas navales de aquéllos en sus luchas contra los berberiscos. La empresa ante el enemigo común no acertó siempre a pacificar las turbulentas relaciones entre las potencias cristianas. En septiembre de 1681 los ingleses se quejaron de la mala atención de sus navíos en Alicante. En otro artículo ya explicamos como las acciones inglesas contra Argel se interpretaron por parte de las autoridades alicantinas como una manera de disimular (algo tan barroco) sus verdaderas intenciones, las del ataque a nuestra ciudad.

 De todos modos las naves de aquellas potencias aportaron beneficios a los alicantinos, algunos de ellos tan detestables como el de los esclavos. En el siglo XVII la aristocracia alicantina todavía disponía de esclavos domesticos. En 1663 los esclavos musulmanes en Alicante solicitaron del mismísimo Consejo de Aragón la licencia de trabajo para poder comprar su liberación, al uso de lo observado en los dominios del Imperio turco. Acostumbrados a sobrevivir en tal ambiente, los alicantinos lo metabolizaron en sus más significativas celebraciones. En la lucida conmemoración del centenario del título de Colegial a San Nicolás (1700) no se dejaron de representar unos combates de Moros y Cristianos, en el que los seguidores de la Media Luna aparecieron ataviados al estilo turquesco de los temidos argelinos. 

VÍCTOR MANUEL
GALÁN TENDERO
Fotos: Alicante Vivo

Fuentes.

ARCHIVO DE LA CORONA DE ARAGÓN, Consejo de Aragón. 

-Legajos 0556, nº. 010. 
-Legajos 0558, nº. 066.
-Legajos 0559, nº. 005. 
-Legajos 0571, nº. 003.
-Legajos 0587, nº. 025. 
-Legajos 1355, nº. 063.
-Legajos 1357, nº. 028. 

 Bibliografía.

-BENDICHO, V., Chrónica de la Muy Ilustre, Noble y Leal Ciudad de Alicante, 4 vols. Edición de Mª. L. Cabanes, Alicante, 1991. 
 -BRAUDEL, F., El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, 2 vols., México, 1981. 
 -GUÍA, Ll., Cortes del reinado de Felipe IV. II. Cortes valencianas de 1645, Valencia, 1984. 
 -MANTRAN, R. (dir.), Histoire de l´Empire Ottoman, París, 1989. 
- MUÑOZ, M. Ll., Les Corts valencianes de Felip III, Valencia, 2005. 
- REQUENA, F., La defensa de las costas valencianas en la época de los Austrias, Alicante, 1997. 
- SALA, M., Crónica de San Juan de Alicante, Alicante, 1924. 
 -VILAR, J. B., Orihuela, una ciudad valenciana en la España Moderna, 3 vols., Mucia, 1981.

 
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